Entre la selva y el río, la vida en el TIPNIS fluye de manera simple
PÁGINA SIETE EN EL TIPNIS
Entre la selva y el río, la vida en el TIPNIS fluye de manera simple
El chivé (harina de yuca) y el sábalo, los alimentos favoritos de los originarios.
Beatriz Layme, enviada especial al TIPNIS / Fotos: Álvaro Valero
La "desmedida ambición” comercial de colonos y cocaleros, asentados en el Polígono 7, pone en riesgo la forma natural de vida de los indígenas del TIPNIS, quienes -comentan- se preocupan sólo de buscar sus alimentos que extraen del bosque y los ríos de su "gran casa”, como la llaman.
Hace siete años, a inicios de junio de 2010, Lucio, su esposa Nieves y sus seis hijos abandonaron Santísima Trinidad, una comunidad indígena, ahora poblada en su mayoría por colonos.
Establecieron su hogar en una zona más adentro del área protegida. Se llevaron la poca ropa que tenían, dos ollas tiznadas, su machete y lo más importante: su red de pesca.
Ya no había mucho que cazar ni pescar en el río Sazsama -donde se construye el tercer puente al interior del TIPNIS-, y por si eso fuera poco, en Santísima Trinidad "todo era dinero”. La yuca y el arroz que cosechaban no era suficiente para vender y alimentar a los hijos, explica Lucio, quien viste una camiseta de manga corta y un pantalón de tela a cuadros. Tiene 58 años, es de complexión delgada y de baja estatura.
"Entraron los colonos y con dinamita comenzaron a pescar. Para nosotros quedaba casi nada”, lamenta Lucio mientras salimos de la comunidad indígena San José de la Angosta, que está a orillas del río Moleto, de donde emerge una senda bordeada de árboles, helechos y enredaderas silvestres que llega hasta El Carmen y 3 de Mayo, poblaciones del TIPNIS.
La nueva travesía en la que nos embarcamos se da luego de visitar las comunidades San Antonio de Moleto y Fátima de Moleto, que también están dentro de la "línea roja” que demarcó en 1990 el entonces presidente Jaime Paz Zamora para resguardar a los pueblos indígenas del parque nacional.
Son las 11:00 de la mañana de un lunes soleado. Después de caminar por dos horas tomamos un breve descanso a las orillas de un riachuelo de aguas cristalinas. "Luego de cazar siempre vengo a beber esta agua, que es dulce”, cuenta Lucio.
El último hijo de la pareja, un niño de nueve años, delgado, de piel bronceada y mirada cándida, nos ofrece chivé (harina de yuca) que preparó su madre Nieves, quien saca un plato "achinado” con el que nos da de beber el agua dulce. La mujer es una indígena yuracaré de 50 años.
Tras la pausa reanudamos la caminata por el sendero alumbrado por los rayos del sol, que se abren paso en medio del espeso bosque. El paraje poblado de árboles es adornado por mariposas multicolores y saltamontes.
A lo largo se divisa una brillante luz. Llegamos a la comunidad de Lucio.
Su casa es una habitación de madera sin puertas ni ventanas, donde cuelga una hamaca. En las esquinas hay tablas que hacen de catre. A un lado está la cocina con techo de palmas. En medio está un fogón de leña.
Lucio por un momento desaparece. Pasan algunos minutos y retorna con yuca recién cosechada.
Nieves, con ayuda de un abanico de palma, reaviva el carbón y comienza a preparar locro de sábalo, que pescó su esposo la noche anterior.
"Así es nuestra vida, tranquila. Nuestra preocupación sólo es tener algo que comer. Hacemos nuestro chaco para sembrar arroz y yuca, que es para todo el año. Cuando queremos carne vamos a cazar. En Santísima todo era dinero”, comenta Lucio, mientras nos invita a degustar de la comida que preparó su esposa en menos de media hora.
Ya son las 13:30. "Vamos al río”, nos invita el anfitrión junto a su pequeño hijo. Ante esas palabras aparecen sus dos nietos, que viven a pocos pasos. Doña nieves toma un descanso en la hamaca de hilo de algodón que ella misma tejió.
El paisaje es impresionante. El río es un enorme espejo que resplandece bajo el intenso sol. Varios niños juegan y compiten con los pececillos que nadan bajo las aguas cristalinas. Un par de indígenas invitan a Lucio a cazar, pero éste rechaza la convocatoria. Dice que está cansado.
Ahí uno se olvida de todo y si se hace un parangón con lo que ocurre en la ciudad, las bocinas son reemplazadas por el canto de los pájaros; el esmog , por el aire puro; los edificios, por gigantes árboles que se pueden abrazar y rodear con hasta 10 personas.
Es hora de retornar. Son las 15:00. Sin descanso volvemos por el mismo sendero del inmenso bosque y atravesamos los ríos Ichoa y Moleto.
Luego de tres horas llegamos hasta la población habitada por colonos, que también lleva el nombre Ichoa. Esta localidad es la última población del Polígono 7, la antesala al paraje originario que acabamos de visitar.
Contratamos un mototaxi que nos traslada por la vía recién ensanchada. El paisaje es otro. La vía está bordeada por casas de madera, pero en su mayoría sobresalen las construcciones de cemento y ladrillo, algunas con grandes puertas corredizas de metal. Este tipo de inmuebles se concentran en las poblaciones de Aroma y Bolívar.
Da la impresión de que esas zonas, habitadas por colonos y cocaleros, serán los puntos de parada del transporte interdepartamental, si se concreta la construcción de la carretera Villa Tunari (Cochabamba)-San Ignacio de Moxos (Beni), que el presidente Evo Morales dijo que "tarde o temprano se construirá”.
"Los colonos son ambiciosos, acaparadores de tierras, no se conforman con un cato de coca; tienen aquí, allá. Mientras más casas, autos, ellos pareciera que son más felices. Mientras nosotros con tener algo que comer estamos conformes”, lamenta María Luisa, mojeña trinitaria.
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