La decadencia del progresismo
La decadencia del
progresismo
Raúl Prada Alcoreza
Hay que observar detenidamente lo que pasa en
Venezuela, en Nicaragua y en Bolivia; observar no solo los síntomas políticos sino lo que implica el vaciamiento de contenidos y, sobre todo, el régimen efectivo que se implanta. No parece que se pueda tomar en
serio la autodenominación de “gobiernos socialistas”, aunque se declaren del “socialismo
del siglo XXI” o del “socialismo comunitario”, como en el caso de Bolivia. Esta
autodefinición es parte del discurso, no del siglo XX, sino del siglo XXI, lo que
contrae exigencias interpretativas distintas, debida a los diferentes contextos históricos-políticos-culturales. En
el siglo XX, sobre todo al inicio y durante el medio día del siglo y parte de
las primeras décadas de la segunda mitad del siglo, se intentó construir el socialismo, en las condiciones de las correlaciones de fuerza a nivel mundial,
dadas en los contextos histórico-políticos
mencionados; contando con las situaciones especificas regionales y nacionales,
donde las correlaciones de fuerza no
son necesariamente equivalentes a las correspondientes mundiales. Las
enseñanzas de estas experiencias han
sido iluminadoras, sobre todo en lo que respecta a las dinámicas inherentes del sistema-mundo
moderno. El llamado socialismo real no
fue otra cosa que la versión burocrática y estatalista, de cuartel, del mismo modo de producción capitalista, que funciona
mundialmente. En todo caso, los Estados “socialistas” se erigieron sobre el
desgaste heroico de los pueblos, que se enfrentaron a la realidad y a la historia.
En cambio, lo que ocurre ahora, en las primeras
décadas del siglo XXI, con los llamados “gobiernos progresistas” o del “socialismo
del siglo XXI”, no corresponde a ningún intento de construir el socialismo, aunque este proyecto se circunscriba
a la modestia burocrática del socialismo
real. Los “gobiernos progresistas” no transforman
el Estado ni buscan su transformación
estructural, incluso en el caso de Bolivia y Ecuador, cuyas constituciones declaran
corresponder al Estado Plurinacional. Se trata de formas gubernamentales más parecidas a las formas del populismo del siglo XX, es decir, al denominado nacionalismo-revolucionario; aunque
tampoco corresponden exactamente a esta formación política. Quizás sea mejor
identificarlos como gobiernos pos-neoliberales,
como una primera aproximación a una definición más adecuada. Para definirlos
mejor se requiere contextuarlos en la fase del ciclo largo del capitalismo vigente, además de circunscribirlo a la
configuración actual del sistema-mundo
capitalista. El ciclo largo del
capitalismo vigente está marcado por la dominancia del capitalismo financiero, además en su forma desenvuelta más
especulativa. La configuración actual del sistema-mundo
capitalista parece estar marcada por los efectos de la llamada revolución tecnológica-científica-cibernética-comunicacional,
empero circunscrita a cumplir tareas instrumentales
de la acumulación de capital; lo que
significa reducir al extremo sus potencialidades.
En este contexto mundial y en la singularidad de la genealogía del ciclo largo del capitalismo vigente, los “gobiernos progresistas” se
convierten en dispositivos políticos de convocatoria
para resolver los problemas de
legitimación del capitalismo tardío. Lo que no pueden hacer los gobiernos neoliberales, que
circunscriben sus tareas políticas al ajuste estructural económico, es decir, a
lograr el equilibrio imposible de la
macroeconomía nacional. Tomando en cuenta esta definición genealógica de los “gobiernos
progresistas”, resulta harto ingenuo tratar de explicarlos desde el discurso ideológico.
Cierto discurso conservador, que revive de su cadavérica condición, los señala
como “socialistas”, incluso “comunistas”, no solamente sin entender estas
diferencias, sino asumiendo que lo son solo por el hecho de que se declaran
así. En este caso, estos discursos conservadores y hasta recalcitrantemente
conservadores develan sus simplezas argumentativas, además de sus miedos y sus
fantasmas que los atormentan. Lo que no
pueden ver es que estos gobiernos, aborrecidos por ellos, tienen más en común con
los gobiernos neoliberales; es más, con los gobiernos liberales, incluso
conservadores. ¿Qué es lo que tienen en común?
Lo primero que tienen en común es la crisis del Estado-nación. Las genealogías de las formas de gubernamentalidad muestran que, desde los gobiernos
liberales hasta los gobiernos neoliberales, desde los gobiernos conservadores
hasta los “gobiernos progresistas”, son diseños y proyectos políticos que
buscan resolver la crisis del
Estado-nación. Si al principio parecía que se podía hacerlo, sobre todo cuando se
establecen Estados liberales, cuando
se confiaba que solo se trataba de ser independientes, de establecer un Estado
moderno, basado en el Estado de Derecho y sobre todo en el ejercicio
institucional de la democracia formal, esta confianza se deterioró cuando se
tuvo que hacer funcionar el Estado
liberal en los contextos concretos
de las formaciones sociales
nacionales. Sobre la crisis de los Estados liberales hablamos en la serie de
ensayos abarcados en Acontecimiento
político[1].
Las contradicciones inherentes al desenvolvimiento de los Estados liberales en los contextos
nacionales de América Latina y el Caribe llevaron temprano a la crisis de estos Estados; sobre todo,
como crisis de gobernabilidad. El
recurso recurrente fue el uso de la violencia ilegitima, es decir, no constitucional, para imponer el orden de las oligarquías regionales.
El uso de la fuerza descarnada, sin respaldo
constitucional, estaba lejos de resolver la crisis
inherente del Estado-nación. Lo que hizo es imponer la dominación a secas, sin legitimidad,
otorgada por la Constitución liberal. Estos son los límites del conservadurismo recalcitrante de América
Latina y el Caribe. Es importante decirlo ahora, cuando renace en Brasil una
fuerte corriente ultraconservadora,
con amplio apoyo votante. Es como volver a los substratos más violentos de las genealogías
de las dominaciones. ¿Cómo es que se ha llegado a esta situación asombrosa?
Como dijimos en La banalización de la
izquierda[2],
no podría explicarse este desenlace
sin la concurrencia del ejercicio de
poder de los “gobiernos progresistas”. Si las genealogías de las formas de
gubernamentalidad se desenvuelven en el substrato
de la crisis del Estado-nación,
entonces, se puede decir que estos gobiernos
neo-populistas abrieron hendiduras profundas desde la superficie política hasta el substrato
magmático de la crisis del
Estado-nación. Formas crudas de la crisis
del Estado emergen a la superficie de
los eventos políticos. La corrosión
institucional y la corrupción adquieren
expansiones desbordantes, a tal punto que ningún intento de legitimidad se hace posible, ni siquiera
guardar las apariencias.
Lo que hacen los “gobiernos progresistas” con este
demoledor desborde corrosivo es
develar lo que tiene toda forma de gubernamentalidad.
¿Por qué se hace más evidente en estos gobiernos
neo-populistas, más que en las otras formas de gobierno? Los “gobiernos
progresistas” no pueden ocultar los mecanismos
de dominación, ligados a lo que
hemos llamado el lado oculto del poder.
No pueden hacerlo, pues las redes
clientelares sobre las que basan su dominación y sus gestiones políticas son también sumamente extensas, pretenden
abarcar a toda la sociedad. A propósito, se puede sugerir una hipótesis esquemática,
que ayuda a figurar el drama de los gobiernos
neo-populistas: Cuanto más clientelaje
se requiere para gobernar más corrosión
institucional se irradia y más corrupción
galopante se desata.
La caracterización política más adecuada de los “gobiernos
progresistas” del siglo XXI parece ser la de que se trata de régimenes clientelares. En efecto, no se
trata, de ninguna manera, de diseños y proyectos de instauración del “socialismo
en un solo país”; algo que incluso en el siglo XX estaba teóricamente
cuestionado. Lo que decimos no se encamina a defender el proyecto socialista, diferenciándolo de estos
proyectos barrocos del “socialismo del siglo XXI”. No se trata de esto, de una
defensa ideológica del socialismo,
sino de distinguir la experiencia social
de las revoluciones socialistas del
siglo XX de las experiencias sociales
barrocas del “socialismo del siglo XXI”. Sobre todo, para aproximarnos a
una comprensión histórica-política-cultural
del decurso dramático de los “gobiernos progresistas”.
El argumento de propaganda que dice que estos “gobiernos
progresistas” han logrado disminuir notoriamente la pobreza, además de incorporar a masas al consumo de las “clases
medias”, no resuelve el problema de la caracterización de esta forma de gubernamentalidad. Que haya
disminuido la pobreza y que haya
crecido masivamente la “clase media” no convierte a los Estado-nación que
gobiernan los “progresistas” en “socialistas”. Sencillamente se trata de incidencias sociales requeridas para lograr preservar el control de las mayorías, aunque hayan perdido la convocatoria. Se trata de las formas de dominación del populismo; convertir en sujetos dependientes a gran parte de la
población votante.
La relación
del populismo con el pueblo es afectiva, para después convertirse en el despliegue del chantaje emocional. Lo que no ocurre con
las otras formas de gubernamentalidad,
salvo, quizás, con las formas de
gubernamentalidad del socialismo real. Esta convocatoria, que se da a un principio, y después el control masivo mediante la extensión de
las relaciones clientelares, no
parece poder darse en la forma de gubernamentalidad
liberal, tampoco en la forma de gubernamentalidad
neoliberal. Antes, tampoco en las formas
de dominación conservadoras; sin embargo, el fenómeno de la votación que
logró Jair Bolsonaro en Brasil nos muestra un fenómeno masificado de rechazo al
“gobierno progresista” del PT. No parece, por cierto, comparable a la relación afectiva populista, pues se
trata del rechazo a la corrupción,
que simboliza el gobierno del PT para gran parte de la población votante;
empero, que el conservadurismo recalcitrante
logre este alcance de la votación, convirtiendo a la fuerza política electoral de
“ultra-derecha” en la mayoritaria, es ya un fenómeno político de magnitud, por
lo menos electoral, aunque pueda ser coyuntural. No lo sabemos. ¿Cómo interpretar
estos contrastes, pasar de votaciones consecutivas, donde el PT ganaba como
amplia mayoría, aunque haya conformado alianzas, a una votación donde el conservadurismo recalcitrante, asociado
a minorías, sea ampliamente mayoritaria?
Parece
que nos encontramos en niveles muy altos e intensos de la crisis del Estado-nación. Las poblaciones convocadas ya no parecen
asistir a experiencias llanas, cuando
se logra la ilusión de “normalidad”,
sino que asistirían a experiencias
extremas, incluso abismales, cuando confrontan desencantos, cuando se diluyen expectativas,
cuando merma la esperanza, cuando se confrontan al crudo ejercicio del poder,
entonces, empujados por la desilusión, optan por el castigo.
Uno
de estos abismos es el que abre la violencia
descarnada por la que optan los “gobiernos progresistas” para mantenerse en
el poder. Esto ocurre en Venezuela como en Nicaragua. En Bolivia la violencia descarnada no ha llegado a
esos extremos, aunque puede llegar; es una posibilidad latente. Sin embargo, ya
es violencia descarnada cuando se vulneran los derechos de las naciones y pueblos indígenas, consagrados en la
Constitución; cuando se desconoce la
voluntad popular, expresada en un referéndum; cuando se imponen
magistrados, a pesar de perder consecutivas elecciones de magistrados; cuando
se vuelven a entregar los recursos
naturales a las empresas trasnacionales extractivistas, cínicamente, a
nombre de preservar la “nacionalización” efectuada; cuando se despilfarra y se
evaporan las inversiones en elefantes blancos y en empresas fantasmas; cuando
desaparece, como por arte de magia, más de la mitad de las reservas
internacionales; cuando sube estrepitosamente, sin justificación alguna la
deuda externa. Sobre todo, se hace patético, cuando importa un comino las mínimas
apariencias y se opta por imponer, contra viento y marea, a candidatos
inhabilitados.
[1] Ver la serie Acontecimiento político. En Cuadernos activistas. https://issuu.com/raulpradaalcoreza/stacks/715dbb6b8faf4b70bef012832f796319.
[2] Ver La banalización de la izquierda.
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