La tercera derrota de la guerra del Pacífico
La tercera derrota de
la guerra del Pacífico
Raúl Prada Alcoreza
La primera fue militar, entre 1879 y 1883; la segunda
fue con la claudicación liberal, al firmar el tratado de 1904 y entregar
Atacama a cambio de un ferrocarril; la tercera fue recientemente, cuando la
Cote Internacional de la Haya dio a conocer el fallo, que dice que Chile “no
tiene obligación de negociar” con Bolivia la salida al mar. La tercera es una
derrota, a pesar de que la versión de gobierno dice que, de todas maneras, la
Corte Internacional de Justicia (CIJ) aconseja “dialogar” entre las partes en
conflicto. El equipo de Bolivia había conseguido que la Corte Internacional de
Justicia considere la demanda boliviana, bajo la petición de que Chile está
obligada a negociar; en tanto que Chile negaba la competencia de la CIJ para
tratar el asunto, pues, según la versión estatal trasandina, no había temas
pendientes con Bolivia, una vez firmado el tratado de 1904. De acuerdo con la
lectura del fallo, se hizo notar que el equipo boliviano no modificó sus
argumentaciones, incluso después de los retruques de Chile. En pocas palabras,
se durmió en sus laureles, confiado en la argumentación inicial, sin considerar
la posibilidad de mejorarla, una vez conocida la contraargumentación chilena.
El equipo chileno se encargó de cuestionar jurídicamente los argumentos del
equipo boliviano, buscando demostrar que, a pesar de las conversaciones, de las
intenciones, de las comunicaciones y compromisos de agenda, no pueden
considerarse estos registros y documentaciones como instrumentos legales que
obliguen al Estado de Chile a negociar. ¿Por qué el equipo boliviano no mejoró técnicamente
la argumentación, demostrando la validez jurídica de estos registros y
documentaciones y otras disposiciones como para hacer operar al derecho
internacional, a sus mecanismos normativos?
Dejaremos
pendiente esta pregunta, para que la responda el equipo jurídico boliviano.
Retomaremos el hilo tejido en Geopolítica
regional y El presente aterido al
pasado[1],
donde anotamos que la demanda boliviana presentada a la Corte de la Haya no salía
del ámbito tradicional de la diplomacia boliviana, que no cuestiona el tratado
de 1904; la diferencia radicaba, que esta vez había conseguido la atención y el
tratamiento por parte de la Corte Internacional de Justicia; algo que no quería
que ocurra el Estado de Chile. Por otra parte, que los alcances del pedido
boliviano eran modestos, obligar a negociar al Estado de Chile el tema marítimo
pendiente. En este sentido, en los dos ensayos se dejó en claro los límites de
los estados para resolver el problema, arrastrado desde la guerra del Pacífico,
pues los Estado-nación subalternos en conflicto estaban embarcados en una geopolítica regional por el control de
los recursos naturales de la región, disputando la jerarquía de la subalternidad
respecto a la potencia industrial hegemónica, en la centralidad de la geopolítica
del sistema-mundo capitalista. La guerra del Pacífico tuvo como antesala la
guerra de la Confederación boliviana-peruana, donde disputaron dos proyectos,
el endógeno, del interior del continente, en este caso, la sierra, contra el
exógeno, emergido en los puertos, que ya apostaron por formar parte de la periferia extractivista de la geopolítica
de la potencia industrial de entonces. Las guerras del interior contra los
puertos se perdieron en el continente; ganaron los puertos y se impuso la geopolítica del sistema-mundo capitalista.
La guerra del Pacífico no fue una guerra de este estilo, donde se enfrentaron
dos proyectos geopolíticos distintos, el endógeno contra el exógeno, sino una
guerra entre tres burguesías nacionales, que ya estaban incrustadas en los
engranajes de la dominación geopolítica del
sistema-mundo, aceptando su subalternidad. En esta guerra ganó la burguesía
chilena y se sometieron prácticamente a su dominio geopolítico regional las
burguesías boliviana y peruana, firmando los tratados de paz. La guerra del
Pacífico se efectuó sin consultar con los pueblos, los que fueron arrastrados a
la guerra, en el juego geopolítico regional de las tres burguesías mencionadas.
No son pues los Estado-nación subalternos los que
pueden atender el problema y resolverlo, pues son engranajes de la economía-mundo y dispositivos políticos del
sistema-mundo moderno, en su
condición de subalternidad. Son los pueblos los que están convocados a tomar
las riendas de los caballos desbocados de la historia política continental. Los pueblos fueron el referente del
discurso liberal, después del discurso nacionalista, así como, posteriormente,
del discurso neoliberal, para ser retomado en el discurso neo-populista. La referencia discursiva es ideológica, con
el objeto de legitimación; empero, no
para activar el ejercicio popular de la democracia. Los pueblos son la materia de la manipulación política. El
manejo político y, sobre todo el monopolio de la decisión estratégica queda en
manos de la casta política, supuesta “representación
del pueblo”, sin embargo, herramienta operativa de la clase económica dominante
o, mejor dicho, del entramado de clases
dominantes, repartiendo y compartiendo sus dominios.
También anotamos en Geopolítica regional que, frente a la geopolítica imperialista y la
geopolítica regional de las pretendidas
potencias subalternas, los pueblos oponen la geografía libertaria, como Milton Santos concibió una alternativa
alterativa a la dominación del espacio del poder y del capitalismo.
A lo que asistimos con el fallo de la CIJ es a un veredicto
del orden mundial, del imperio. Esas
son las reglas del juego de la dominación mundial, ahora vertida en el discurso jurídico, con pretensiones de
“justicia internacional”. A eso jugaron
los gobernantes bolivianos, sobre todo los actuales, a pesar de su discurso “antiimperialista”,
que es como la versión trasnochada del izquierdismo anterior a la definición de
la guerra del Vietnam. Si hay alguien que cree que hay una “justicia
internacional” que explique las tragedias y los dramas de pueblos y países después
de la segunda guerra mundial, cuando las potencias vencedoras impusieron un orden mundial compartido. Esta
ingenuidad era digna de los liberales; pero, a estos se los puede perdonar,
pues comenzaba la experiencia de los organismos internacionales, con cierto halo
del discurso jurídico-político de los derechos de las naciones, de los pueblos
y de los derechos humanos. Además, el primer paso fue precisamente lo que se
llamo la “descolonización” con la liberación de las colonias europeas en Asia y
en África, convertidas en Estado-nación. Ahora esta ingenuidad es el
sorprendente comportamiento nada más ni nada menos que de los “gobiernos progresistas”,
por lo menos de uno.
Decir que “no hay obligación” por parte de un Estado
agresor, que legaliza su ocupación territorial bélica mediante un tratado, es
elevar a la “legitimidad” del orden mundial
la usurpación mediante la victoria de
una guerra. Lo que hace la CIJ es develar su rostro oculto detrás de la máscara
de jueces notables. Las argucias
leguleyas jamás van a esconder la depravación de la violencia de una guerra de conquista. Los buenos modales,
las poses, las pelucas, lo uniformes de nobleza, no logran encubrir el funcionamiento
de estas máquinas jurídicas internacionales;
sirven para legitimar las dominaciones desbordadas, consolidadas y
ahora en crisis en el orbe mundial.
En la guerra del Pacífico no se trató de una guerra
entre países, aunque era una guerra mediada por sus Estado-nación, mucho menos
una guerra entre pueblos, hermanados por la historia, precolonial, colonial y
poscolonial. Fue una guerra contra
los pueblos, comenzó contra la nación
mapuche, que había conseguido su reconocimiento por parte de la Corona
española, cuando los vencieron en la guerra de defensa de sus territorios y pueblos.
La guerra del Pacífico es como la continuidad de las guerras de conquista, empero en tiempos liberales, dada más ni nada
menos en tiempos de las flamantes repúblicas latinoamericanas. Lo que, de
alguna manera legitima la Corte de la
Haya es esta continuidad colonial
contra las naciones y pueblos indígenas. Por lo tanto, podemos concluir que la
Corte de la Haya es un dispositivo de
la dominación colonial, persistente
en plena era poscolonial.
Los pueblos del continente se olvidaron contra quiénes
se pelea, contra qué se pelea; se olvidaron de que la guerra anticolonial quedó inconclusa, quedó estancada en una simulación republicana, que legitimaba la edificación de sociedades
y estados sobre cementerios indígenas. Las naciones y pueblos indígenas no
encontraron su liberación, sino otro sometimiento con discurso liberal, después
nacionalista, para continuar con el vacío discurso neoliberal, seguir con el discurso
barroco del neopopulismo, pasando, entre medio, por el discurso socialista. Los
pueblos mestizos tampoco encontraron la armonía,
pues no pueden resolver sus contradicciones profundas, mientras no acepten que
no se puede construir la democracia,
la república o si, se quiere, la utopía,
mientras no se resuelva el tema pendiente de la conquista y la colonización, el
crimen cometido contra las naciones y pueblos indígenas. No es en las mallas institucionales de la simulación donde se puede encontrar la armonía buscada, sino en el desandar el laberinto a la que nos
arrastró la colonización, la colonialidad y la lastra contemporánea de
Estado-nación subalternos, dependientes, al servicio de la geopolítica del sistema-mundo capitalista extractivista y especulativo.
No puede haber alegría ni tristeza de los pueblos por
el fallo, aunque parte de las masas expresen estas actitudes; pues no es una
derrota, tampoco una victoria de ningún pueblo, sino una derrota de un gobierno
y una victoria de otro gobierno, si se quiere una derrota de un Estado y una
victoria de otro Estado. Los pueblos siguen siendo la sombra sobre las que
gobiernan las iluminaciones de abalorio de Estado-nación subalternos. Los
pueblos todavía están ante la responsabilidad
de resolver los problemas pendientes; hay una larga lista desde las oleadas de
las guerras de conquista y las oleadas colonizadoras.
Que sea difícil encontrar el camino o los caminos para
desandar el laberinto de la
colonialidad está por descontado. Por eso no se los ha encontrado hasta ahora. El
colonialismo y la colonialidad se ha cristalizado en los huesos, se ha
convertido en imaginarios, ha
constituido subjetividades sumisas. Los
pueblos no pueden confiar sino en sí
mismo; no en susodichos “representantes del pueblo”, pregonen el discurso
que pregonen, liberal, nacionalista, neoliberal, populista o socialista. Están
ante sí, ante su sedimentada experiencia
social, ante su dinámica memoria
social. Contienen la potencia social,
que es la potencia creativa de la vida.
Que lo logren no depende sino de la capacidad de acto heroico que desplieguen los pueblos.
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