La pregunta por el sentido del ser
La pregunta por el sentido del ser
Raúl Prada Alcoreza
¿Por qué nos
preguntamos por el sentido? Si se
quiere por el sentido del ser. ¿Y por qué debería tener sentido? Es como asignar un principio
y un fin a la existencia. Se existe no porque hay sentido, sino que se existe porque se existe, sin más. La existencia no se puede agotar en el sentido; el sentido no es el origen
de la existencia. Es más, el sentido es un invento humano a propósito
de su asombro por la existencia. Esa
pregunta se debe a que el humano se da demasiada importancia, como si fuese el
mismo fin de la existencia; al preguntarse, busca el sentido de su paso por el
universo. La pregunta misma es una sobrevaloración auto- contemplativa y de
autosatisfacción. Para el humano la existencia
es como un escenario donde él actúa como protagonista;
la existencia es el entorno donde se
realiza, se realiza como sentido, se
realiza el sentido humano.
Quizás por esto se
pueda explicar la inclinación humana al mito,
a la epopeya, a la tragedia y al drama; es decir, a la narrativa.
La filosofía no es más que una narrativa
racional, rigurosamente esquematizada, donde las preguntas por el sentido del ser se hacen
excesivamente grandilocuentes, como si exploraran el universo del sin-sentido, buscando el sentido que se esconde, el que hay que encontrarlo escarbando con
las uñas afiladas de la razón. Siguiendo
con esos enunciados elaborados por la filosofía, desde la aristotélica
definición de que el hombre es un animal
racional hasta la semiológica definición de que el ser humano nace en el lenguaje y
desde el lenguaje nombra el mundo, llegando a la enunciación de que el ser humano es un animal simbólico,
constructor de mitos, pasando a nuestra definición de que el ser humano es un animal metafórico,
podemos sugerir también que el ser humano
es un actor por excelencia.
El ser humano requiere encontrarse dentro
del mito, de la epopeya, de la tragedia,
del drama, modernamente, dentro de la
novela, para que tenga sentido su vida. Por eso vive actuando.
Hasta los suicidas no dejan de actuar, aunque agoten se actuación en un acto
final, donde consumen todo el sentido
o, si se quiere, mejor dicho, el sin
sentido. Por eso, para este actor
por excelencia, cada uno de sus pasos tiene que estar articulado y conectado no
solo a sus pasos anteriores y pasos posteriores, sino a los pasos de los otros
humanos, incluso a los sucesos acaecidos en el mundo. La interpretación
es el arte de la decodificación y del desciframiento de los recorridos hechos.
Todos los humanos están atrapados en esta hermenéutica
espontánea, en esta hermenéutica
innata.
Ahora bien, la
pregunta por el sentido del ser tiene
su primera locución en la experiencia
individual; en pleno sentido de la
palabra, solo puede darse así, como vivencia sentida, en el individuo. Sin embargo, esta misma pregunta
singular se la atribuye a todos los humanos, como si fuese una pregunta universal, asumida de igual manera por
la humanidad entera. Efectivamente no podrían tener cabida preguntas
universales, asumidas homogéneamente como proyección generalizable, sin embargo,
se hace como si fuese así, como si todos los humanos se preguntaran, al mismo
tiempo, por lo mismo y del mismo modo. Si bien, de alguna manera ocurre esto,
por medio de la institucionalización
de la pregunta, por ejemplo, en el campo
educativo, no es que ocurra universalmente, como si se preguntara, a un
mismo tiempo, a todo el universo en expansión. La pregunta es experimentada, si
se quiere, en cada singularidad, es
sentida individualmente, empero, se la generaliza institucionalmente; entonces
se asume que es una pregunta filosófica por excelencia de la humanidad.
De lo que se trata no
es de remarcar esta característica humana, esta inclinación y apego por la actuación, pero también por la interpretación narrativa, sino de comprender esta creencia de que siempre
se juega el destino en determinadas decisiones
y actuaciones; por ejemplo, cuando un pueblo considera que se juega su destino en un evento próximo como las
elecciones nacionales. Muchos consideran que las decisiones que se tomen
marcaran el siguiente decurso de los acontecimientos; sobre todo lo dicen los
políticos que convocan al pueblo a votar. Este dramatismo electoral es parte de
la dramática moderna, que interpreta
lo que ocurre como disputa entre fuerzas desencadenadas, incluso azares, que
marcan momentos definitivos en la gran novela
de los pueblos. Ante semejante expectativa, tenemos que decir que pase lo que
pase, afecte como afecte, cambie la forma de gobierno o no, la vida continúa,
tal como estaba antes del llamado momento crucial de decisiones.
Los grandes cambios
esperados no llegan, salvo si se trata de los gastos heroicos multitudinarios, que se inscriben pasionalmente en
el espesor de los acontecimientos, o los de altos costos
sociales que los Estados dicen que demandan los cambios que prometen. Sin
embargo, la vida continúa para cada uno, para los allegados, para el lugar donde se habita. Se ha apostado
por grandes cambios trascendentales en los espacios abstractos, que configura
la ideología, sin embargo, la dinámica propia y singular del cuerpo y
de los cuerpos allegados, de los espesores del lugar, sigue sus cursos, que no
dejan de ser maravillosos; solo que se los ignora, precisamente porque están
demasiado próximos, son demasiados reales.
Después de haber
experimentado esos acontecimientos, reconocidos
como históricos, cuando supuestamente
se debería haber realizado el sentido,
haber encontrado las respuestas y materializado las mismas, cuando, se supone,
se habría encontrado la satisfacción plena, se enfrenta paradójicamente otra
vez la insatisfacción. Es como cuando
termina la función y se abandona el teatro o la sala de cine, que quedan
vacías, y se vuelve a la calle, encontrándose con la persistente rutina diaria
o nocturna. No deja de ser un goce personal el haber participado en el escenario, sin embargo, el orgullo se
diluye ante la proliferación de los avatares azarosos o contingentes, que es
como digieran, lo que viviste no es más que un desenlace entre muchos que se dan, de manera simultánea.
No es que no haya
pasado nada. Ha pasado algo, que no deja de incidir en nuestras vidas,
dependiendo de la coyuntura, el contexto y los alcances e irradiaciones.
Es que en lo que ha pasado no se agota todo lo vivido, no acaba ahí la historia; lo que ha pasado es experiencia, aprendizaje, que la memoria
debe retomar para interpretarla. Pero, no como si fuese lo último, lo que va a
dar cuenta de la historia larga. Sino se trata de una interpretación entre muchas posibles, de
una experiencia entre muchas
posibles; por lo tanto, se trata de una apertura
para otras experiencias y otras
interpretaciones. Lo que parece que no se puede descuidar es que hemos venido a
aprender, el potenciamiento de la
vida pasa por los aprendizajes.
Pero, entonces, ¿qué
hay como enseñanza de las experiencias sociales de la modernidad,
atormentada por sus propias historias desplegadas? No hay promesa que pueda cumplirse, puesto que las promesas emergen de la ilusión,
sobre todo de la ilusión de que la historia tiene sentido, la astucia de la
razón, que se cumple dialécticamente. La civilización moderna, incluso más que las
civilizaciones atrapadas en el mito y
la religión, es la civilización de la promesa; es decir, de
la promesa que se cumple en la
Tierra, no en el cielo. Las
sociedades modernas han apostado o han entregado su energía a estas promesas, de todo tinte ideológico;
empero, después de haberlo hecho, se han encontrado con que la promesa no se cumple. Gran parte de la
infelicidad humana en la contemporaneidad tiene que ver con la frustración
social por estos incumplimientos de las promesas.
Pregunta: ¿Podremos
dejar de actuar y de interpretar como si estuviéramos
viviendo una narrativa? ¿Si se lo
hiciera, dejaríamos de ser humanos, dado que el ser humano es un narrador por excelencia? No se trata de dejar de narrar, que es parte de la techné humana, arte y técnica, sino de
dejar de confundir la existencia con
una gran narrativa cosmológica, dejar
de confundir la vida social con la gran narrativa trágica o dramática. La capacidad narrativa es parte, para decirlo
kantianamente, de una de las facultades
hermenéuticas y tiene que ver con la facultad de la imaginación, que sirve no
para encontrar el sentido inmanente y el sentido trascendente, inventos de la racionalidad filosófica, sino para construir interpretaciones, que nos ayuden a comprender y entender,
para actuar, cada vez, de mejor
manera en el multiverso.
Esta enseñanza tiene efectos prácticos; no
dejarse expropiar la potencia de la vida.
No delegar la voluntad singular a los
“representantes”; no dejarse usurpar las propias capacidades de autogestión y autogobierno por las castas
política. Recuperar lo que se tiene a mano, lo único que se tiene, la
propia vida y la vida de los suyos, la biodiversidad del propio territorio
donde se habita. Esto implica valorar
lo concreto, dejar de valorar lo abstracto; evitar la bifurcación de la economía política generalizada, que valora lo abstracto y descalifica
lo concreto. Reinsertarse a los ciclos
vitales ecológicos, integrarse a
las dinámicas complejas de la vida
planetaria.
Hoy que los pueblos
se ven empujados a la reiterativa convocatoria de las castas políticas, a acudir a las urnas, para ungir a uno u otro
candidato a seguir ocupando el puesto de “representante del pueblo” y de
gobernante, están compelidos a dejar de reproducir sus propias dominaciones, que adquieren una forma u
otra de discurso, un estilo u otro de
ideología. Los pueblos tienen la responsabilidad de la vida, de defender la vida, de liberar
la potencia creativa de la vida. Esta responsabilidad
exige parar la locomotora desbocada de la historia
de las dominaciones, de las genealogías
del poder. Hacerse cargo de sí
mismos, sobre todo de su responsabilidad.
No es pues en las
urnas donde van a asumir su responsabilidad.
Esto es parte de los juegos de poder;
es seguir alargando la continuidad de las genealogías
de las dominaciones, el círculo
vicioso del poder, se lo haga de una manera o de otra. En las urnas las castas políticas dicen que se enfrentan
proyectos políticos opuestos; lo son solo discursivamente, incluso, si se
quiere, lo son en los estilos políticos; empero, corresponden a la simetría opuesta del mismo sistema jurídico-político-institucional de dominaciones. En primer lugar, el sistema económico nacional no va a dejar
de formar parte de la geopolítica del
sistema-mundo capitalista, ya se sitúe su ubicación como periferia condenada a la transferencia
de recursos naturales, o ya sea señalada como “potencia emergente”. En ambos
casos, se cumplen funciones en la heurística
de las maquinarias de acumulación de
capital. Si bien en el segundo caso parece un privilegio, pues se ha dejado
de ser simplemente una periferia de
transferencia de recursos naturales, el problema es que, en este sitial
privilegiado de “potencia emergente”, alejada de las periferias e ingresando al centro
cambiante del sistema-mundo,
reproduce su dependencia en las
nuevas condiciones jerárquicas.
En segundo lugar, las
estructuras sociales diferenciales
reproducen sus jerarquías, aunque en la forma
de gubernamentalidad neo-populista o de los llamados “gobiernos
progresistas” se disminuya lo que eufemísticamente se llama pobreza y se acreciente demográficamente
el contingente de la denominada “clase media”. La estructura social diferencial de clases se preserva, modificando sus
perfiles. La cuestión social, es
decir, la reproducción diferencial de las clases sociales, no se resuelve políticamente,
tampoco como otros han creído, económicamente; la estructura diferencial de clases corresponde a la arqueología de las civilizaciones que
optaron por el dominio sobre la naturaleza, el cuerpo y, por tanto, la
vida. Basar la estructuración social,
si se quiere, la arquitectura social, en los dispositivos de la dominación, que convierten lo que se domina en objeto, en mera cosa, es iniciar precisamente las genealogías del poder, que han caracterizado a las sociedades
humanas, involucradas en la historia
civilizatoria como distinción del hombre
respecto de la naturaleza.
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