El enigma del capital y las crisis del capitalismo

Reseña:

El enigma del capital y las crisis del capitalismo

D. Harvey







(Akal, Madrid, 2012, 239 pp.)


Raúl Rojas



Que el capitalismo lleve indefectiblemente a crisis periódicas no es algo sujeto a discusión; por qué y, lo que es más, qué posición estructural ocupen estas crisis en la dinámica de acumulación del capital son cuestiones, a veces, desdeñadas; otras, mal respondidas. La deriva que la teoría económica viene asumiendo en los últimos tiempos, fruto de un limitarse a producir modelos matemáticos cada vez más precisos, meros instrumentos de uso financiero, no ayuda a la cuestión. Como reconocieron los investigadores de la London School of Economics (según la anécdota que tanto le gusta a nuestro autor y que relata dos veces en su libro), no habían previsto la crisis de 2008 porque habían perdido de vista los “riesgos del sistema como totalidad”. La intención de Harvey, frente a esto, es generar una “concepción sistémica de los flujos de capital”, esto es, analizar (desde una perspectiva claramente marxista) por un lado, qué es preciso para la continuidad de la acumulación de capital (para su crecimiento, pues) y, por otro, qué barreras se pueden levantar contra ello, así como qué maneras encuentra el capital de eludir esas barreras para poder seguir reproduciéndose y si hay alguna contra la que nada pueda.
Tales barreras son seis: capital inicial insuficiente; mano de obra escasa o no disponible; medios de producción inadecuados y límites naturales para la producción; tecnologías y organización improductivas; proceso de trabajo ineficiente; insuficiente demanda. El capital se encuentra continuamente con estas limitaciones y, si no logra neutralizarlas, deja de circular como es debido para producir el crecimiento necesario (de un 3% mínimo) para mantener una economía capitalista sana, devaluándose. El grueso de la obra consiste en un análisis detenido de cada uno de esos puntos de fricción, tanto sistémica como históricamente.
Las herramientas de que dispone el capital para hacer frente no son, obviamente, meramente económicas. Harvey sitúa en el corazón del sistema de crédito lo que denomina como “nexo Estado-finanzas”: un complejo de dispositivos a través de los cuales el Estado favorece a las finanzas a través de actividades como el descenso del tipo de interés, la construcción de más y mejores medios de comunicación y transporte, la promoción de estudios técnicos y de la I+D o la exención de cargas fiscales a determinadas actividades comerciales, todo lo cual, como es obvio, atrae a los inversores internacionales a invertir en el mercado de tal Estado; no obstante, este nexo Estado-finanzas ha dado, desde el ascenso del neoliberalismo en la década de los 80 de la mano de Thatcher y Reagan, un paso más y fundamental: privatización de los beneficios y nacionalización de las pérdidas; esto es, los conocidos rescates. Política que conlleva el llamado “riesgo moral” que, hablando en plata, no es otra cosa sino que los financieros han sido aquellos que han descubierto un juego en el que si ganan, ganan y si pierden, ganan también: cualquier riesgo merece la pena. Creer (o, lo que es más común: hacer creer) que vayan a tener algún cuidado o precaución en sus inversiones y movimientos es, no ya ingenuo: es casi deshonesto. No sólo debemos desengañarnos de ello sino también, dice el autor, de que el éxito y beneficio de los capitalistas beneficien a la sociedad entera. Tal argumento, comúnmente esgrimido en defensa del capitalismo (y, en particular, del de corte neoliberal) resulta válido si y sólo si ese beneficio es total o principalmente reinvertido en actividades económicas que beneficien el desarrollo de las condiciones sociales; en resumen: reinvertido en bienes y servicios. Por el contrario, un capital excedente recapitalizado en activos puramente financieros y desvinculados de la esfera materialmente productiva, del tipo del de los mercados de futuros, no sólo no benefician a la población trabajadora, sino que la perjudican: el rápido crecimiento que en la década de los 80 experimentaron este tipo de mercados supuso el alza de los precios en el conjunto entero de la economía; la revalorización, en bolsa, de tales activos, se expandió afectando a, sin ir más lejos, el precio del suelo, sin que, como es obvio, los salarios crecieran, ya que tal crecimiento no se daba en el mercado de bienes y servicios y, por tanto, no era causado por el trabajo asalariado (de hecho tal crecimiento coincidió con la política neoliberal de contención salarial). A esto hay que añadir que las bonificaciones auto-concedidas y la competición por el lujo son otro destino importante del capital obtenido por los financieros.
La lucha obrera, que tanto consiguió en el período keynesiano, poco puede hacer ya ante esta situación. La globalización e internacionalización del mercado ha generado una amplia reserva de mano de obra siempre disponible: ya no son necesarias las negociaciones con el trabajador y sus condiciones o exigencias. Esto, sumado a la política de contención salarial y al alza progresiva de los precios, hace que la competición entre trabajadores sea máxima; la lucha sindical, infructuosa y la precarización laboral, inevitable. Ahora bien, el paro y el menor poder adquisitivo siguen suponiendo un problema en términos de demanda y, por tanto, de subconsumo: la reinversión del excedente es inútil si su producto no encuentra mercado. La solución empleada para esto desde los 80 no ha sido otra que una explosión crediticia: el dinero que ya no se entregaba salarialmente a los consumidores, pero que se necesita que tengan, se les vende; según el mercado crediticio se iba saturando, los préstamos habían de ser cada vez más arriesgados, entregándose a quien no podía asumirlos; la burbuja de crédito que se iba formando tarde o temprano tenía que estallar. Y, sin duda, lo ha hecho.
¿Un fracaso del capital? ¿Uno de esos errores que periódicamente no puede evitar cometer? En absoluto: un simple pago rutinario para seguir triunfando (pago que, por otro lado, no han hecho los originales prestamistas, como es obvio). Harvey insiste mucho en que las crisis no son imperfecciones del sistema, sino piezas que ocupan un lugar central y prioritario en la estructura. Insiste, retomando las palabras de Andrew Mellon, que “en una depresión los activos vuelven a sus auténticos propietarios”; además, se destruyen amplias zonas de mercado (quiebre de numerosas empresas y estructuras de bienes y servicios), disponibles, de nuevo, para su lucrativa reconstrucción: “destrucción creativa”.
El diagnóstico que nos encontramos de esta crisis (en tanto que tal y, por tanto, aplicado a toda crisis), es el de una “acumulación por desposesión”. Al devaluarse los activos, aquellos particulares que no se han arruinado y han logrado mantener capital suficiente, pueden comprarlos a precio de saldo para reinvertirlos más tarde cuando el mercado vuelva a ser rentable; un mercado que quizá no lo era ya tanto debido a su saturación. Las crisis, pues, presentan una doble efectividad: neutralizan la saturación del mercado por medio de su destrucción y acumulan capital por medio de, en primer lugar, la quiebra de sus propietarios, obligados a vender sus activos y, en segundo, la consiguiente devaluación de los mismos. La consecuencia es, de nuevo, que el capitalismo sólo genera igualdad y beneficio común para generar excedente y, una vez logrado, se expropia ese excedente así como el capital inicial y los medios de producción, acumulado todo ello de nuevo en los originales propietarios. La existencia de desigualdades es crucial para la acumulación y desarrollo del capital. Es necesaria una desigualdad social para el mantenimiento del mercado crediticio, y es necesaria una geográfica para que haya siempre un excedente de mano de obra precarizable, lugares pobres que presenten un tipo de cambio favorable a la especulación de los productos allí producidos o para que haya siempre espacios de mercado potencial. Un capitalismo justo en el que todos salgan beneficiados es, pues, una contradicción en los términos. Si el intercambio comercial genera una igualdad del nivel de vida, tarde o temprano habrá que generar desigualdad: dar paso a una destrucción creativa y, por tanto, a una crisis. El nexo Estado-finanzas tiene mucho que decir en esto; es preciso que las leyes permitan y promuevan la generación de desigualdad, favoreciendo a los grandes capitalistas. Esta “economización” de la política descansa, para nuestro autor, en una concepción geopolítica darwinista, en la que los estados, más que instituciones de convivencia y colaboración social, son organismos en pugna por la supervivencia y por el sustento material: el capital. Marco en el cual tanto la política como la economía no pueden ser sino la continuación de la guerra por otros medios.
En definitiva, podemos resumir el análisis de Harvey en lo siguiente: la dinámica del capital conduce inevitablemente a crisis; por un lado, el crecimiento continuado de la producción (necesario estructuralmente, en parte porque, de no darse, estalla la burbuja de deuda al no poder ser satisfecha con nuevo capital creado a partir de nueva generación de deuda; y es que, como es obvio, la deuda siempre excede al capital existente) y el consiguiente crecimiento del capital excedente; por otro lado, la necesidad siempre presente de reinvertir el capital excedente para crear ese capital nuevo que esté en condiciones de satisfacer la deuda (a pesar de ser a costa de nueva y mayor deuda); por último, la progresiva saturación del mercado, lo cual lleva a una progresiva incapacidad de invertir el capital excedente: todo esto lleva a un estancamiento de ese excedente y a la consecuente devaluación de multitud de activos y destrucción de áreas del mercado. Activos que, como ya hemos comentado, pueden ser de nuevo acumulados por los grandes capitalistas y reinvertidos en esos mercados que es preciso reconstruir. La dinámica del capital es, en definitiva, la de las periódicas y necesarias acumulaciones por desposesión y por destrucción creativa, gracias a lo cual se abre, de nuevo, un espacio para reinvertir el capital excedente, espacio sin el cual éste no puede producir y el capitalismo no puede continuar. Las crisis son racionalizadoras irracionales de la irracional dinámica del capital: algo tan necesario y nuclear para su supervivencia (para su continua acumulación) como la fuerza de trabajo o el capital mismo.
¿Es posible otro mundo? La respuesta que recibimos es afirmativa, pero sólo si es posible otro marxismo. Reducir la lucha anticapitalista a la lucha de la clase obrera (por fundamental que sea) o a la toma del poder estatal es cortar una sola cabeza de la Hidra. Siete esferas de actividad presenta el capitalismo: tecnologías y formas organizativas; relaciones sociales; dispositivos institucionales y administrativos; procesos de producción y trabajo; relaciones con la naturaleza; reproducción de la vida cotidiana y de la especie; y concepciones mentales del mundo. Del mismo modo que el capital, para mantener su acumulación y su crecimiento del 3% anual, debe asegurar un buen ensamblaje de estas esferas, todo cambio revolucionario debe actuar teniéndolas en cuenta a todas a la vez, sistémicamente; cualquier acción sectorial está llamada al fracaso o, lo que es peor: a ser absorbida por la dinámica de poder vigente y trabajar, inconscientemente, en su provecho.

En definitiva, el estudio que supone El enigma del capital y las crisis del capitalismo no es sólo serio, riguroso y sembrado de datos. También ofrece una perspectiva diferente: holística, orgánica. No un miembro amputado de la realidad llevado hasta la extenuación del análisis especializado. Obra imprescindible para todo lector de literatura filosófica que busque una filosofía anclada y comprometida con la realidad, o para quien busque una comprensión integral, pero no por ello abstracta o puramente conceptual, de la estructura capitalista neoliberal. Eso sí, el libro empieza fuerte y pierde cierto fuelle: a veces una exposición quizá demasiado histórica o no claramente estructurada puede hacer la lectura, si bien no difícil, sí un tanto lenta. La exposición tremendamente clara, exenta de terminología especializada y de gramáticas innecesariamente abstrusas lo compensan de sobra. El balance es indudablemente positivo; y es que, una vez terminado, el libro deja un espléndido regusto a realidad; clara, transparente, fecunda de conceptos y más palpitante aún, si cabe, por ello, más real. Pero siempre fiel a sí misma: realidad. 

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