La ramplona cosmovisión conservadora


La ramplona cosmovisión conservadora

Raúl Prada Alcoreza











La ideología, la máquina de la fetichización, ha sustituido a la religión en la modernidad. Lo que fue promesa de salvación, el ingreso al reino de los cielos se convirtió en la promesa política en el reino terrenal. La ideología reduce el mundo efectivo al mundo de las representaciones; una vez que lo hace, reduce el mundo de las representaciones al esquematismo dual de amigo/enemigo. La política se define en función del enemigo. Ahora bien, hay toda clase de ideologías; hablando sólo de las ideologías políticas, incluso económicas, podemos mencionar a una gama que se mueve desde las pretensiones vanguardistas hasta las que se expresan ingenuamente como partidarias de las “tradiciones sagradas” y profundamente nacionales. Respondiendo a la arqueología de la ideología, podemos decir que las ideologías vanguardistas parecen más elaboradas, incluso algunas de ellas, las más radicales, se presentan como crítica de la ideología. En cambio, las ideologías más próximas a los prejuicios más recalcitrantes se encuentran menos elaboradas; asumen sus prejuicios como indiscutibles verdades, solo cuestionadas por endemoniados radicales.

El conservadurismo recalcitrante latinoamericano parte de una raíz constitutiva de su cosmovisión, esta raíz es la conquista y el colonialismo; considera que estos fueron momentos constitutivos civilizatorios, que incorporaron al quinto continente y sus poblaciones al mundo civilizado. Si bien, ocurre algo parecido con la vertiente liberal latinoamericana, la diferencia radica en que los conservadores no son partidarios, en el fondo de su imaginario vernácular, de la república, obviamente de la democracia. En cambio, los liberales se propusieron como meta histórica jurídico-política la república y el Estado de Derecho; además aceptaron como nacimiento del Estado-moderno la independencia respecto de la Corona colonial.  No vamos a volver a tocar el tema de la colonialidad, como continuidad de dominación colonial en los regímenes liberales; ya lo hicimos en otros ensayos. Lo que interesa ahora, es concentrarse en la forma ideológica conservadora, sobre todo, en la más recalcitrante, puesto que, en la actualidad, esta forma ideológica ha retornado.

El mundo para la ideología conservadora es simple, se oponen valores sagrados a la suspensión de los valores de lo que ellos consideran que es el “comunismo”, el proyecto que se apropia del bien ajeno, de la propiedad privada. Es más, para ellos, enfrentan la religión, que se les antoja que es como la consagración de sus riquezas, al ateísmo, que consideran que es la monstruosa declaración de guerra a Dios. Estos defensores de la fe cristiana, extrañamente, son los más propensos a la guerra contra los infieles e impíos, contra el “comunismo”, olvidando que el cristianismo primario hizo ejercicio de la comunión, del vivir en común y compartir lo común. Entonces, su “cristianismo” es, mas bien, una versión cesarista, una versión tardía, es decir, moderna, de la institucionalidad cristiana que se constituye con el emperador Flavio Valerio Aurelio Constantino. Su práctica religiosa cristiana consiste en hacer la guerra a todo lo que consideran que es “comunismo”, que no es otra cosa que la efervescencia de sus miedos soterrados y horrores fantasmales.

En el sistema-mundo capitalista y colonial, el eje articulador de la urdimbre de este mundo es lo que llamamos la economía política colonial, que diferencia hombre blanco de hombre de color, valorizando al hombre blanco como ideal de la civilización, desvalorizando al hombre de color como residuo pre-moderno.  En el continente, este esquematismo dual de la economía política colonial ha calado en los huesos de las oligarquías regionales. Se consideran la jerarquía social, económica, política y cultural por excelencia; aunque no quede claro su aporte económico, político y cultural, salvo la apropiación de territorios de las naciones y pueblos indígenas; la pretendida “nobleza” de expropiadores de bienes comunales, mediante el exterminio de pueblos indígenas; salvo la ultramontana concepción de la cultura, reducida al oscurantismo medieval.

Se puede decir que la ideología conservadora no ha evolucionado, usando este termino discutible, empero ilustrativo. En el fondo, sigue creyendo que la guerra contra el “comunismo” es una guerra contra los infieles, con lo que devela su substrato compulsivo inquisidor. Incluso no ha evolucionado argumentativamente; el estilo de sus argumentos es ingenuo y simplón. La lucha política es contra los malos de la película; lucha donde los buenos aparecen como los ángeles exterminadores. Estos ángeles exterminadores se invisten como caballeros, no de la triste figura, que por lo menos sería optar por una ironía literaria, sino de la figura de epopeya de jinetes del apocalipsis. Pelean contra monstruos y monstruosidades, como la homosexualidad, el lesbianismo, las opciones sexuales, el aborto; a quienes caen en estas morbosidades endemoniadas hay que exterminarlos. También, en la contemporaneidad, declaran la guerra a la corrupción, como si los gobiernos conservadores, anteriores a los gobiernos liberales, no hubieran caída en la corrupción o no hubieran iniciado la genealogía de la corrupción, que data de la historia colonial.    

La genealogía del conservadurismo latinoamericano es larga, por lo menos, arranca en la administración colonial, para continuar con los gobiernos conservadores, después de la independencia; algo que es paradójico, puesto que el ideal de la independencia era liberal. Después de las insurrecciones liberales, incluso periodos de gubernamentalidad liberal, resurge el conservadurismo recalcitrante en su forma barroca, la relativa a los gobiernos de dictadura militar. Esta forma de gobierno militar es barroca porque combina una cosmovisión de mundo netamente conservadora con una concepción estéril de nación, puesto que la nación ha sido reducida al simbolismo institucional, ni siquiera a la malla institucional. La nación como contenido dinámico cultural ha desaparecido, incluso la nación consanguínea, el substrato metafórico más antiguo, ha desaparecido. La institución tutelar de la patria, el ejército, resume y sintetiza a la nación, ciertamente de la manera pobre como lo pueden hacer, sobre todo en los desfiles militares.

Las dictaduras militares se dieron en el contexto de la guerra fría; en este contexto jugaron su papel en la guerra contra el “comunismo”, que efectivamente fue una guerra contra los pueblos y las sociedades.  El periodo de las dictaduras militares entró en crisis en el contexto de la crisis de hegemonía de la hiper-potencia “occidental”, al desgastarse el asunto de la guerra fría, sobre todo, con la interpelación a los sistemas modernos, capitalista y socialista, por parte de la revolución cultural de 1968. Después vino la finalización de la guerra fría, con lo que se iniciaba, no el periodo de la dominación de la única superpotencia que quedó en el camino, sino el periodo de la concurrencia multipolar, donde las distintas potencias emergentes disputarían el dominio del mundo. En las coyunturas de este contexto, emergen, primero, campantes, los regímenes neoliberales, que ingresan en escena, en pleno vacío dejado por el derrumbe de los Estados del socialismo real de la Europa Oriental y de la Unión Soviética, además de la crisis de la ideología marxista. Sin embargo, su predominio no tarda de entrar en crisis, debido al alto costo social que desata su ajuste estructural. La interpelación social a los regímenes neoliberales deriva en el derrumbe de éstos, que son sustituidos por regímenes neo-populistas, denominados “gobiernos progresistas”. Estos gobiernos conforman otra forma barroca de lo político; combinan la heredad del nacionalismo-revolucionario, de mediados del siglo XX, con un diseño inacabado denominado “socialismo del siglo XXI”, sin dejar de extender el tejido económico dejado por el neoliberalismo. Los regímenes neo-populistas no tardan en develar sus contradicciones inherentes, su apego al modelo colonial extractivista del capitalismo dependiente, en unos casos, su apego al modelo ornitorrinco, en otro caso, el de Brasil. Gobiernan contra sus propias constituciones, correspondientes al llamado nuevo constitucionalismo latinoamericano, contra sus propios pueblos, que esperaban transformaciones estructurales e institucionales; solo se dieron simulaciones políticas.

Los “gobiernos progresistas”, debido a su peculiar barroquismo, sobre todo, debido a su forma de gubernamentalidad clientelar, desatan desbordantemente una práctica política, contenida en las otras formas de gubernamentalidad, la corrosión institucional y la corrupción. Paradójicamente, este desborde corrosivo es, a la vez, lo que ha dilatado la pervivencia del neopopulismo, basado en la extensión clientelar, y al mismo tiempo es lo que lo ha derrumbado. A propósito, llama la atención que expresiones posmodernas neo-conservadoras recalcitrantes se proclamen como abanderadas de la “lucha contra la corrupción”. ¿Cómo pueden las expresiones más recalcitrantes del conservadurismo proclamarse como las puras organizaciones de “lucha contra la corrupción”? Ya los extensos latifundios son un oprobio e insulto a los pueblos y sociedades, afectadas por la desmesura de las desigualdades; es esto precisamente lo que defienden las expresiones políticas del conservadurismo recalcitrante. Que haya sido aceptada esta pretensión insostenible en una votación electoral, quiere decir que algo anda mal en los pueblos, contrariamente a lo que cree quien habla de la “sabiduría del pueblo brasilero”. Si los pueblos optan por satisfacer el deseo del amo, el deseo de ser dominados, teniendo en cuenta la figura, que cambian unos amos por otros amos, agravando más, que optan por amos cada vez más perversos, entonces, el problema mayúsculo radica en los pueblos, que son los responsables de que sus gobernantes hagan lo que les venga en gana.

Llama también la atención que ciertos críticos mediáticos de los “gobiernos progresistas” se dejen obnubilar por la victoria electoral de Jair Bolsonaro en Brasil. Hablan del “fin de la era del populismo”, cuando se trata de la continuidad de la decadencia populista en la versión del conservadurismo ultramontano. Es de esperar este tipo de actitudes, extremadamente ingenuas, en, primero, conservadores, después en seudo liberales, que son, en efecto, neoliberales inconclusos; pero no, en quienes se puede considerarlos, por lo menos liberales, sino, en el mejor de los casos, críticos de la impostura neo-populista. Es de esperar esta actitud mecánica de sorpresa en los medios de comunicación; pero, no un inmovilismo estupefacto de la “izquierda”, aunque si la repetición inaudita, de parte de ella, de los mismos argumentos reiterativos e inútiles.

Ciertamente es absurdo caer en el chantaje emocional de los “gobiernos progresistas” que dicen: o nosotros, los progresistas, que hemos avanzado en los derechos sociales, o los neoliberales, que son los que nos han antecedido y llevado a la crisis social; o, en el caso de Brasil, nosotros o el neofascismo. Primero, porque todos, es decir, todas las formas de gubernamentalidad en concurrencia forman parte del círculo vicioso del poder. Todas comparten el mismo vicio, el despliegue de las dominaciones; lo hagan de una forma o de otra. Segundo, porque las gestiones de los “gobiernos progresistas” cavaron su propia tumba y fueron la siembra o de la segunda versión de gobiernos neoliberales, o de la forma de gobierno neoconservador recalcitrante. Tercero, porque, como contra-genealogías, como contra-poder, los pueblos están exigidos a ir más allá de la izquierda y la derecha, más allá de “gobiernos progresistas” y gobiernos neoliberales, incluso, por lo tanto, de gobiernos neoconservadores recalcitrantes.









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