Preguntas imprescindibles
Preguntas imprescindibles
Raúl Prada Alcoreza
Dejemos por un rato
el espectáculo político, situémonos donde
estamos, en el mismo lugar de la experiencia
propia y social, y preguntémonos sobre qué hacemos, qué hemos venido a hacer en
el mundo que nos toca experimentar. Preguntas,
por cierto, importantes, que nos colocan en la cuestión del sentido mismo del ser, usando este enunciado heideggeriano. No se trata de encontrar
la respuesta metafísica, que
resultaría no solamente abstracta sino una escapatoria al sentido mismo de la pregunta. Se trata de preguntas que apuntan al tiempo perdido y, por otra parte, a la búsqueda del tiempo perdido, por lo
tanto, de la recuperación del tiempo
perdido.
Lo que acabamos de
decir asume que hemos perdido el tiempo;
hemos perdido el tiempo en banalidades,
en dedicaciones y prácticas ambiciosas, pero solo desde la perspectiva ideológica o si se quiere, más pragmáticamente, del interés. Al final, se hayan logrado o no
los objetivos, el problema radica en
la insatisfacción, si se quiere, para
decirlo filosóficamente, en el vacío,
en esta sensación de vacío o de inutilidad.
¿Para qué? ¿Para qué todo lo que se ha hecho? Si, al final, se descubre que lo que
perseguía no era más que una presentación ante los demás, al que hace de público
o de espectador exigente, de acuerdo
con los código, valores y prejuicios vigentes; se trata de actuaciones ante el
exigente público. La vida vivida se
resume a haber satisfecho la demanda del público,
que quiere héroes, villanos, verdugos, víctimas. Un público que quiere asistir
al teatro de la crueldad.
La vida de uno o de
una se habría convertido en una constante actuación para los demás, para el público exigente. Claro que no se puede
hablar del público en general, como
si fuera uniforme y homogéneo; el público
es diferencial, conforma distintos
estratos, ámbitos del espectáculo y del teatro social. En unos casos se exige tragedia, en otros casos se exige drama, en otros solo diversión, aunque ésta sea un jolgorio
banal. Por ejemplo, para acercar las preguntas a lo concreto, ¿para qué
enriquecerse de una manera desmesurada?, ¿qué se obtiene, llenar los vacíos
existenciales? ¿Para qué concentrar
tanto poder descomunal en sus manos?, ¿Qué se logra, el reconocimiento absoluto
de la supremacía individual, la sumisión absoluta de todos los mortales? ¿Y con
este dominio absoluto, institucionalizado, se llega alcanzar la felicidad o mas
bien la desdicha inconmensurable? La trivialidad de estos objetivos, tan
cotizados por el sentido pragmático y hasta oportunista de la gente, ¿nos
muestra la opción adormecerte del autoengaño y la autocontemplación? Se trata
de comportamientos destructivos y autodestructivos; del desenvolvimiento
de la voluntad de nada, del
vaciamiento mismo de la experiencia
social, convertida en historia,
la narrativa moderna, que reduce la
memoria social a los relatos del
poder.
A todas luces, lo que
ha faltado, en las historias sociales, políticas, económicas, culturales, de la
modernidad, es humildad y asombro, la capacidad de aprender. La historia
moderna, si la desciframos, mediante una evaluación detenida y reflexiva, nos
presenta a un sujeto social hedonista,
enamorado de sí mismo, autocomplaciente,
que se considera el fin de la historia,
es más, el fin de la evolución. En dos
lugares extremos de la población, el de los más ricos y el de los más pobres, la
sociedad moderna se presenta como un fracaso de la humanidad. Por un lado, tenemos los excesos de la pornográfica
abundancia; por otro lado, tenemos la demoledora escases llevada al extremo de
la inanición y la desnutrición. En ambos lados es elocuente la manifestación de
la infelicidad, aunque se exprese de
maneras opuestas y simétricas. No es que la felicidad
se encuentre en el punto medio aristotélico,
como algún pragmatismo o filosofía moral podría pretender; esto sería una
solución salomónica, pero solo imaginaria
o moral. La felicidad no se encuentra en la abstinencia o el control de las
compulsiones, tampoco en el equilibrio de la satisfacción de las necesidades. La felicidad no corresponde a la persistencia y disciplina de una
terapia. La felicidad tiene que ver
con el regocijo existencial, por lo tanto,
vital; con el logro de la satisfacción plena de la vida, por lo tanto, del vivir. Para hacerlo fácil, podemos decir
que la felicidad parece corresponder
a la plenitud de un estado de ánimo, que solo se puede lograr en la armonización integral no solamente con
la sociedad, sino con el Oikos, el planeta, también el universo y, quizás, el
multiverso en sus distintas escalas.
Si hay algo
constatable en las historias
proliferantes de la modernidad, de los ciclos
largos, medianos y cortos, en cualquier contexto que quisiéramos comprobarlo, mundial,
regional, nacional o local, es la confesión de insatisfacción, la premonición de fracaso, a pesar de los logros tecnológicos y científicos; la
sensación de vacío, incluso de nausea existencial. Puede encubrirse
estas certezas con otras que, mas
bien, hablan, de la evolución, el
progreso y el desarrollo a saltos de
las sociedades humanas. Sin embargo, las segundas suenan a apología, en tanto que las primeras aparecen como huellas hendidas en el cuerpo, donde no se encuentra ni tampoco
encuentra las respuestas a sus preguntas en la historia, escrita por los vencedores.
Nosotros creemos,
como hemos expresado y expuesto, a lo largo de nuestras exposiciones, que hemos
perdido el tiempo, que las sociedades
humanas han perdido el tiempo. Las sociedades humanas se han dejado atrapar,
durante la modernidad, por la maquinaria
fetichista ideológica, con todos sus matices y formas de enunciación. Han
perseguido objetivos cuyo fin era la exaltación de la grandeza humana, por lo
tanto, objetivos autocomplacientes, cantos de gloria; empero, muy lejos de la inserción de las sociedades humanas con
las dinámicas de la complejidad, sinónimo
de realidad.
Ahora, en el presente álgido, para resumirlo, de la crisis ecológica desbordada, por lo
menos, los sectores más esclarecidos de la humanidad
se dan cuenta que hemos destruido las condiciones
de posibilidad de sobrevivencia de la humanidad. Entonces, constatan que las
sociedades modernas han perdido el tiempo
en tramas ideológicas, en usos
restringidos de la revolución tecnológica y científica, a su subsunción a la acumulación de capital; artificialidad aritmética del incremento estadístico
dinerario. También han perdido el tiempo
en buscar sustituir la banalidad de la acumulación
abstracta por la acumulación del
poder en la burocracia, que se
declara heredera de las “vanguardias revolucionarias”, y solo llega al usufructúo
del prestigio para el beneficio del enriquecimiento de la casta política socialista. Hay más, pero se puede sintetizar que se
ha perdido el tiempo en toda clase de
fundamentalismos.
En adelante, ante los
alcances de la crisis ecológica, no
se puede seguir perdiendo el tiempo; es una responsabilidad
buscar y recuperar el tiempo perdido.
¿Cómo se hace? Esta es la pregunta crucial. Como hemos dicho antes, parece
urgente detener la locomotora desbocada de la historia. Suspenderse en esta marcha desbocada que llamamos historia. Meditar profundamente,
colectivamente, socialmente, comparando, sobre la geología estratificada y sedimentada de las experiencias sociales, retomando dinámicamente sus memorias
colectivas. En pocas palabras, es menester comprender lo que nos ha pasado. Por qué somos lo que somos en el
momento presente. Quizás, a partir de esta comprensión,
reírnos de nosotros mismos, de nuestras pretensiones. Recuperar el humor, que
es como la risa, lo que nos hace humanos. Relativizar toda pretensión ideológica, por cierto, antes religiosa;
volvernos a reír de esta caricatura de ser los hijos de Dios, a imagen y
semejanza de él. El pueblo elegido, que en el cristianismo se convierte en la sociedad final, la humanidad, elegida
para glorificar al divino. El liberalismo ha desacralizado esta enunciación y
la ha convertido en la proposición de que el hombre está destinado a dominar
la naturaleza; el socialismo ha desacralizado esta enunciación y la ha convertido
en el fin de la historia, mucho antes
que lo hizo Francis Fukuyama, al decir que con el socialismo se comenzaba una poshistoria.
No se trata de afirmar que el liberalismo y
el socialismo fracasaron, dos proyectos que se pretenden opuestos y hasta
contradictorios, que para nosotros son complementarios;
afirmar esto sería una trivialidad. Se trata de comprender que la ideología
no puede sustituir a las dinámicas de la
complejidad, sinónimo de realidad
efectiva. Sobre todo, se trata de comprender,
que las sociedades humanas forman parte de la constelación de sociedades
orgánicas, forman parte de las dinámicas ecológicas
planetarias. Entonces, de sopesar irónicamente las pretensiones modernas, pero,
sobre todo, de entender que no solo
formamos parte de las dinámicas ecológicas,
sino que, ante la crisis ecológica provocada,
tenemos la responsabilidad de reinsertarnos a los ciclos vitales.
Para algunos puede sonar, lo que decimos, a romanticismo trasnochado; pero, si es el
caso, esta acusación, desprendida desde una visión “realista” y “pragmática”, devela
su profunda desolación. Primero, porque confiesa que no sueña, que no tiene utopías, que es como el sentido del porvenir. Segundo, porque devela que para esta concepción la “realidad”
se reduce al estrecho margen del cálculo
de costo y beneficio o, en el mejor de los casos, al pragmatismo del oportunismo,
en el buen sentido de la palabra; aprovechar las circunstancias para lograr los
fines propuestos. Tercero, puede que
haya cierta herencia romántica, que
es como la trama imaginaria de la voluntad fáustica y transformadora,
pero, la importancia radica en la consciencia,
usando un término racional, mejor dicho,
la intuición, de que pertenecemos a
la integralidad dinámica de la complejidad, así como somos parte de la sincronización integral de las dinámicas complejas planetarias y
cósmicas.
Recordando anteriores ensayos, no nos podemos
reconocer en el dualismo esquemático simplón
político, del amigo y enemigo, menos en el substrato del esquematismo dualista del fiel e infiel. Todos somos víctimas de un sistema-mundo
que se ha conformado por las genealogías
de la economía política generalizada,
que valoriza lo abstracto y desvaloriza lo concreto. Aunque no se crea y se
considere bondadoso lo que decimos, lo que parece más próximo a la objetividad de los hechos, sucesos,
eventos y desenlaces, es que tanto los que se consideran, de acuerdo a las valorizaciones
ideológicas, como privilegiados, y
aquellos que se consideran como condenados
de la tierra, son víctimas de una heurística
maquínica, que inviste a unos como monstruos de la abundancia y a otros
como monstruos de la escasez.
El deterioro profundo de la humanidad, se vea por donde se vea,
entendiendo el concepto de humanidad como la interpretación universal del ser humano, en pleno renacimiento, ha llegado a tocar las
figuraciones más espantosas de la decadencia,
que se pueden nombrar figuras de la inhumanidad.
Obviamente, nadie puede estar, de ninguna manera, orgulloso de esto, de este vaciamiento
del contenido humanista, como convocatoria cultural y subjetiva, de esta degradación abismal, que cae en la
expoliación del cuerpo humano, en
varias formas del tráfico de sus
capacidades, atributos y órganos. El asesinato masivo de humanos, sobre todo,
de mujeres, por parte de las formas
de organización paralelas, no institucionales, del lado oscuro del poder, evidencia la decadencia humana en la modernidad tardía. No se puede presentar
esta elocuencia de la muerte como daño
colateral del “desarrollo” y del “progreso”; al contrario, son indicadores de
que el “desarrollo” y el “progreso” son los logros de la depravación humana.
Cuando se llega a estas situaciones demoledoras y perversas, es cuando, es indispensable y
urgente un detente en el camino;
parar la locomotora desbocada de la historia
y recomenzar otras rutas, sobre todo aquellas que nos ayudan a reinsertarnos en los ciclos vitales ecológicos. Hay un atributo
reconocido en la vida orgánica, por
lo tanto, también en el ser humano, es
el que la vida es memoria sensible.
Suponemos, que, por esto, esta constatación de la biología molecular, los seres humanos somos memoria sensible; la inteligencia
afectiva nos retrotrae a la efectiva
realidad. Es mejor, entonces, apostar a la intuición afectiva, que forma parte del substrato corporal, y no al odio,
que forma parte provisional de los efectos
perversos de las inscripciones del poder en los cuerpos sociales.
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