Patetismos del teatro político
Patetismos del teatro
político
Raúl Prada Alcoreza
Consideran que están
sobre la Constitución, que lo que dicen es ley; son los jueces supremos, sobre todo juez funcionario del Estado. Poseedores
de la verdad indiscutible. En estas
circunstancias, su rostro se templa como mármol, para mostrar que lo que
deciden es como la petrificación de
su voluntad. Confunden el mundo con un escenario montado, lleno de luces y de parlantes; donde su voz se
prolonga, como si fuera trueno o tormenta. Se sienten seguros de lo que dicen y
lo que hacen, hablando desde el balcón del palacio
quemado o desde los estrados puestos para los medios de comunicación.
No se molestan en
averiguar cómo se mueve el mundo efectivo;
basta la concepción que tienen del mismo; pues no pueden equivocarse. Son los
herederos de la sabiduría; es más, los clarividentes
del presente, los adivinos del futuro. Aunque lo que saben deje mucho
que desear y su claridad sea, más
bien, confusa. Parecen implacables en sus decisiones, cuando hablan de leyes
que van a promulgar, como cuando pretenden implantar la cadena perpetua y la pena de
muerte, en contra de la misma Constitución. Esto no les importa, lo que
interesa es mostrarse como cruzados
contra el mal. La pose es de luchar y detener el mal con la violencia descomunal, como cuando se llevaba al patíbulo a los
condenados. Quieren, como los monarcas
absolutos de entonces, demostrar la descarga de la violencia descomunal del rey
en el cuerpo torturado del condenado. Con esto, la racionalidad jurídica habría retrocedido a la compulsión del castigo
patriarcal.
Pero, se sienten
contentos, de haber elaborado leyes, cuyo perfil, corresponde a fines del
medioevo, pues son los verdugos de
los criminales, de los violadores, de los pederastas. Creen, con toda su
ingenuidad aterida, que con esto resuelven el problema. No saben cuan equivocados están; tampoco se preocupan de
revisar las estadísticas de los países donde hay pena de muerte; donde los crímenes de sangre, las violaciones, la
pederastia, no ha disminuido, sino, al contrario, parece haber aumentado. Sin
embargo, quieren presentarse ante las víctimas,
las familias de las víctimas, a la población preocupada, como los implacables
verdugos de los criminales y delincuentes.
Este comportamiento
de ángel exterminador es síntoma elocuente de la consciencia culpable, de la consciencia desdichada, desgarrada por conflictos irresolubles;
es síntoma de ansia demoledora de catarsis. Se requiere desahogar el drama
que se lleva dentro. Por eso, estos personajes se presentan en tonalidades
amplificadas, en poses magnificadas, exhibiéndose como consagrados o
predestinados.
El fracaso de todo
este montaje radica en que sus
alcances son de escenario, su
irradiación solo es escénica; cuando
se deja el montaje, el escenario queda atrás, todo vuelve a sus
dimensiones reales. Los actores de la
epopeya presentada aparecen en sus
desconcertantes miserias humanas,
buscando patéticamente mantener el esplendor
teatral. Pero, no pueden, pues las dinámicas
de la realidad efectiva funcionan de
otra manera; no dependen, de jejos, de los guiones, de las narrativitas y epopeyas
del poder; no dependen del ambiente y clima de los escenarios.
Entonces sus pretensiones abismales chocan con los tejidos de la complejidad,
sinónimo de realidad. A la luz del acontecimiento del mundo efectivo, quedan como lo que queda después de una fiesta o
una feria, una actuación teatral o cinematográfica; el público se levanta y
vuelve a sus casas, a la vida cotidiana; los actores, van a sus camarotes a
desempolvarse, sacarse los trajes usados en escena,
se miran al espejo y ven el rostro de la triste soledad que los embarga.
Sin embargo, hay
problemas que se desatan cuando se quiere cruzar de la escena a la realidad efectiva,
cuando se quiere extender el escenario
más allá de sus contornos, al espacio-tiempo
de la realidad. Para hacerlo se
requiere del empleo descomunal de los recursos del poder, para imponer artificialmente los montajes, las estructuras
de la simulación, ocultando los
proliferantes decursos de las dinámicas
de la realidad efectiva. Entonces los
actores políticos pueden descargar
violencias insólitas para lograr realizar sus sueños de gloria, sus epopeyas
maquilladas, de simple trama.
Los costos para el
pueblo de estos juegos de poder, de
estas exaltadas demandas de
reconocimiento, son muy altos. El confundir la realidad con el escenario,
al no lograr mantener el guion o composición de la trama, ocasiona desastres en los territorios y poblaciones
concretas. Entregar los recursos
naturales a nombre del “desarrollo”, como los del Salar de Uyuni a empresas
trasnacionales; así como los otros recursos naturales como los hidrocarburos y
minerales. Buscar reformar la Constitución con el objeto de preservarse en el poder o cambiar artículos que
obstaculizan las negociaciones con las empresas trasnacionales. Destruir la institucionalidad heredada, pues no han
construido otra, como manda la Constitución, buscando suplantarla por las formas gubernamentales clientelares.
Desmantelar la Constitución, aunque conservada en vitrina, para mostrarla al
público, nacional e internacional, solo para alardear.
Estos personajes
extravagantes confunden la realidad
con el escenario, debido a sus dramas
personales, estos actores políticos
confunden la política con el teatro. Empero, el pueblo, que hace de
público obligado, en los climas de la
simulación, no puede hacer lo mismo,
creer que la publicidad y la propaganda sustituyen a la realidad efectiva. Al hacerlo o al
mantener los efluvios de la escena,
en lo que respecta a su responsabilidad
política, termina siendo de cómplice de los estragos que provoca la simulación política.
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