Ecosocialismo
Ecosocialismo:
hacia una nueva civilización
Michael Löwy
Ecosocialismo
Sociólogo brasileño e investigador del
Consejo Nacional de Investigación Científica (CNRS) de Francia. Autor, entre
otros, de: Sublevación de melancolía: el romanticismo de contramano con la
modernidad; El pensamiento del Che; La revolución en el Joven Marx; Dialéctica
y Revolución; Marxismo y Teología de la Liberación.
Traducido del inglés por María Luján
Veiga.
Fuente: Revista Herramienta Nº 42
Se autoriza la reproducción
del texto en cualquier medio a condición de la mención de la fuente.
Edición actual: Biblioteca
Virtual OMEGALFA 2013
LAS presentes crisis económica
y ecológica son parte de una coyuntura histórica más general: estamos
enfrentados con una crisis del presente modelo de civilización, la civilización
Occidental moderna capitalista/industrial, basada en la ilimitada expansión y
acumulación de capital, en la “mercantilización de todo” (Immanuel
Wallerstein), en la despiadada explotación del trabajo y la naturaleza, en el
individualismo y la competencia brutales, y en la destrucción masiva del medio
ambiente. La creciente amenaza de ruptura del equilibrio ecológico apunta a un
escenario catastrófico –el calentamiento global– que pone en peligro la
supervivencia misma de la especie humana. Enfrentamos una crisis de civilización
que demanda un cambio radical. 1
Ecosocialismo es un intento de
ofrecer una alternativa civilizatoria radical, fundada en los argumentos
básicos del movimiento ecológico, y en la crítica marxista de la economía
política. Opone al progreso destructivo capitalista (Marx) una política
económica basada en criterios no monetarios y extraeconómicos: las necesidades
sociales y el equilibrio ecológico. Esta síntesis dialéctica, intentada por un
amplio espectro de autores, desde James O’Connor a Joel Kovel y John Bellamy
Foster, y desde André Gorz (en sus escritos juveniles) a Elmar Altvater,
es al mismo tiempo una crítica de la “ecología de mercado”, que no desafía el
sistema capitalista, y del “socialismo productivista”, que ignora la cuestión
de los límites naturales. Según James O’Connor, el objetivo del socialismo
ecológico es una nueva sociedad basada en la racionalidad ecológica, en el
control democrático, en la equidad social, y el predominio del valor de uso
sobre el valor de cambio. Agregaría que este objetivo requiere: a) propiedad
colectiva de los medios de producción –“colectiva” quiere decir propiedad
pública, cooperativa o comunitaria–; b) planificación democrática que permita a
la sociedad definir metas de inversión y producción; y c) una nueva estructura
tecnológica de las fuerzas productivas. En otros términos: una transformación
social y económica revolucionaria. 2
El problema con las tendencias
dominantes de la izquierda durante el siglo XX –la socialdemocracia y el
movimiento comunista de inspiración soviética– fue la aceptación del modelo de
fuerzas productivas realmente existente. Mientras la primera se limita a una
versión reformada –a lo sumo keynesiana– del sistema capitalista, el segundo
desarrolló una forma colectivista –o capitalista de Estado– de productivismo.
En ambos casos, la cuestión del medio ambiente quedó descartada, o fue
marginada.
Los propios Marx y Engels no ignoraban las
consecuencias ambientales destructivas del modo de producción capitalista: hay
varios pasajes en El capital y otros escritos que muestran esta compren-sión.3
Creían además que el objetivo del socialismo no era producir cada vez más
mercancías, sino dar a los seres humanos tiempo libre para el pleno desarrollo
de sus potencialidades. De modo que ellos tienen poco en común con el
“productivismo”, esto es, con la idea de que la ilimitada expansión de la
producción es un objetivo en sí mismo.
Sin embargo, hay algunos pasajes en sus
escritos que parecen sugerir que el socialismo permitiría el desarrollo de las
fuerzas productivas más allá de los límites impuestos a estas por el sistema
capitalista. Según este enfoque, la transformación socialista solo tendría que
ver con las relaciones de producción capitalistas, convertidas en un obstáculo
para el libre desarrollo de las fuerzas productivas existentes (se suele decir
que las “encadena”); el socialismo significaría sobre todo la apropiación
social de estas capacidades productivas, que las pondría al servicio de los
trabajadores. Para citar un pasaje del AntiDühring, un trabajo canónico para
varias generaciones de marxistas: el socialismo permitiría “que la sociedad,
abiertamente y sin rodeos, tome posesión de esas fuerzas productivas que ya no
admiten más dirección que la suya”. 4
La experiencia de la Unión Soviética ilustra
los problemas que se derivan de una apropiación colectivista del aparato de
producción capitalista: desde el comienzo, predominó la tesis de la
socialización de las fuerzas de producción existentes. Es cierto que, durante
los primeros años tras la Revolución de Octubre, pudo desarrollarse una
corriente ecológica y algunas (limitadas) medidas proteccionistas fueron
tomadas por las autoridades soviéticas. Sin embargo, con el proceso de
burocratización estalinista, las tendencias productivas, en la industria y la
agricultura, fueron impuestas con métodos totalitarios, en tanto los
ecologistas fueron marginados o eliminados. La catástrofe de Chernóbil es un
ejemplo extremo de las desastrosas consecuencias que tuvo la imitación de las
tecnologías productivas de Occidente. Un cambio en las formas de propiedad que
no sea seguido por la gestión democrática y la reorganización del sistema
productivo solo puede llevar a un final terrible.
Los marxistas pueden inspirarse en lo que
destacaba Marx en relación con la Comuna de Paris: los trabajadores no pueden
tomar posesión del aparato del Estado capitalista y ponerlo a funcionar a su
servicio. Deben “demolerlo” y reemplazarlo por una forma de poder político
radicalmente diferente, democrático y no estatal.
Lo mismo es aplicable, mutatis mutandis,
al aparato productivo: por su naturaleza, su estructura, no es neutral, sino
que está al servicio de la acumulación de capital y de la ilimitada expansión
del mercado. Está en contradicción con las necesidades de protección del
ambiente y de la salud de la población. Es preciso, por lo tanto,
“revolucionarlo”, en un proceso de transformación radical. Esto puede
significar cancelar ciertas ramas de la producción: por ejemplo, las plantas
nucleares, algunos métodos masivos/industriales de pesca (responsables por el
exterminio de varias especies en los mares), la tala destructiva de selvas
tropicales, etcétera (¡la lista es muy larga!).
En cualquier caso, las fuerzas
productivas, y no solo las relaciones de producción, deben ser transformadas
profundamente, comenzando por una revolución del sistema energético,
reemplazando los actuales recursos –esencialmente fósiles– responsables de la
contaminación y envenenamiento del ambiente, por otros renovables, como el
agua, el viento y el sol. Por supuesto, muchos logros científicos y
tecnológicos modernos son valiosos, pero el sistema de producción debe ser
transformado en su conjunto, y esto solo puede hacerse a través de métodos
ecosocialistas, esto es, a través de una planificación democrática de la
economía que tenga en cuenta la preservación del equilibrio ecológico.
El tema de la energía es decisivo para
este proceso de cambio civilizatorio. Las energías fósiles (petróleo, carbón)
son grandes responsables de la contaminación del planeta, como ocurre con el
desastroso cambio climático; la energía nuclear es una falsa alternativa, no
solo por el peligro de nuevos Chernóbil, sino también porque nadie sabe qué
hacer con las miles de toneladas de desperdicio radioactivos -tóxicos durante
cientos, miles y en algunos casos millones de años– y las masas gigantescas de
plantas obsoletas contaminadas. La energía solar, que nunca despertó mucho
interés en las sociedades capitalistas, por no ser “rentable” ni “competitiva”,
se convertiría en un objeto de investigación y desarrollo intensivo, y jugaría
un papel central en la construcción de un sistema de energía alternativo.
Sectores enteros del sistema productivo
deberían ser suprimidos o reestructurados, y otros nuevos deben desarrollarse,
bajo la necesaria condición de pleno empleo para toda la fuerza laboral, en
iguales condiciones de trabajo y salario. Esta condición es esencial, no solo
porque es un requerimiento de la justicia social, sino para asegurar el apoyo
de los trabajadores al proceso de transformación estructural de las fuerzas
productivas. Proceso que es imposible sin el control público sobre los medios
de producción y planificación, es decir, sin decisiones públicas sobre
inversión y cambio tecnológico, que deben tomarse de los bancos y empresas
capitalistas para ponerlos al servicio del bien común de la sociedad.
La sociedad misma, y no un pequeño grupo
de propietarios oligárquicos –ni una élite de tecno-burócratas– deben poder
elegir, democráticamente, qué líneas productivas han de privilegiarse, y
cuántos recursos deben invertirse en educación, salud o cultura. Los precios de
los propios bienes no deben quedar librados a las “leyes de oferta y demanda”
sino, hasta cierto punto, determinados de acuerdo con opciones políticas y sociales,
así como con criterio ecológico, imponiendo impuestos a ciertos productos y
precios subsidiados para otros. En términos ideales, a medida que avance la
transición hacia el socialismo, cada vez más productos y servicios se
distribuirían libres de cargo, de acuerdo con el deseo de los ciudadanos. Lejos
de ser algo “despótico” en sí misma, la planificación es el ejercicio, por la
sociedad toda, de sus libertades: libertad de decisión, y liberación de las
alienantes y cosificadas “leyes económicas” del sistema capitalista, que
determina la vida y muerte de los individuos, y los encierra en una “jaula de
hierro” económica (Max Weber). La planificación y la reducción de las horas de
trabajo son los dos pasos decisivos de la humanidad hacia lo que Marx llamó “el
reino de la libertad”. Un incremento significativo del tiempo libre es una
condición para la participación democrática del pueblo trabajador en la
discusión democrática y el manejo de la economía y la sociedad.
La concepción socialista de planificación
no es más que la radical democratización de la economía: si las decisiones
políticas no deben ser dejadas en manos de una pequeña élite de gobernantes,
¿por qué no aplicar el mismo principio a las decisiones económicas? Estoy
dejando de lado el tema de la proporción específica entre planificación y
mecanismos de mercado: durante los primeros pasos de una nueva sociedad, los
mercados mantendrían ciertamente un lugar importante, pero al avanzar la
transición hacia el socialismo, la planificación se volvería cada vez más
predominante, a expensas de la ley del valor de cambio.
En tanto en el capitalismo el valor de uso
es solo un medio, a veces un engaño, al servicio del valor de cambio y la
ganancia –lo que explica, dicho sea de paso, por qué tantos productos en la
sociedad son sustancialmente innecesarios–, en una economía socialista
planificada el valor de uso es el único criterio para la producción de bienes y
servicios, con consecuencias económicas, sociales y ecológicas de largo
alcance. Como observó Joel Kovel: “El acrecentamiento de los valores de uso y
la correspondiente reestructuración de las necesidades se convierten ahora en
los reguladores sociales de la tecnología, en lugar de ser esta, como bajo el
capital, conversión de tiempo en plusvalía y dinero”. 5
En una producción racionalmente
organizada, el plan concierne a las principales opciones económicas, no a la
administración de restaurantes, verdulerías y panaderías, negocios pequeños,
empresas de artesanos o servicios. Es importante enfatizar que la planificación
no es contradictoria con la autogestión por los trabajadores de sus unidades de
producción: mientras que la decisión de transformar una planta automotriz en
una que produce colectivos y tranvías es tomada por la sociedad como un todo
mediante el plan, la organización in-terna y el funcionamiento de la planta
estarán democráticamente manejados por sus propios trabajadores. Mucho se ha
discutido sobre el carácter “centralizado” o “descentralizado” de la
planificación, pero puede decirse que la cuestión es realmente el control
democrático del plan a todos los niveles, local, regional, nacional,
continental y, esperemos, internacional: temas ecológicos como el calentamiento
global son planetarios y solo pueden ser tratados a escala global. Se podría
llamar esta propuesta “planeamiento democrático global”; y es bastante opuesta
a lo que usualmente se describe como “planificación central”, dado que las
decisiones económicas y sociales no son tomadas por algún “centro”, sino
democráticamente decididas por la población en cuestión.
Una planificación ecosocialista está
basada entonces en un debate pluralista y democrático, en todos los niveles
donde las decisiones deben ser tomadas: las diferentes propuestas son sometidas
a la gente en cuestión, bajo la forma de partidos, plataformas, o cualquier
otro movimiento político, y de acuerdo con esto se eligen delegados. Sin
embargo, la democracia representativa debe ser completada –y corregida– por una
democracia directa, donde la gente directamente elige –nivel local, nacional y,
por último, global– entre grandes opciones sociales y ecológicas: ¿el
transporte público debe ser gratis? ¿Deben pagar impuestos especiales los
dueños de autos privados para subsidiar el transporte público? ¿Debe la energía
solar ser subsidiada para que compita con la energía fósil? ¿Deben reducirse
las horas de trabajo semanal a 30, 25 o menos horas, aunque esto signifique la
reducción de la producción? La naturaleza democrática de planificación no es
contradictoria con la existencia de expertos, pero el papel de estos no es
decidir, sino presentar sus puntos de vista –a veces distintos, si no
contradictorios– a la población y dejar que esta elija la mejor solución.
¿Qué garantía hay de que la gente vaya a
tomar decisiones ecológicas correctas, al precio de dejar de lado algunos
hábitos de consumo? No existe una “garantía” que no sea apostar a la
racionalidad de las decisiones democráticas, una vez que el poder del
fetichismo de la mercancía esté roto. Por supuesto, existirán errores en las
opciones populares, pero ¿quién cree que los expertos mismos no cometen
errores? Uno no puede imaginar el establecimiento de dicha nueva sociedad sin
que la mayoría de la población haya logrado, por sus luchas, su propia
educación, y experiencia social, un alto nivel de conciencia
socialista/ecológica; y esto hace razonable suponer que los errores, incluyendo
decisiones que son inconsistentes con las necesidades del medio ambiente, van a
corregirse. De cualquier modo, ¿no son acaso las alternativas propuestas –el
mercado ciego, o una ecológica dictadura de “expertos”- mucho más peligrosas
que el proceso democrático, con todas sus contradicciones?
El pasaje del “progreso destructivo”
capitalista al ecosocialismo es un proceso histórico, una transformación permanentemente
revolucionaria de la sociedad, de la cultura y de las mentalidades. Esta
transición debe llevar, no solo a un nuevo modo de producción y a una sociedad
igualitaria y democrática, sino también a un modo de vida alternativo, a una
nueva civilización ecosocialista, más allá del reino del dinero, más allá de
los hábitos de consumo artificialmente producidos por la publicidad, y más allá
de la producción sin límites de mercancías innecesarias y/o nocivas para el
medio ambiente. Es importante enfatizar que semejante proceso no puede comenzar
sin una transformación revolucionaria en las estructuras sociales y políticas,
y el apoyo activo, por una vasta mayoría de la población, a un programa
ecologista. El desarrollo de la conciencia socialista y la preocupación
ecológica es un proceso, donde el factor decisivo es la propia experiencia de
lucha popular, desde confrontaciones locales y parciales al cambio radical de
la sociedad.
¿Hay que promover el desarrollo, o se debe
elegir el “decrecimiento”? Me parece que ambas opciones comparten una
concepción meramente cuantitativa del “crecimiento” –positivo o negativo– o de
desarrollo de las fuerzas productivas. Hay una tercera postura, que me parece
más apropiada: una transformación cualitativa del desarrollo. Esto significa
poner fin al monstruoso despilfarro de recursos del capitalismo basado en la
producción a gran escala de productos innecesarios y/o nocivos: las industrias
de armamentos son un buen ejemplo de esto, pero una gran parte de los “bienes”
producidos en el capitalismo –con sus inherentes obsolescencias– no tienen más
utilidad que generar ganancias para las grandes corporaciones. La cuestión
central no es el “consumo excesivo” en abstracto, sino el prevaleciente tipo de
consumo, basado como está en la apropiación ostentosa, el desperdicio masivo,
la alienación mercantilista, la obsesiva acumulación de bienes, y la compulsiva
adquisición de seudo novedades impuestas por la “moda”. Una nueva sociedad
orientaría la producción hacia la satisfacción de bienes auténticos, comenzando
con aquellos que podrían describirse como “bíblicos” –agua, comida, ropa,
hogar– pero incluyendo también servicios básicos: salud, educación, transporte,
cultura.
Obviamente, los países del Sur, donde
estas necesidades están lejos de ser satisfechas, van a necesitar de un nivel
de “desarrollo” mucho mayor que los países avanzados industrialmente:
construcción de rutas, hospitales, sistemas de cloacas, y otras
infraestructuras. Pero no hay razón por la cual esto no pueda llevarse a cabo
con un sistema productivo que sea amigable con el ambiente y que esté basado en
energías renovables. Estos países necesitarán cultivar grandes cantidades de
comida para nutrir su población hambrienta, pero esto puede ser mucho mejor
alcanzado –como los movimientos campesinos organizados en el mundo en la red
Vía Campesina han estado reclamando por años– por una agricultura campesina
biológica basada en unidades familiares, granjas cooperativas o colectivistas,
más que por los métodos destructivos y antisociales de empresas
industriales/ganaderas, basadas en el uso intensivo de pesticidas, químicos y
OGMs (Organismos Genéticamente Modificados).
En vez del monstruoso sistema actual de
endeudamiento y de explotación imperialistas de los recursos del Sur por parte
de los países capitalistas/industriales, debería haber una corriente de ayuda
tecnológica y económica desde el Norte hacia el Sur, sin que sea necesario
–como algunos puritanos y ascéticos ecologistas parecen creer– que la población
en Europa o Norteamérica “reduzca su calidad de vida”: solo deberán privarse
del consumo obsesivo, inducido por el sistema capitalista, de mercancías
inútiles que no corresponden a ninguna necesidad real.
¿Cómo distinguir las
necesidades auténticas de las artificiales, falsas y provisionales? Las últimas
son introducidas por la manipulación mental, esto es, la publicidad. El sistema
publicitario ha invadido todas las esferas de la vida humana en las sociedades
capitalistas modernas: no solo en cuanto al alimento y la ropa, sino también a
los deportes, la cultura, la religión y la política que son moldeadas de
acuerdo con sus reglas. Ha invadido nuestras calles, casillas de correo
electrónico, pantallas de televisión, periódicos, paisajes, de un modo
permanente, agresivo e insidioso que definitivamente contribuye a hábitos de
consumo indudables y compulsivos. Además, desperdicia una cantidad astronómica
de petróleo, electricidad, tiempo de trabajo, papel, químicos, y otras materias
primas -todas pagadas por los consumidores- en una rama de producción que no es
solo innecesaria desde el punto de vista humano, sino directamente contrapuesta
a las necesidades reales de la sociedad. Mientras la publicidad es una
dimensión indispensable de la economía de mercado capitalista, no tendría lugar
en una sociedad en transición al socialismo, donde sería reemplazada por
información sobre bienes y servicios facilitados por asociaciones de consumo.
El criterio para distinguir una necesidad autentica de una artificial, es su
persistencia después de la supresión de la publicidad (¡Coca-Cola!). Por
supuesto, durante algunos años, los hábitos de consumo inútiles persistirán; y
nadie tiene el derecho de decirle a la gente cuáles son sus necesidades. El
cambio en los patrones de consumo es un proceso histórico, así como un desafío
educativo.
Algunas mercancías, como el auto
individual, implican problemas más complejos. Los autos particulares son un
problema público: matan y lesionan anualmente a miles de personas a escala
mundial, contamina el aire en las grandes ciudades –con directas consecuencias
para la salud de los niños y ancianos– y contribuyen de manera significativa al
cambio climático. Sin embargo, responden a necesidades reales, al transportar a
la gente a sus trabajos, casas o actividades de ocio. Experiencias locales en
algunas ciudades europeas con administraciones con cuidados ecológicos muestran
que es posible –con aprobación de la mayoría de la población– limitar
progresiva-mente el porcentaje de automóviles individuales en circulación a
favor de colectivos y tranvías. En un proceso de transición al ecosocialismo,
donde el transporte público –subterráneo o no– estaría ampliamente extendido y
sería gratuito para los usuarios, y donde los peatones y ciclistas tendrían
sendas protegidas, el auto privado tendría un papel mucho menor que en la
sociedad burguesa, donde se ha convertido en un una mercancía fetiche
–promovida con una incisiva y agresiva publicidad–, un símbolo de prestigio, un
signo de identidad (en los Estados Unidos, la licencia de conducir es un
documento de identidad reconocido) central en la vida personal, social y
erótica.
El ecosocialismo está basado en una
apuesta que ya había promovido Marx: el predominio, en una sociedad sin clases
y liberada de la alienación capitalista, del “ser” por encima del “tener”; vale
decir, de tiempo libre para la realización personal mediante actividades
culturales, deportivas, lúdicas, científicas, eróticas, artísticas y políticas,
en lugar del deseo de poseer una infinidad de productos. La adquisición
compulsiva es inducida por el fetichismo de la mercancía inherente al sistema
capitalista, por la ideología dominante y por la propaganda: no existe ninguna
prueba de que esto sea parte de la “eterna naturaleza humana”, como el discurso
reaccionario quiere hacernos creer. Como Ernest Mandel enfatizó:
La
continua acumulación de cada vez más mercancías (con una “utilidad marginal”
decreciente) no es de ninguna manera una característica universal o incluso
predominante de la naturaleza humana. El desarrollo de talentos e inclinaciones
por su propio bien; la protección de la salud y la vida; el cuidado de los
niños; el desarrollo de ricas relaciones sociales [...]; todos estos factores
se convierten en motivaciones fundamentales una vez que las necesidades
materiales básicas han sido satisfechas. 6
Esto no significa que no
surgirán conflictos, particularmente durante el proceso de transición, entre
los requerimientos de la protección del ambiente y las necesidades sociales,
entre los imperativos ecológicos y la necesidad de desarrollar infraestructuras
básicas, particularmente en los países pobres, entre los hábitos de consumo
populares y la escasez de recursos. ¡Una sociedad sin clases no es una sociedad
sin contradicciones ni conflictos! Estos son inevitables: resolverlos será la
tarea de una planificación democrática, en una perspectiva ecosocialista,
liberada de los imperativos del capital y la obtención de ganancias, mediante
una discusión abierta y pluralista, que desemboque en la toma de decisiones por
la misma sociedad. Esta democracia arraigada y participativa es el único
camino, no de prevenir errores, sino de permitir la autocorrección, por parte
de la colectividad social, de sus propios errores.
¿Es esta una utopía? En su sentido
etimológico –“algo que existe en ningún lado”–, ciertamente lo es. ¿Pero no son
las utopías visiones de un futuro alternativo, imágenes deseadas de una
sociedad diferente, un aspecto necesario de cualquier movimiento que quiere
desafiar el orden establecido? Como explicó Daniel Singer en su testamento
literario y político, Whose Millenium?, en un intenso capítulo titulado “Utopía
realista”:
Si
el establishment ahora se ve tan sólido, a pesar de las circunstancias, y si el
movimiento obrero o la izquierda en general están tan incapacitados, tan
paralizados, es por la inaptitud para ofrecer una alternativa radical. [...] La
regla básica del juego es que no se cuestione ni lo fundamental del argumento
ni los fundamentos de la sociedad. Solo una alternativa global, que rompa con
esas reglas de resignación y abdicación, puede dar al movimiento emancipatorio
un impulso genuino. 7
La utopía socialista y ecológica es solo
una posibilidad objetiva, no el inevitable resultado de las contradicciones del
capitalismo, o de las “leyes de hierro de la historia”. No es posible predecir
el futuro sino en términos condicionales: ante la ausencia de una
transformación ecosocialista, de un cambio radical en el paradigma
civilizatorio, la lógica del capitalismo llevará al planeta a desastres
ecológicos dramáticos, amenazando la salud y la vida de millones de seres
humanos, y tal vez hasta la supervivencia de nuestra especie.
* * * *
Soñar y luchar por una nueva civilización
no significa que no se pelee por concretas y urgentes reformas. Sin ninguna
ilusión en un “capitalismo limpio”, uno debe tratar de ganar tiempo, y de
imponer, a los poderes existentes, algunos cambios elementales: la prohibición
de HCFCs que están destruyendo la capa de ozono, una moratoria general en
organismos genéticamente modificados, una drástica reducción en la emisión de
gases con efecto invernadero, el desarrollo del transporte público, los
impuestos para autos contaminantes, el reemplazo progresivo de camiones por
trenes, una regulación severa de la industria pesquera, así como del uso de
pesticidas y químicos en la producción agroindustrial. Estos y otros temas
similares están en el corazón de la agenda del Global Justice Movement y el
Foro Social Mundial, que han permitido, desde Seattle en 1999, la convergencia
de movimientos sociales y ambientales en una lucha común en contra del sistema.
Estas urgentes demandas ecosociales pueden
llevar a procesos de radicalización, a condición de no aceptar que se limiten
sus objetivos conforme a los requerimientos del “mercado (capitalista)” o de la
“competitividad”. De acuerdo a la lógica de lo que los marxistas llaman “un
programa transicional”, cada pequeña victoria, cada avance parcial puede llevar
inmediatamente a una demanda mayor, a un objetivo más radical.
Dichas luchas alrededor de temas concretos
son importantes, no solo porque las victorias parciales son bienvenidas en sí
mismas, sino también porque contribuyen a aumentar la conciencia social y ecológica,
y porque promueven la actividad y auto-organización desde abajo: ambos son
precondiciones decisivas y necesarias para una transformación radical del
mundo, es decir, revolucionaria. No hay razón para el optimismo: las
entrelazadas élites gobernantes del sistema son increíblemente poderosas y las
fuerzas radicales de oposición aún son chicas. Pero constituyen la única esperanza
de que el catastrófico curso del “crecimiento” capitalista sea detenido. Walter
Benjamin no definió la revolución como la locomotora de la historia, sino como
el acto por el cual la humanidad acciona los frenos de emergencia del tren
antes de caer al precipicio.
Notas:
1 Un notable análisis de la lógica
destructiva del capital puede encontrarse en Joel Kovel, The Enemy of Nature.
The End of Capitalism or the End of the World?, N.York; Zed Books, 2002.
[Edición en castellano: El enemigo de la naturaleza. ¿El fin del capitalismo o
el fin del mundo?, Buenos Aires, Asociación Civil Tesis 11, 2005.]
2 John Bellamy Foster usa el concepto de
“revolución ecológica”, pero argumenta que “una revolución ecológica global
merecedora del nombre solo puede ocurrir como parte de una más amplia
revolución social; y, yo insistiría, socialista. Dicha revolución [...]
demandaría, como insistía Marx, que los productores asociados regulen
racionalmente la relación metabólica del hombre con la naturaleza. [...] Debe
inspirarse en William Morris, uno de los más originales y ecologistas
seguidores de Karl Marx, de Gandhi, y de otras figuras radicales,
revolucionarias y materialistas, incluyendo a Marx mismo, llegando tan lejos
como a Epicuro”. (“Organizing Ecological Revolution”, Monthly Review 57.5
(octubre de 2005), pp. 9-10).
3 Ver John Bellamy Foster, Marx’s Ecology.
Materialism and Nature, Nueva York, Monthly Review Press, 2000.
4 F.Engels, Anti-Dühring, París, Ed.
Sociales, 1950, p. 318. [Hay muchas ed. en castellano; cf.: México, Ediciones
Fuente Cultural, 1945, p. 284.
5 Joel Kovel, Enemy of Nature, p. 215 [ed. en castellano:
p. 222].
6 Ernest Mandel, Power and Money. A Marxist Theory o
Bureaucracy, Londres, Verso, 1992, p. 206. [Hay edición en castellano: El Poder
y el Dinero. Contribución a la teoría de la posible extinción del estado,
México, Siglo Veintiuno, 1994, p. 294.
7 D. Singer, Whose Millenium? Theirs or
Ours?, Nueva York, Monthly Review Press, 1999, pp. 259-260.
Superlinda la nota ...gracias Raúl. VAMOS POR EL ECOSOCIALISMO!!!
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