La revolución y sus máscaras
La revolución y sus
máscaras
Raúl Prada Alcoreza
No se mata a nombre de la revolución, si se lo hace, la revolución
ha muerto. Eso es lo que ha ocurrido con las revoluciones pasadas. No se confunda esta situación represiva con la coyuntura
o período de luchas; son situaciones y condiciones histórico-políticas distintas. Matar a nombre de la revolución cuando se está en el poder es
hacer lo mismo que cuando los regímenes
conservadores, liberales, dictatoriales militares, neoliberales, lo hacían;
asesinar a nombre del orden, de la
Ley, del Estado. Esto es simplemente terror
de Estado.
No se crea que porque se mata a nombre de la revolución el asesinato se convierte,
por arte de magia, por arte de las palabras, en acto “revolucionario”. Esto es
lo que siempre han dicho y han querido hacer creer todos los que han empleado
el terror para imponerse, cuando
precisamente eran impotentes. Esto es discurso,
es más, es justificación retórica del empleo de la violencia, en su tonalidad de terror.
Si la “revolución” institucionalizada,
es decir, el gobierno
“revolucionario”, recurre a la represión
sañuda, en la escala que requiere, llegando incluso a ser persistente,
duradera, además de nacional, es que ese gobierno
repite lo que hace todo gobierno; el
empleo del poder para preservarlo.
Ese gobierno tiene de
“revolucionario” solo el nombre; en la práctica, efectivamente, es un gobierno que responde a las lógicas del poder, que son lógicas de dominación. No son, desde ningún punto de vista, lógicas de liberación.
Que una forma de
dominación, se reclame “revolucionaria”, lo hace porque requiere legitimar sus acciones, que son acciones
de reproducción del poder. Pues la revolución como imagen transformadora tiene prestigio
simbólico y convocatoria entusiasta.
Lo paradójico se da cuando se usa
esta convocatoria histórica por
instancias que carecen de convocatoria,
de entusiasmo, de prestigio simbólico y de caudal ético.
La defensa de la
revolución es crítica, pues se
requiere sortear los problemas, aprender de los errores, corregirlos, encaminar el proceso; obviamente de manera colectiva y participativa, en forma
de pedagogía política. Cuando no
ocurre esto, cuando la defensa de la
“revolución” se pronuncia como apología,
cuando oculta los problemas, esconde
los errores y asume que la “revolución”
se realiza como una epopeya,
consagrando a “héroes” ungidos por el Estado, al abolir la crítica, ha descartado el uso
crítico de la razón y ha asumido la autoridad
que otorga el poder. La revolución no solo ha muerto, sino que
se ha convertido en una momia, que se
muestra al público, para que sea adorada, como se adora a todo fetiche.
Los que se autonombran como “revolucionarios”, exaltando
la defensa apologética y la sumisión ciega al gobierno “revolucionario”, son “revolucionarios” de pacotilla.
En realidad, son los inquisidores
modernos, los nuevos verdugos del pueblo; solo que ejercen este papel de terror a nombre de la “revolución”. La
que se convierte en una caricatura o en
una retórica en boca de impostores y
usurpadores.
Una de las tareas de la revolución triunfante es convocar y convencer a todo el pueblo;
convencer a la parte no convencida. Convencerla despertando su entusiasmo por las transformaciones, que implican emancipaciones
para todos. La revolución emancipa,
no encarcela, menos asesina. Si no pasa esto, si no se convence, si no se entusiasma, si no se libera, es que la revolución triunfante ha sido sustituida por una máscara grotesca,
que pretende ser lo que ha acallado.
Ahora bien, si la defensa
requiere de movilización, en contra
de una intervención foránea, es imprescindible hacerlo; si tiene que defenderse
de manera armada, es ineludible hacerlo. Pero, este hacerlo es también
colectivo, participativo y convocativo. Esta defensa es parte del entusiasmo
revolucionario, de a virtud de la revolución; virtud que entrelaza ética
y política. Cuando no ocurre esto,
cuando no hay participación colectiva,
cuando está ausente la pedagogía política,
el aprendizaje social, cuando no hay virtud, por lo tanto, no se articulan la
ética y la política, mas bien, se disocian,
tal como lo mostró Nicolás Maquiavelo al develar el carácter atroz de la política moderna, entonces no se está ante la defensa de la revolución sino ante la defensa de un régimen elitista; es más, corroído y corrupto.
Los disfraces
siempre son posibles en política. Que despotismos
se disfracen de “revolución”, que déspotas
se disfracen de “revolucionarios”. Trayendo como consecuencia la reproducción de las dominaciones, con
otros formatos, otros discursos, otros guiones y otros personajes; pero, que se
parecen a los anteriores, sobre todo, por sus prácticas.
Es necesario distinguir entre el carnaval y la poiesis social, la potencia creativa, la fiesta subversiva. Confundirlas es convertir
la estética transformadora en una burda catarsis. Esto es la banalización estruendosa de la revolución, reducida al tamaño de las miserias humanas. Hay gente que le gusta hacer esto, debido a la premura de goces soeces; goces infelices
debido a las frustraciones
acumuladas.
La historia
política moderna es proliferante en estas confusiones, así como también es ilustrativa en el drama de las revoluciones,
que al triunfar, son convertidas, por mutaciones
minuciosas, en estructuras de nuevas dominaciones. Los revolucionarios son sustituidos por funcionarios leales, la movilización
social anti-sistémica es sustituida por actos
oficiales y escenarios montados,
las transformaciones, que se dan, por
lo menos, en un principio, son sustituidas por programas y propagandas
sin transformación; repetitivas de lo
mismo, de la recurrencia estatal en el eterno
retorno del poder.
Es cierto que los que fueron derrocados no se quedan
quietos, no se conforman. En este sentido la lucha política continua o se extiende. Sin embargo, la lucha política con los derrocados
inconformes no se da en las mismas condiciones que se lo hacía cuando ellos
estaban en el poder. No se trata, por
lo tanto, de hacer lo que hacían para preservarse en el poder, reprimir, recurrir al terror,
usar el Estado para arrinconarlos, desterrarlos, peor encarcelarlos, mucho peor
matarlos. De manera distinta, se trata de dejarlos sin convocatoria, ganarse a su auditorio,
que es otra parte del pueblo, aunque no sea la mayoría. La revolución
es para todos, para todo el pueblo; su sentido universal radica en este horizonte
y alcance; la revolución es para liberar
a la humanidad de sus cadenas, de sus
ideologías, de sus restricciones y de
sus banalidades. Si esto no ocurre, si, mas bien, en vez de ganarse a la otra
parte del pueblo, se pierden partes del pueblo, que conformaban las multitudes
de la convocatoria revolucionaria,
entonces no hay tal revolución; lo
que hay es otra dominación a secas. El
pueblo se desencanta, encuentra analogías con épocas anteriores. Una parte del
pueblo, se mantiene fiel, pues no renuncia a sus esperanzas; otra parte del
pueblo queda desconcertado y prácticamente neutralizado, y otra parte del pueblo
se desplaza a la “oposición”. Pasa lo que pasa con todo gobierno de las clases dominantes; se desgasta.
La ideología
no solamente es fetichismo, la realización del fetichismo, sino también es enmascaramiento; encubre una regresión
como si fuese progresión, inviste a
la decadencia como si fuese revolución. Esa es la función de la ideología; cosificar,
hacer que las relaciones de poder,
es decir, de dominación, se presenten
como relaciones de la potencia social, es
decir, de liberación. Las relaciones
políticas, en pleno sentido de la palabra, que deberían ser democráticas, participativas, colectivas,
son suplantadas por relaciones
burocráticas, relaciones entre jerarcas, entre fraternidades de machos, cómplices de sus dominaciones masculinas y de roscas.
La responsabilidad revolucionaria es reconducir el proceso en crisis o
estancado. ¡La lucha continua! La revolución no ha concluido; no hay fin de la historia. Si la revolución ha sido llevada a su agonía
por los usurpadores y restauradores disfrazados
de “revolucionarios”, es urgente buscar su cura y revitalización. Si la revolución ha muerto, pues la crisis múltiple política ha llegado
lejos, es tarea ineludible inventar otra revolución.
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