¿La guerra o la paz?
¿La guerra o la paz?
Raúl Prada Alcoreza
¡Qué pregunta! Parece
inocente; pues sin entrar en honduras, se espera que la respuesta coherente,
dada la pregunta, suspendida de los contextos
singulares y las coyunturas de crisis y de beligerancia, sea la paz.
Aunque siempre se va a encontrar quienes opten, mas bien, por la guerra. Sin embargo, se trata de
preguntarse, si se quiere, filosóficamente;
aunque también, en contraste o complementando, pisando tierra, preguntarse en el terreno de una situación bélica específica. Comenzaremos con la
reflexión filosófica.
Según Emmanuel Lévinas,
la guerra es el supuesto de la filosofía; se trataría de una filosofía que acompaño a la guerra, si es que no la promueve[1].
Que de lo que se trata es de la alteridad
del otro, de la otredad, de entregarse al prójimo
o, mas bien al otro, a su alteridad. En este sentido, la relación de apertura, que se descentra de la relación de clausura, con uno
mismo, que se sale de la egología,
para ingresar a una relación abierta
con el otro y la otredad, sería una relación
que funda una filosofía otra, otra filosofía; que parte de la develación del otro y promueve la alteridad
del afecto, de la integración al otro, a la otredad. Podríamos considerar,
provisionalmente, a modo de hipótesis,
que esta alteridad tiene que ver, de
algún modo, con la paz. Pues se trata
de otra filosofía, que se contrasta
con la filosofía de la guerra.
Bueno, esta es una
manera de abrir otro horizonte,
distinto al horizonte de la guerra.
El horizonte de la alteridad existencial
del otro. La guerra habría
supuesto, mas bien, su extinción o,
en menor intensidad, su subordinación,
su subsunción, al mundo de lo mismo, del mismo, del
despliegue de la egología. En cambio, la paz, forzando la interpretación, supone abrirse e integrarse a la
otredad. Sin embargo, se puede
plantear el dilema de otra manera. No para oponerse a la propuesta de Lévinas,
sino para compartir la problemática,
a partir de distintos enfoques, que
hasta pueden complementarse.
El enfoque que sugerimos, incluso antes, en
otros ensayos, es que la guerra y la paz,
forman parte del esquematismo dualista,
dando lugar, a pesar de su contraste, a la paradoja
de que los opuestos, los antagónicos, los enemigos, que se complementan. Hablamos de la guerra,
en su desmesura, y de la guerra en la
filigrana de la paz. Algo así como que la política es la continuación
de la guerra. El enfoque sugerido
es que hay que ir más allá de la guerra y
de la paz; hemos propuesto este más allá como armonía, incluso como sincronía.
La guerra es la confrontación de fuerzas más cruenta e intensa, entre enemigos, que no encuentran otra forma
de relacionarse más que ésta, la de la conflagración. No encuentran otra manera de resolver sus problemas. La guerra los enfrenta a muerte,
pero, también, los funde, como si
fueran un solo cuerpo, según cierta
interpretación filosófica; que ve en la lucha
a muerte, entre enemigos, una fundición de los mismos en el acto y la experiencia de la guerra[2]. Los enemigos
mueren juntos, entrelazados; comparten la muerte. Antes compartieron el ardor, la pasión, la compulsión, del enfrentamiento; incluso hasta el miedo. Sin embargo, esta tesis
observa, que esto pasaba cuando los enemigos
se veían; en las guerras recientes,
en cambio, ya no se ven; sugiere la desaparición del enemigo.
Asombrosa interpretación, el enemigo desaparece cuando la guerra,
transformada por la tecnología de
destrucción, no hace visible a los enemigos; no se ven; operan en mapas
virtuales, deciden ante informaciones digitales; la guerra se da sin verse. Se podría decir a ciegas, si es que esta
imagen no resultara decodificada como
la ausencia de vista. No es esto lo que ocurre. Se ve, pero no al enemigo concreto, sino a sus señales,
que aparecen en los operadores. Sin
embargo, habría que decir, que los resultados de la destrucción son visibles
y palpables, además de sufridos por
las poblaciones afectadas. No desaparece
el enemigo pues se lo sigue atacando, se lo sigue matando. Lo que se ha
transformado es la guerra.
Mientras la relación se mueva en la oposición y antagonismo entre amigo y enemigo, habrá guerra
y habrá política. Ambas se dan en referencia a la definición del enemigo.
De lo que se trata es de salir de este esquematismo
dualista del amigo y enemigo. La paz no deja ser una especie de tregua, de corto plazo, de mediano plazo
o de largo plazo. Para decirlo categóricamente, exagerando, la guerra solo puede desaparecer si desaparece,
efectivamente, en el ámbito de las relaciones, el enemigo. Ciertamente, también desaparece
la política, en sentido restringido, en sentido institucional.
Pregunta: ¿apostar a
la guerra no es lo mismo que apostar
a lo que apuesta contra lo que se lucha, para no llamarlo enemigo? ¿No es reproducir
con él, llámese o no enemigo, lo
mismo, la guerra? ¿No es esto ser cómplice de una producción conjunta entre enemigos?
¿No comparten la misma producción y el mismo fenómeno desencadenado, el de la muerte? ¿No son ambos discípulos de la muerte? No es que
se funden los enemigos, que se enfrentan a muerte,
sino que son co-productores de un
fenómeno destructivo que comparten. Se unen, por así decirlo, en la producción de la muerte.
Otra pregunta: ¿Los “revolucionarios”,
que luchan por la justicia y, también
deberían luchar por la libertad,
tienen que apostar a la guerra para
hacer la revolución? Por lo menos, en
las primiciales enunciaciones se decía que la apuesta es por la paz, contra la guerra; incluso poniendo nombres específicos, contra la guerra imperialista o de los imperialismos. El tema es que las revoluciones se han visto involucradas
en guerras; ciertamente de defensa, aunque después, cuando se
consolidaron, tampoco dejaron de optar por guerras
de ataque y ocupación. ¿Qué pasa con la revolución cuando se involucra en la guerra? ¿Sigue siendo revolucionaria o ha caído en lo que caen
las potencias beligerantes, los imperialismos?
Son preguntas a las que se tiene que responder; obviamente no desde la ideología, no desde la propaganda ni la
panfletaria; sino honestamente, tratando de descifrar
las situaciones comprometedoras.
No se trata de renunciar a la defensa, que es una responsabilidad
revolucionaria; sino de comprender los condicionamientos de las situaciones y el efecto de sus dinámicas en la praxis revolucionaria. Por ejemplo, no parece consecuente, con la concepción emancipadora, liberadora y de convocatoria de la revolución,
el optar por prácticas violentas, que buscan el impacto y la
conmoción; entablando un lenguaje del
terror, aunque se le dé el nombre de “terror revolucionario”. Este método es análogo al método del terror de Estado, al terror implementado por las clases
dominantes, en momentos de crisis;
acudiendo a sus procedimientos y dispositivos de emergencia. ¿Este parecido no
acerca, mas bien, a dominantes y combatientes por los dominados? ¿Esta proximidad y parecido
no muestra que los combatientes
vencedores, ya en el poder, no se
parecerán a los dominantes derrocados?
Este es el tema; de ninguna manera el postulado
pacifista.
No basta ni es
suficiente estar comprometido con la causa o con las causas de las emancipaciones
y liberaciones, de entregarse de lleno, de poner
el pellejo, como se dice; es también indispensable y necesario realizar el compromiso en el ejercicio de las prácticas y en las acciones. Cuando las prácticas
no realizan el compromiso, cuando,
mas bien, se vuelven parecidas a los procedimientos y métodos que emplea la dominación, parece que el efecto
esperado es otro; no el de la emancipación,
sino otra vez, el de la dominación. Es
menester reflexionar y discutir sobre
estos tópicos; la incidencia en los acontecimientos parece depender de las formas y cualidades de la
praxis. Sobre todo, cuando se trata
de salir del círculo vicioso del poder.
Ahora, yendo a la reflexión considerando situaciones concretas, retomaremos las
reflexiones sobre la guerra y la paz
en Colombia. En La guerra y la paz[3] escribimos:
Una larga guerra,
dilatada en décadas, como deteniendo al país en la eternidad de la violencia.
Guerra cuyos comienzos no se olvidan; empero, se borran sus perfiles, que
fueron claros al inicio. Guerra cuyos horizontes se pierden en la bruma; que
quizás fueron definidos de una manera, mas bien, nítida, que, sin embargo, se
volvieron confusos, después de tantos años de guerra. Cuando después de esta
larga guerra, que deja agotados a los contrincantes, al pueblo, a la sociedad,
cansados de muertos, de heridos, de desaparecidos, cansados de las
consecuencias destructivas de la violencia desatada, llega la promesa de la
paz, como un acuerdo logrado, discutido durante otros buenos años, es como luz que alumbra al final del túnel.
El Acuerdo de Paz
entre las FARC y el gobierno colombiano, firmado en la Habana, es esta luz al
final del túnel. Un acuerdo, difícil de lograrlo; empero, logrado al fin.
Aunque sea solo eso, acuerdo; documento firmado por ambas partes y los
garantes. Esto, ciertamente, no es la paz; sin embargo, es un compromiso para
desplegar las voluntades encontradas para alcanzar la paz, poniendo lo de las
partes todo lo que se pueda para lograrlo. Sabemos, que esto no basta; como
dice el refrán popular: el camino al infierno está sembrado de buenas
intenciones. Lo que ocurra no depende del documento firmado, de los acuerdos
logrados, incluso de las voluntades puestas, aunque sea al inicio. Lo que
ocurra o pueda ocurrir depende de lo que haga el conjunto de la sociedad, el
conjunto del pueblo, de la acumulación de voluntades singulares, puestas en
escena; así como de sus prácticas desplegadas, de las fuerzas desenvueltas y,
obviamente, de las correlaciones de los campos de fuerzas. Depende del pueblo,
en pleno ejercicio de sus libertades y haciendo respetar sus derechos,
ejerciendo la democracia, el que se cumpla con el acuerdo logrado; haciendo,
además, que este acuerdo se efectivice, realizando la oportunidad
histórica-política aprovechada[4].
Queremos hacer algunas
anotaciones al respecto, de la anterior reflexión,
que se encuentra en La guerra y la paz.
Una primera, si los problemas que
generaron la guerra no se resuelven a
través de este recurso extremo de los campos
de fuerza, en choque bélico, entonces, parece que lo más conveniente es
detener la guerra; buscar la paz, que es como la guerra suspendida en la filigrana
de la paz. Se trata de replantearse la comprensión
y el entendimiento de la formación social, de la región y el
mundo, en la coyuntura de los espesores del presente[5].
Se trata, así mismo de replantearse la praxis,
pues las prácticas anteriores no
llegaron a buen término.
La segunda, es indispensable
tener en cuenta las transformaciones
habidas en el sistema-mundo y en la geopolítica del sistema-mundo capitalista
extractivista, además en su matriz
cultural, que es la civilización
moderna. Construir la acción
colectiva en correspondencia a esta comprensión, entendimiento y
conocimiento. No hacerlo equivale a creer que todo sigue como cuando se elaboró
la teoría en uso, apostando a que se
hace lo mismo que antes; por lo tanto, embarcándose en una derrota.
Tercero, optar por la
desesperada, en condiciones de estancamiento
de la guerra, de la lucha o, en menor intensidad, de la política, por intensificar la violencia, no es más que mostrar las
profundas falencias, no resueltas,
los grandes desconocimientos no
enmendados, los graves errores no
corregidos. Además, esto implica optar
por el terror, por la violencia desmesurada, que comparten
unos y otros, los de antes y los de ahora, los de un lado o de otro. Todos se
parecen, en esto de trasmitir este síntoma
patético de la impotencia[6].
Cuarto, la paz es, ahora, en la coyuntura
álgida, de crisis ecológica, de decadencia de la civilización moderna, de la debacle
del sistema-mundo capitalista
extractivista, cuando el imperio
tiende compulsivamente a la beligerancia,
inventando guerras de laboratorio o
interviniendo en guerras policiales, un
detente a estas ansias desmesuradas de descargar su exceso inútil de poder
destructivo. No coadyuvar a la paz,
es alentar y contribuir a esta compulsión imperial del orden mundial de las dominaciones.
Quinto, si se ha logrado un acuerdo de paz, que no es lo mismo que
la paz, efectiva, es un avance,
además de ser una lección; la que
muestra que, a pesar de la intensidad, extensidad y larga duración de los
enfrentamientos, las enormes contradicciones y marcados antagonismos entre los
campos enfrentados, se puede llegar a un acuerdo;
después de una larga discusión - acuerdo difícil, por cierto, además de
perfectible, con sus limitaciones y quizás falencias discutibles; sin embargo,
comienzo de otro camino y no el de la guerra,
que ya no conduce a nada, salvo a la destrucción
y a la muerte, en las condiciones y
circunstancias mencionadas -, la tarea que parece conveniente y consecuente es
apoyar el acuerdo, coadyuvar a su
consolidación, mejorarlo con la participación del pueblo. No boicotearlo, ni
ponerlo en peligro; esto, mas bien, ayuda a fortalecer a las posiciones
intransigentes conservadoras, que quieren continuar la guerra, pues en ella ganan económicamente, se benefician con
expropiaciones de tierras a campesinos y pueblos, se benefician con la venta de
armas y los monopolios de los tráficos del lado
oscuro del poder.
[1] Revisar de Emmanuel
Lévinas: Lévinas, Emmanuel (1991). A.
Machado Libros. Ética e
infinito. Humanismo del otro hombre. Caparrós Editores. Totalidad
e infinito: ensayo sobre la exterioridad. Ediciones Sígueme.
[5] Ver Espesores del presente. Parte de la
serie: Geopolítica regional; El presente aterido al pasado; Espesores coyunturales; Devenir
y realidad; Crítica de la razón decolonial Convocatoria de la vida.
[6] Ver La política generalizada del terror. http://dinamicas-moleculares.webnode.es/news/la-politica-generalizada-del-terror/.
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