Invención política en vez de repetición
Invención política en
vez de repetición
Raúl Prada Alcoreza
¿Cómo aprender
las lecciones de la historia política,
sobre todo, del drama de las revoluciones modernas? ¿Cómo aplicar
este aprendizaje, evitando cometer
los mismos errores, evitando que la historia se repita, que las revoluciones terminen tragadas por las genealogías del poder? Parece que lo
primero que hay que hacer es lo que el mismo Karl Marx escribió en el 18 de brumario de Luis Bonaparte; la revolución proletaria no se inviste de
los oropeles, aureolas y los ropajes de las revoluciones
anteriores; es decir, no continúa con la mimesis
histórica, sino rompiendo con este hilo
de lo mismo; de postas que se pasan
la sucesión o descendencia entre revolucionarios.
La revolución proletaria altera esta historia, desecha la herencia; se asume como una nueva época, no solo con otros discursos y enunciados, con otros protagonistas,
que no son los héroes de epopeya, sino colectivos sociales sublevados.
Lo que llama la atención es que los marxistas, que se supone que son los
discípulos de Marx, hacen todo lo contrario de la sugerencia de Marx. Más bien,
se invisten de las glorias de las revoluciones
pasadas, convierten en protagonistas
a individuos carismáticos o clarividentes; si no son los nuevos cristos, son los intelectuales lucidos; la expresión más luminosa de la ciencia moderna. Los marxistas
mataron a Marx al hacer lo contrario de su sugerencia política.
Retomando las reflexiones
de Marx, la revolución es ruptura con lo anterior e inauguración
de lo nuevo. Bueno, esto no se puede
hacer sin aprender, sin la humildad
del aprehender, y la audacia de inventar y crear. Esta
tarea inédita contrasta con lo que han hecho los marxistas en el poder;
quienes en vez de inaugurar una nueva
época con otras estructuras, instituciones y herramientas, recurrieron al
Estado, a restaurar la máquina de poder
para sobrevivir. Les importaba esto, sobrevivir; ni siquiera eran los héroes de epopeya, quienes, según la trama,
se despojan de su vida, la arriesgan,
entregándose como gasto gratuito,
como dar, sin reciprocidad del don, como acto heroico. Su cálculo pragmático
los aproxima a los políticos de la burguesía derrocada.
Es sabido, a través de la anécdota, que enseña, que
Karl Marx no era marxista; dijo que
no era marxista, que no se reconocía
como tal. Así como el último cristiano
murió en la cruz, como interpretó
lúcidamente Friedrich Nietzsche, en el Anti-Cristo, podemos decir que el último
marxista, es decir, consecuente, fue
Marx; los discípulos derivaron en las
inconsecuencias repetidas y recurrentes de los dramas pedestres de la historia.
Entonces se trataba, según Marx, de ruptura histórica, política, económica,
social y cultural con las tradiciones
heredadas de las dominaciones históricamente dadas.
Esto es precisamente lo que no aconteció, desde la primera revolución proletaria, asumida como tal por la versión marxista. En la historia efectiva, no ideológica,
hubieron revoluciones proletarias anteriores;
la Comuna de París; antes, la guerra anticolonial de los esclavos
haitianos. Eran plenamente proletarios,
en la descomunal desmesura de la explotación
del trabajo, que desconoce incluso la condición
humana, en las condiciones de
posibilidad históricas y económicas de la acumulación originaria de capital. Antes, el levantamiento indígena panandino y la subversión indígena y mestiza en Nueva Granada. Eran el substrato del proletariado emergente, en la modernidad
barroca y el sistema-mundo
capitalista que se conformaba; que los redujo a condición de servidumbre, de pongos y de mitayos, en
los trágicos acontecimientos de la colonización y la acumulación originaria de capital. Por qué no triunfaron estas revoluciones proletarias anteriores, es
una problemática que tocamos en Acontecimiento político. No lo vamos a
retomar aquí, en este escrito. Lo que interesa es que la herencia marxista, no
siguió el consejo del maestro, del padre del marxismo; prefirió, pragmáticamente, hacer lo que hacen los
políticos de la burguesía; tomar el poder, preservarlo, recurrir a la maquinaria estatal para lograrlo.
Esta historia
de las revoluciones marxistas es
conocida. A modo de hipótesis
interpretativa, que reduzca o matice su responsabilidad
histórica, se puede decir que como se
enfrentaban ante lo desconocido, una
vez triunfada la revolución, además
de haberse dado en la geografía política
periférica de la geopolítica del
sistema-mundo capitalista, y no en el centro
industrial de este sistema-mundo,
los bolchevique buscaron resolver el
desafío mediante combinaciones entre lo conocido
y desconocido, inventando caminos de transición, que son conocidos como las tesis orientales. Donde no se puede matizar ni disminuir la responsabilidad es en las revoluciones que vienen después; salvo,
como dijimos, en la excepción que
confirma la regla, la revolución
cubana; que resolvió el desafío con la preservación y extensión del acto heroico. Es decir, con voluntad social; que no puede realizarse
sin contenido ético y
desenvolvimiento moral. En este caso,
la lucidez se encontraba en el acto, en la entrega, más que en la teoría.
Mucho menos se puede matizar en el caso de las revoluciones
barrocas, que combinaron liberación
nacional con revolución social.
Los populismos latinoamericanos
emergieron de sublevaciones sociales,
incluso de concepciones agraristas y
proletarias, que dejaban en claro sus interpretaciones anarquistas y
socialistas. El problema es que estas
revoluciones abigarradas, no
aprendieron las lecciones de la historia
política, sobre todo, del drama de
las revoluciones modernas. No destruyeron
el Estado, como lo hicieron las revoluciones
bolcheviques, rusa y china; aunque éstas, después, restauraron el Estado,
al que le dieron el nombre de Estado
socialista. Preservaron el Estado tomado, y quisieron usarlo como una herramienta técnica para lograr la
soberanía, la independencia económica y la profundización democrática, con
ribetes de revolución social. Al
encaminarse de esta manera, se enredaron en las marañas del Estado-nación
tomado, no destruido, que, además, era un Estado-nación
subalterno, condicionado por el orden
mundial de las dominaciones del sistema-mundo
capitalista.
Forzando la interpretación
y exagerando en la matización, se puede llegar a sugerir que, estos nacionalismos-revolucionarios,
intentaron, por lo menos, al principio, ser consecuentes, con programas de nacionalizaciones; que hacían como
cimientos materiales de la construcción
material del Estado-nación; no solamente base jurídica-política. Se puede tomar estas experiencias sociales y políticas, de la mitad del siglo XX, como
decursos dramáticos, en las condiciones y contextos de la llegada al poder de estos gobiernos populistas.
Lo que ya no se puede matizar es la reciente experiencia de los “gobiernos
progresistas”. Que, indudablemente, emergen en los contextos y coyunturas
intensas de la movilización social
anti-neoliberal; que adquiere formas
anticoloniales, por la presencia de las naciones
y pueblos indígenas, por la alocución anticolonial del pueblo nacional-popular. Gobiernos que llegan al poder por elecciones democráticas,
ganadas, en contextos generado por las movilizaciones
sociales anti-sistémicas y en defensa
de la vida. Que estos “gobiernos
progresistas”, además, identificados como del “socialismo del siglo XXI”, no
solamente hayan preservado la estructura
del Estado-nación subalterno
heredado, sino que, a pesar de contar con constituciones que establecían transiciones institucionales y transformaciones estructurales a otra forma de Estado, hayan reculado respecto
a su horizonte jurídico-político,
preservando y manteniendo la vieja estructura
estatal y colonial heredada, habla de por sí, de la voluntad de estos gobiernos y su clase política. No querían
cambios, ni mucho menos arriesgarse a hacerlo; estaban y están muy lejos del acto heroico y la entrega. Prefirieron el pragmatismo
político, el realismo político,
como método de “transformación”; método que no solo terminó siendo método de reforma, sino que incluso las reformas se anularon, sustituidas por simulaciones.
Hablar de revolución,
en estos contextos, sobre todo,
contando con los desenlaces dramáticos,
regresivos y decadentes, de los llamados “procesos de cambio”, como lo hacen
los intelectuales apologistas, es
desconocer los hechos, las estructuras de los hechos, sobre todo, los
desenlaces de los acontecimientos. Esta es una
adulteración y un forcejeo grotesco de lo ocurrido. Estos intelectuales son ideólogos
y apologistas de la decadencia; prestan su prestigio, ganado en la academia, para legitimar burdas simulaciones. Tienen de
ideólogos, pero, dejan mucho que
desear como intelectuales, diga lo
que diga su prestigio académico.
En todo caso, lo que está en juego no es el prestigio
de estos intelectuales apologistas,
tampoco la pervivencia de estos “gobiernos progresistas”, que parece que su
destino ya está concedido en el juego de
dados de los eventos dramáticos
de la crisis política; sino el porvenir de las sociedades y de los
pueblos.
Desde nuestra interpretación
activista, que no pretende ser verdadera, la actitud apologista es apostar a la derrota, con esos argumentos esquemáticos, simplones y dualistas,
de que el dilema es o “gobiernos
progresistas”, por más contradictorios
que sean, o imperialismo. De lo que
se trata no es de esta reductiva interpretación
de la historia política y social de
nuestras sociedades y pueblos; sino de lograr salidas emancipadoras a
la crisis múltiple de los Estado-nación subalternos. De liberar la potencia social de los
pueblos. ¿Cómo se hace esto?
No es, obviamente, repitiendo la historia; pasar de tragedias
a farsas, de dramas a comedias. Sino inventando caminos al andar. Por lo
tanto, hay que salir de la inhibición
ocasionada por el chantaje emocional:
o nosotros, los partidarios de la “revolución”, el gobierno “revolucionario”, o
ellos, la “derecha”, al servicio del “imperialismo”. Ni ellos ni los otros;
ninguno. Ambos juegan al poder,
reproducen el circulo vicioso del poder.
Las opciones que se invente con el pueblo, con la auto-determinación popular, con la autogestión y los autogobiernos,
que son, plenamente la democracia
efectiva. Lo que importa es la construcción
colectiva de la decisión política,
la construcción de los consensos,
sobre la base de deliberaciones; el aprendizaje social, la pedagogía política.
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