La labor de los llunk’us

La labor de los llunk’us

Raúl Prada Alcoreza



La labor de los llunkus



(Este escrito fue publicado en octubre de 2015)










¿Se pueden definir roles para tipos de conductas, es decir, para perfiles de personas de acuerdo a tipos de conductas? Para que ocurra esto tendría que darse una institucionalización de roles con estas características, como ocurre para otros roles sociales. Sin embargo, esto no se ha dado; lo que ocurre es que el sentido común aprecia tipos de conductas, casi como define tipologías de personas, de acuerdo al tipo de conductas. Desde esta perspectiva, el sentido común como que clasifica según esta improvisada tipología y hace como si interpretara roles sociales; es decir, hace como si estos roles soterrados se dieran socialmente.  Entonces estamos hablando de interpretaciones del sentido común; interpretaciones que son reconocidas como certezas sociales, incluso saberes populares. Estas apreciaciones sociales son expresadas en el lenguaje usual, incluso en discursos más o menos elaborados, sobre todo, políticos, o en las retóricas callejeras. Entre estas apreciaciones aparece la clasificación popular de lo que se nombra, según los regionalismos y localismos, como adulador, zalamero u otros denominativos más figurativos como “tira-sacos”; en Bolivia, con la influencia del aymara y el quechwa, se nombra como llunk’u. Al respecto, intentaremos describir los “roles” que les atribuye el sentido común a los llamados llunk’us, aunque lo haga de una manera no elaborada, sino espontánea, mientras nosotros, al interpretar pequemos de elaboración teórica.

Se ha vuelto recurrente este apelativo de llunk’u en el campo político, sobre todo, cuando se discute y se interpela en las pugnas sindicales. De todas maneras, el uso del término se ha vuelto común en la discursividad cotidiana, más marcadamente en unas regiones que en otras, particularmente en la región andina. Aunque la semántica del término adquiera una polifonía, pues se alude tanto al adulador como al sumiso, tanto al zalamero como al oportunista, así como al servil. Recientemente, en el periodo de las gestiones del “gobierno progresista”, el término en uso señala a los serviles al gobierno, que están muy lejos de efectuar alguna tibia crítica a cualquier error político y, mas bien, son los más desgañitados personajes en alardear sobre su lealtad al caudillo y al “proceso de cambio”. A propósito, en Psicología del llunk’u escribimos:

Crecen a la sombra del caudillo. Paradójicamente viven opacados por el brillo del líder; quien, en vez de calor, los alimenta de frío. No son auténticos ni veraces; solo emulan los deseos del que vanaglorian como Dios o como padre de todos. Por eso, consideran “traición a la patria”, cuando escuchan críticas u observaciones, ya sea al caudillo o a su gobierno, que creen que es la cúspide de la política. Nunca argumentan, solo se resienten y hacen escuchar su resentimiento bulliciosamente, para que les escuche el caudillo y los tenga en cuenta. Creen que la lealtad es idolatrar todos los actos y rasgos del caudillo; para ellos no hay errores, ni contradicciones. Estos atributos son invento de los “traidores” o de los “conspiradores”, vengan de donde vengan, de las “derechas” o de las “izquierdas” radicales, que para ellos se les antoja que coadyuvan a los planes de la “oligarquía” o del “imperialismo”. No se sabe por qué, pero, así es, indiscutiblemente[1].


Quizás esta descripción destaque fehacientemente un estilo de llunk’u preponderante en el “gobierno progresista” y en el Movimiento al Socialismo (MAS), que además abarca a la dirigencia sindical afín al partido oficialista. Al respecto, también hicimos notar que no se trata solo de una zalamería sumisa, sino que consiste en una estrategia de poder; la masa elocuente de llunk’us despliega una estrategia de poder precisamente a través del servilismo. El más zalamero, no solamente ante el jefe supremo, sino ante los otros jefes, subordinados de la escala jerárquica de la estructura de poder palaciega, se convierte en el feroz déspota ante sus subordinados, incluso destila una bronca frenética contra los dirigentes que se animan a observar errores, peor si son contradicciones políticas.

El texto citado continúa:

En el fondo, saben que dependen del caudillo; por eso, requieren que esté siempre presente, como en el cielo. Confunden la permanencia con la eternidad en el poder. Sin el patriarca otoñal no podrían ser algo, alguien, pues no tienen cualidades naturales, carecen de cualidades propias, pues han aprendido a simular bien. Incluso, cuando conviene que el líder se retire a sopesar, para evitar su desgaste, y volver más fuerte al escenario político, prefieren mantenerlo, como cuando a un enfermo terminal se lo mantiene artificialmente. Este es un ejemplo exagerado para ilustrar.  En este caso, si bien viven y sobreviven por el caudillo, al mantenerlo, de esta forma al jefe, le hacen pagar un costo alto, su desgaste continuo, después escabroso, para poder sostenerse ellos todo lo que se pueda estirar el elástico de sus dominios usurpados.  

Paradójicamente el llunk’irio se convierte en una telaraña que atrapa y aprisiona al caudillo. El jefe supremo está rodeado por aduladores, que queriéndolo o no, más probable es que no se den cuenta, se vuelven en las sombras que lo rodean como agobiantes límites de su accionar. Este quizás sea el costo del ser servido, del ser adulado y atendido hasta en sus mínimos detalles, ocultándole aquello que pueda molestarle, incluso información de lo que acontece. Esta es una de las paradojas del poder, entre muchas otras. El supremo se halla rodeado por sus serviles y sumisos colaboradores y la masa elocuente de llunk’us, el emperador se encuentra prisionero de sus eunucos.

Seguimos con el texto:

Como en las guerras sagradas de las celosas religiones, cuando se atenta contra su verdad o se la cuestiona, acudiendo al argumento de pecado con Dios, acusando de deicidio, usan el argumento de “traición a la patria”, pues el caudillo es la patria; por lo tanto, ellos son la patria, que hay que respetar sin miramientos, como devotos chauvinistas. La patria se les antoja una vitrina de adulaciones y peregrinas figuras de museo. Su imaginario llega donde llegan sus alabanzas; para ellos se ciega su visión en el espejo. El mundo es la imagen en el espejo de su devota entrega a las compulsiones delirantes del caudillo y a las pulsiones de muerte del poder.

Sin embargo, el caudillo no es el único que cae en su propia trampa, sino también los llunk’us, pues terminan enredados en sus propias telarañas. Porque ellos forman parte de la ceremonialidad del poder, terminan creyendo que la realidad se circunscribe en las esferas de la ceremonialidad. Creen en el espectáculo que brindan las ceremonialidades, fuera de terminar creyendo en los espectáculos que montan. Ya no pueden distinguir entre publicidad y realidad. Como dependen del destino del caudillo, el desiderátum de los lluk’us está atado a este destino. El caudillo, en la medida que mira la realidad desde la burbuja del poder, solo logra ver las membranas de la burbuja que hacen de espejo, solo ve sus propias ilusiones como corroboradas en figuras sin carne; figuras que cantan sus “logros” como rondas de cantos apologéticos, entonces el caudillo queda indefenso y vulnerable ante el clima beligerante desatado por el calentamiento social. El crepúsculo del caudillo es también su crepúsculo, la caída del caudillo es también su caída.

El texto culmina así:

No se dan cuenta que ocultan a su líder la efectiva realidad, compleja, profusa y paradójica. Por eso no atinan a resolver problemas sino a ocasionar más problemas con su actitud incierta, descomedida e indigna.  Al final son ellos los que entierran al caudillo, después de haber mirado con ojos claudicantes su cuerpo simbólico, que oculta el cuerpo humano.

El llunk’irio está también atrapado en su propio laberinto. A veces se descarga con furia, cree que la salida es violenta; agredir a los que contradicen al jefe supremo y al “proceso de cambio”. Usurpan funciones, toman iniciativas de atacar a los colectivos movilizados, a los pueblos y naciones indígenas, que exigen el respeto a sus derechos consagrados en la Constitución. Ahora lo hacen con la máxima dirigencia de la COB, la desconocen porque les viene en gana desconocerlo, pasándose por la borda estatutos orgánicos y a las 22 organizaciones componentes. Creen que tienen derecho solo por el hecho de ser fieles y leales al caudillo y al “proceso de cambio”. Les importa un comino lo demás, el problema en cuestión, la crisis política y de legitimidad; ni se les pasa por la cabeza comprobar si hay o no vulneración de la Constitución, como alegan los que consideran detractores. Para ellos lo importante es desgarrarse las vestiduras y hacer buena nota ante el jefe supremo. Los llunk’us forman una fraternidad de machos alevosos, seducidos por la prebenda y los micro-poderes de los que disponen.
En Condena al imaginario llunk’u escribimos:

También forman parte de máquinas de poder estas prácticas de adulación, de sumisión y subordinación de los zalameros de jefes. Incluso ampliando, con la condición de introducir descripciones más completas, se puede incorporar a partidos, a partidos-Estado, a “ideologías” absolutistas.  Entonces se hablaría de dogmatismos ciegos al partido y a la ideología del partido. Hasta ahora se ha entendido estas prácticas aduladoras como si tuvieran su origen sólo en el comportamiento servil y sumiso, en la falta de dignidad; pero, no. No parece que sea solo así, que tenga que ver con la falta de ética, de moral y decoro individual de esta gente dedicada al culto del jefe, sino que, lo condicionante, parece ser que se trata de roles, de estructura de roles, establecidos en máquinas de poder. Si no cumplen unos esos papeles, otros lo hacen. Aunque varíen de acuerdo a sus perfiles personales y, quizás, de acuerdo a sus siluetas particulares, al mayor o menor decoro, a mayor o menor iniciativa propia o, caso contrario, indiferencia galopante, los papeles se cumplen. Pero, ¿qué clase de roles, qué clase de papeles son estos?
No se trata tanto, por cierto, como se ha creído, de convencer a la opinión pública de que el jefe es el caudillo, de que el caudillo es el mesías político, de que está en curso un “proceso de cambio”. Introduciendo la ampliación de la que hablamos, diríamos, de que el partido es la vanguardia histórica, la conciencia histórica, el horizonte epistemológico del momento; el Estado revolucionario es la emancipación en curso, si no es ya la realización, por decreto, de la sociedad sin clases.  Pues esta tarea, en todo caso está mal efectuada; no es convincente.  ¿Se trata de convencer acaso al jefe que ellos son consecuentemente leales, fieles, indispensables? ¿Requiere esta demostración el jefe?  Siguiendo con nuestra ampliación, ¿de convencer al partido que son los militantes puros, profesionales, dedicados? En todo caso, no parece ser lo más indispensable. Lo que parece, mas bien, importante, es mantener las burbujas de los climas y atmósferas cerradas del poder; es menester mantener el equilibrio interno de las temperaturas y los climas, en una relación adecuada con los climas, atmósferas y corrientes externas a las burbujas; es menester preservar las burbujas, reproducirlas, aferrarlas a sus existencias. La tarea entonces de estos funcionarios de la subalternidad, la sumisión, la adulación y las zalamerías, es preservar las burbujas frente a las contingencias[2].


Entonces, un rol de los llunk’us es preservar las burbujas frente a las contingencias. Pero, ¿qué pasa respecto al mundo efectivo?, ¿cuál es su rol? Revisando la historia de las revoluciones en la modernidad, observamos que el rol respecto al mundo efectivo es contener, detener y terminar con la revolución desatada. Lo hacen, a diferencia de los que se declaran explícitamente contra la revolución, desde adentro. A no ser que se crea en las “teorías de la conspiración”, que reducen el mundo a la secreta actividad de “logias” o grupos poderosos, ocultos entre bambalinas, lo que es por cierto una trivialidad, si es que se llaga a considerar a esto teoría, no parecen actuar de esta manera conscientemente, sino es el resultado dramático de una vocación de condescendencia y de servilismo. Lo hacen, a diferencia de los que se declaran abiertamente contra la revolución, desde adentro.

¿Por qué ocurre esto? Porque en el mundo efectivo su papel no es el que se atribuyen ellos mismos, “salvaguardas de la revolución”, sino que responden efectivamente, quiéranlo o no, a diagramas de poder inherentes en el sistema-mundo capitalista extractivista, comprendiendo las regiones de su geopolítica de dominaciones. En la textura de mediaciones, que incide en sus comportamientos, se encuentran las ideologías que comparten, como climas representativos, se encuentran los prejuicios ateridos, inscritos en sus cuerpos institucionalmente y asumidos por singularidades localistas o de estratos particulares sociales. Por ejemplo, lo que nombra, toca, unge de institucionalidad, legitima el poder, consideran que es la realidad; no hay un más allá de esta realidad producida por el poder. Ese más allá es invento de la “conspiración”, que tiene mil rostros.

La “idea” que tienen de la revolución es la imagen que llega a ellos de la misma. En unos casos puede ser la imagen que corresponde a la propaganda revolucionaria; esto ocurre en la militancia poco propensa a la crítica. En otros casos, puede la imagen corresponder a las figuras de grandeza o de gloria, que queda después de filtrado el contenido romántico; en este sentido, la revolución es un referente histórico y algo así como una autoridad moral; esto pasa en quienes se incorporan a la revolución institucionalizada desde una vocación por el orden, que llaman nuevo orden. Toda la magia y la seducción que contiene el romanticismo ha desaparecido, este contenido estético queda para los revolucionarios que asumen la revolución como potencia creativa de la sociedad, que, por cierto, están lejos de los termidorianos.  Son los que van a ser acusados desde “radicales” desubicados hasta “conspiradores”, cómplices del “imperialismo” y la “derecha”. Estamos en una suerte de clasificación perentoria de las imágenes esquemáticas que comparten los llunk’us, de toda clase, de todo tipo y de todo estilo.

En los imaginarios más vernaculares la revolución aparece como encarnada en el caudillo. El caudillo, su imagen, expresa la revolución misma, se convierte en el símbolo de la revolución. En este estrato la revolución ha sido convertida en una religión; por eso, el caudillo se aproxima a la figura de mesías.  Este quizás es el estrato más popular y más extendido; una buena parte del pueblo se inclina a interpretar desde el imaginario milenarista lo que acontece, cuando se da un levantamiento popular y coincide con la convocatoria del mito, la del caudillo. No podríamos denominar a este apego vernacular a la memoria religiosa, incorporada en los habitus, como parte de las estratificaciones del llunk’irio; pues la decodificación del caudillo como mesías político se da en términos de expectativa, de entusiasmo y usando la interpretación barroca popular como dispositivo simbólico en la propia voluntad desenvuelta de la movilización. Sin embargo, si bien, en principio, la incorporación de contingentes populares, a través de esta interpretación barroca, impulsa la movilización social y el apoyo a procesos deconstructivos y diseminadores abiertos, a partir de un momento se convierte en obstáculo político para continuar la lucha y las transformaciones estructurales e institucionales. La revolución no institucionalizada, la revolución como tal, como proceso de transformación incontenible, requiere de la autonomía popular, de sus iniciativas, de sus capacidades inventivas, de su potencia, de su madurez política, del uso crítico de la razón. No un pueblo creyente en la realización misionera del caudillo, que no tarda en develar sus limitaciones, su terrenalidad y sus contradicciones.

Como en contraste de estos imaginarios de la revolución, donde todavía anima un ánimo utópico, por más acortado que ya se encuentre, están los imaginarios que podemos denominar pragmáticos. Por ejemplo, hay quienes consideran que se trata de la oportunidad; que ahora les toca a “ellos”, que fueron marginados, discriminados y excluidos de las bondades del “desarrollo”. Entonces, de lo que se trata es de hacer lo mismo que la élite derrotada y expulsada del poder, solo que ahora son “ellos” los que aprovechan estas bondades, los que fueron excluidos. Este imaginario ya tiene que ver muy poco con la revolución, casi nada, salvo lo de la sustitución de élites, si se considera esto un cambio. No es el anterior el imaginario más trivial, pedestre y chabacano; hay otro, que corresponde a los que entienden oportunidad como posibilidad de beneficiarse, hayan sido o no excluidos antes. Este estrato está lleno de tránsfugas.

Como se puede ver, estamos ante una gama de imaginarios conservadores de toda clase y tonalidades, que obstaculizan los procesos liberadores, innovadores y creativos, deteniendo la marcha de las transformaciones.













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