El presente en una mirada retrospectiva del pasado
El presente en una mirada retrospectiva del pasado
Raúl Prada Alcoreza
Quizás haya momentos cruciales cuando es conveniente
detenerse y hacer un análisis del
presente a través de una mirada retrospectiva del pasado; es decir, una genealogía. Momentos como los golpes de
Dios, que Cesar Vallejo devela en los Heraldos
negros. Momentos de desolación y amargura, momentos también de enojo y de
furia, momentos de crisis existencial.
Quizás una de las preguntas sea: ¿qué hemos hecho para merecer esto, este desenlace? La historia parece una condena y una fatalidad, como si estuviéramos
destinados al fracaso y a la derrota. Entonces estamos dispuestos a las
actitudes más controversiales, inclusive contradictorias, ambivalentes,
diletantes. Es como romper las copas en la pared, estrellar la vajilla en el
piso o tirar cualquier cosa, con tal de descargar la furia. Pero, nada de esto,
estas acciones de descarga, de catarsis,
nos puede ayudar a resolver el desafío ni el problema que enfrentamos. Es menester, detenerse, tranquilizarse,
respirar profundo, darse la oportunidad para reflexionar. Por lo menos hacerse una simple pregunta: ¿qué ha
pasado? Ahora bien, esta pregunta tiene que ver con nuestra historia efectiva, no con la historia oficial, no con el relato del poder, sino con las historias singulares que relatan
nuestros diversos y variados recorridos, pero, sobre todo, que han dado lugar a
la convergencia del momento del que
hablamos.
La pregunta que
tantas veces mencionamos, en distintas ocasiones, tocando diferentes temas
cruciales, es: ¿Cómo hemos llegado a ser lo que somos en el momento presente?
Usando esta pregunta hermenéutica de Michel Foucault, que nos parece
pertinente, abordando los espesores de
intensidad de la arqueología de los
saberes, de la genealogía del poder,
de la hermenéutica del sujeto o,
mejor dicho, de la hermenéutica de la
subjetividad. Entonces, en este caso,
debemos atender a todos los dispositivos
que nos han constituido como sujetos;
esa larga y persistente inscripción
en nuestros cuerpos de los diagramas de poder, sobre todo las tecnologías de poder.
Ahora bien, la constitución de sujetos no solo responde
a la inscripción de los diagramas y las tecnologías de poder, sino también a las resistencias, las que terminan desviando los efectos programados de
los diagramas de poder. Por eso los sujetos sociales son abigarrados; contienen geologías de experiencias estratificadas y memorias sedimentadas, que, dependiendo de las composiciones logradas y las dinámicas
desatadas, devienen en predisposiciones que despliegan comportamientos y
acciones determinantes, como incidencias comprobables en los hechos, sucesos,
eventos y desenlaces.
La derrota boliviana en el CIJ es uno de
esos momentos mencionados. Esta derrota no parece solo ser atribuible al
manejo gubernamental, que, por cierto, fue modesto, timorato y leguleyo, sino a
la historia de comportamientos
derrotistas desplegados desde la guerra del Pacífico. No solamente nos
referimos a la firma del Tratado de 1904, sino las mismas prácticas políticas y
diplomáticas de todos los gobiernos bolivianos, que se sucedieron hasta el momento presente, incluyendo, claro
está, el “gobierno progresista” de ahora. Todos los gobiernos, a pesar de sus
diferencias, sean estas ideológicas, políticas y discursivas, inclusive de
estilos de gobierno, no han sido otra cosa que la ratificación de la claudicación del Tratado de 1904, es
decir, de la entrega del Atacama por un ferrocarril. Una prueba reciente, es
que en el juicio de la Haya se pedía la “obligación de negociar” la salida al
mar para Bolivia.
Ha sido una derrota, que no se puede ocultar; si se
pretende hacerlo, se persiste en el daño, encubriendo lo que pasó. Todo el
equipo boliviano, los involucrados directamente, desde el presidente hasta los
agentes y voceros, pasando por el “director técnico”, son responsables de este
fracaso y esta derrota jurídica
internacional. Por eso, lo que asombra es que todos ellos actúen como si no
fuera grave lo que pasó, sino algo pasajero, quizás un malentendido. Continúen
su rutina, se embarquen en las elecciones próximas, diseñadas de una manera
inconstitucional, promovidas por una ley que vulnera la Constitución y se
desentiende de la voluntad popular,
que se pronunció el 21 de febrero de 2016. Los perfiles que se presentan en estas elecciones corresponden a la casta política que nos ha arrastrado a
la reciente derrota, que denominamos
la tercera derrota de la guerra del Pacífico. Si esto ocurre, si se dirime entre personajes
de esta casta política, aunque se
presenten como opuestos, significa que el pueblo
no se ha detenido a reflexionar, no
ha analizado el presente a partir de una mirada retrospectiva del
pasado, y sigue encandilado en los juegos pendulares del círculo vicioso del poder.
El problema que señalamos, relativo a la responsabilidad del pueblo, no es un invento especulativo o teórico, sino que es
corroborable, como se dice comúnmente en la historia;
ante las derrotas militares y perdidas territoriales, el pueblo ha reaccionado
dilatadamente, como tomando consciencia
mucho después de los hechos; por otra parte, ha dejado que la casta política termine
institucionalizando la derrota, no
solo con la aceptación del Tratado de 1904, sino con el tipo de Estado-nación
que se fue conformando; un Estado, donde los gobiernos de turno utilizaron la
reivindicación marítima, legítima, por cierto, como instrumento político y como
campaña electoral. No tomaron en serio, como corresponde, como estrategia de
Estado el problema y la solución del problema de las pérdidas territoriales.
Jugaron con los sentimientos populares con el fin de fortificarse y
consolidarse en el poder.
Esto pasó con la
connivencia pasiva del pueblo. Cuando
el pueblo tomó consciencia de lo acontecido, se manifestó políticamente,
derribando a los que consideró responsables
de la derrota; esta actitud fue
evidente después de la guerra del Chaco con la revolución de 1952. Se castigó a
la oligarquía con la guerra federal de fines del siglo XIX,
pero no se asumió el alcance de la derrota militar de la guerra del Pacífico en
toda su consecuencia política. Los liberales pactaron con los conservadores,
los federalistas con los unionistas, ante el temor de la guerra indígena, encabezada por Zarate Willka. Los liberales
firmaron la claudicación, el mentado
Tratado de 1904. Las repercusiones de la derrota
de la guerra del Chaco tuvieron mayor alcance; el desenlace histórico se manifestó en la revolución de 1952; lo que denominó
René Zavaleta Mercado la “formación de la consciencia nacional” reconoció que el
enemigo no estaba en el Chaco sino
era interno, era la oligarquía minera, la denominada
barrocamente, feudal-burguesía. Sin
embargo, los gobiernos de la revolución (1952-1964) se entramparon en la regresión, después, en la decadencia, de la misma revolución. En lo que nos interesa, en
este ensayo, usaron el caro tema de la demanda marítima políticamente, tratando
con esto resolver los problemas internos de gobernabilidad. Después de medio
siglo la historia se repite, aunque, como dice Karl Marx, se repite dos veces,
una como tragedia y otra como farsa. El llamado “proceso de cambio”,
el que se desató con la movilización
prolongada (2000-2005), que se pronunció con una convocatoria más profunda
y de un ciclo largo, cuya memoria se remonta a la guerra anticolonial indígena, conformó una forma de gubernamentalidad barroca, una composición saturada
que combina las extendidas redes clientelares, establecidas por el MNR durante
el periodo regresivo de la revolución nacional, y la demagogia “indigenista”. Sin
embargo, repitió el mismo modelo colonial
extractivista del capitalismo dependiente de la dramática revolución
nacional. El “gobierno progresista” asumió la reivindicación marítima de la misma
manera que todos los gobiernos que le antecedieron, como recurso de
convocatoria para resolver las crisis de
gobernabilidad. La tónica de la diplomacia desplegada, a pesar de las primeras
fintas, de “diplomacia indígena”, después de “diplomacia de los pueblos”, cayó
en lo mismo, en la práctica leguleya, que reconoce el Tratado de 1904, y busca
el reconocimiento de parte del Estado de Chile de la existencia del tema
pendiente.
En resumen, la historia política padecida, desde la
derrota de la guerra del Pacífico, es como la reiteración de la derrota. Si bien se puede decir que el
Estado-nación se constituye histórica y políticamente con la revolución de 1952
– antes, en 1825 se constituyó jurídica y políticamente -, plasmándose en la materialidad institucional, este
Estado-nación se limitó al mediano ciclo
histórico, no respondió al problema
develado en la guerra del Pacífico, menos al largo ciclo histórico, que deviene desde antes de la conquista y la
colonización. Este Estado-nación experimenta su crisis en la secuencia de
gobiernos que le siguen, después del golpe militar de 1964. La movilización
prolongada (2000-2005) abrió el horizonte
histórico-político, dando oportunidad para abordar la cuestión estatal desde una perspectiva histórico-política-cultural mayor; empero, la composición de los dispositivos de captura de fuerzas fue, mas bien, conservadora, dando lugar a un barroquismo populista recurrente del círculo vicioso del poder. El
desenvolvimiento de una voluntad
nihilista singular optó por una “estrategia” modesta de pedir la
“obligación de negociar”, basada en conjeturas leguleyas y probables
interpretaciones respecto a un “compromiso” adquirido por iniciativas,
interacciones, intenciones y agendas de gobiernos de los estados involucrados. Diga
lo que diga el “gobierno progresista”, su política y diplomacia respecto a la
demanda marítima siguió circunscribiéndose en lo mismo que los gobiernos
anteriores, en la claudicación.
La pregunta no es,
por cierto, ¿por qué nos encontramos atrapados en un destino o en una fatalidad
derrotista?, esto sería como aceptar la tragedia
de la condena; no somos parte de una trama tejida por las hilanderas de la
luna, somos lo que hacemos, lo que
practicamos, lo que producimos y constituimos cuando realizamos acciones, cuya tendencia resultante termina siendo la
que imprime su sello en los sucesos, eventos y desenlaces históricos. Por eso, debemos preguntarnos ¿por qué
repetimos prácticas cuyos efectos demoledores conforman una secuencia de derrotas. Pareciera como si nos hubiésemos
dejado encantar por una pasión dramática, la del eterno retorno de la víctima. Alguien podría
adelantarse, por cierto, de una manera apresurada y equivocada, y diría que nos
gusta perder. Pero ¿a quién le gusta perder? Ni siquiera al masoquista, quien
se deleita en su goce; halla la
victoria en su goce. En cambio, a
nosotros la derrota nos deja una
demoledora irradiación de frustración.
Entonces, ¿por qué seguimos en lo mismo? Repitiendo las mismas prácticas de la casta política, en todas las tonalidades que se quiera, en todos
los colores que se distribuyan, en todo tipo de discurso que se enuncie, en las
distintas formas de la ideología. Conocemos
en demasía a los políticos, a quienes les encanta el poder, que es el objeto oscuro del deseo, el deseo del deseo, por lo tanto, imposible
de satisfacer, quienes están enamorados de sí
mismos y la única “realidad” que ven es su propia imagen narcisista en el espejo. Entonces, ¿por qué se sigue
optando por ellos, como si esta fuera la lista incambiable, dentro de la cual
hay que optar. Toda la gama política, desde los conservadores hasta los “revolucionarios”,
pasando por liberales, nacionalistas, neoliberales, neo-populistas,
progresistas, institucionalistas y demócratas de toda laya, que creen que la
democracia significa votar por ellos, es la gama de la derrota.
No se trata, como
dice la cantaleta acostumbrada, de hallar a nuevos “líderes”. Esto es como
cambiar nombres y perfiles a los mismos guiones. Repetir que el pueblo necesita de “liderazgo”; al
contrario, los que se pretenden “líderes” necesitan de un “pueblo” que crea en
ellos, que crea que existen, cuando son productos de su imaginario colectivo. Lo que llama la atención en esta historia, que es parecida a la de otros pueblos del mundo, aunque con distintos
estilos y entramados, es que el pueblo
no se asume como protagonista, aunque
jurídicamente diga que es el soberano;
requiere delegar el protagonismo político
a estos personajes que se llaman sus “representantes”. Esta dependencia respecto de los “delegados” y
“representantes del pueblo” es síntoma
patético de inmadurez. Pero, se trata de una inmadurez internalizada por los aparatos
ideológicos, que tienen entre sus maquinarias
y dispositivos a los aparatos de enseñanza; en la
contemporaneidad a los medios de comunicación de masa. Este “pueblo” es producto
histórico-político-cultural de los diagramas de poder de la modernidad. La dominación moderna, sea liberar o
socialista, sea neoliberal o neo-populista, requiere de un “pueblo” como público
de legitimación, requiere del referente discursivo que sirva a la legitimación de la casta política.
Entonces, este
derrotero histórico, de nuestra guerras y territorios perdidos, no tiene que
ver con una fatalidad ni condena, ni
con lo que el sociólogo conservador Alcides Arguedas Díaz denominó “pueblo
enfermo”, de una manera prejuiciosa y
racial, sino con la composición de
las prácticas sociales que
desplegamos, donde, a pesar de identificarse prácticas contestatarias, incluso de voluntad de potencia o , por lo menos honestas y hasta
consecuentes, la abundancia y proliferación de prácticas pragmáticas y oportunistas termina inclinando la tendencia al derrotero del que hablamos.
Se terminan imponiéndose los charlatanes, los demagogos, los oportunistas, los
megalómanos, que logran desplazar a los otros perfiles, con mejores
proyecciones para el porvenir. Esto
en parte pasa porque el pueblo, que es una composición
dinámica de multitudes, se deja embaucar por estos prestidigitadores de la promesa o por estos creyentes dogmáticos
de la institucionalidad. Las instituciones son instrumentos construidos por las sociedades, en principio para la
sobrevivencia, extrañamente después convertidas en fines mismos de la sociedad; es cuando la sociedad decide ser
esclava de sus criaturas.
¿Cómo se puede
encontrar un punto de inflexión que
quiebre esta curva de la tendencia
derrotista y que salga del círculo
vicioso del poder, que en el caso singular
que nos compete, corresponde al enriquecimiento de la casta política a costa del fracaso
del país? ¿Cómo fortalecer a los estratos interpreladores, transgresores,
rebeldes, también a los estratos consecuentes, honestos, dedicados, para que se
impongan, incidan determinantemente en la tendencia
resultante, y arrinconen a los pragmáticos, oportunistas, charlatanes, megalómanos?
Esta es la pregunta; solo el pueblo
puede responder, en un detente en el camino, en una evaluación colectiva, en
una autocritica social, sobre todo en una deliberación conjunta que busque transiciones consensuadas.
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