Intimidad de la realidad

Intimidad de la realidad 

 

Sebastiano Mónada 

 

 

 

 




 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿La realidad? 

Distancia ocupada 

por trayectos accidentados,

que van a todas partes.

 

Por molinos de viento,

que inventan Quijotes lánguidos

y dibujan Sanchos robustos.

 

Por máquinas que atrapan el agua,

la retienen, la estrujan 

y le hacen escupir rayos.

 

Por escuelas de niños inocentes,

a quienes se enseña el alfabeto

de los signos lúdicos del azar,

a ser hombres obedientes

y sosegadas mujeres sumisas.

 

Por universidades de jóvenes rebeldes,

a quienes se les enseña a reprimir el deseo.

 

Por máquinas que usan los funcionarios

para triturar cuerpos, convertirlos en robots.

 

Por la gramática, escritura ancestral,

y el lenguaje, viento que empuja naves,

tormenta que destruye ciudades.

 

Por la escultura hecha a cincel

y laboriosas manos sabias.

 

Por la virtualidad sin dimensiones,

replegada en su mismiedad.

 

¿Lo imaginario? 

La atmósfera habitada por fantasmas.

 

Por cantos aprendidos en la infancia,

canciones heredadas de los sueños.

 

Por novelas leídas en la adolescencia,

relatos inalcanzables, pero sostenidos 

en las manos y en la mirada encantada. 

 

Por religiones heredadas 

desde la pimiera piedra

de metrópolis babilónicas

o acuática de Tenochitlan.

 

Inventadas por sacerdotes,

celosos guardianes de tablas

desaparecidas en el monte.

 

Por ideologías impuestas,

desde el primer decreto ley.

Por discursos repetidos 

hasta el cansancio.

 

Por espectáculos montados,

teatros crueles de la banalidad.

 

Por pantallas donde se repliegan 

los espesores sensibles del olvido.

 

¿Lo simbólico? 

Alegoría de danzas imitando a felinos.

Composición de marcas rotas 

para ser interpretadas por chamamés,

descifradas por misteriosas adivinas,

atrapando el secreto invisible

desde el origen del cosmos.

 

Inmanencia sumergida 

en el océano sensible

de las corrientes sanguíneas

y de las voces aladas del coro

de los ángeles caídos en desgracia.

 

De los compulsivos órganos 

que palpitan menesterosos.

 

De los huesos que resisten 

a la desolación y al desierto.

 

Trascendencia fugitiva, 

desplegada en la brisa

de la tierna mañana.

Convertida en mariposa sediciosa,

agitando sus alas en aire ficticio

por acuarelas sutiles de primavera.

 

Certeza vital de estar aquí en el ahora,

suspendido en el equilibrio inestable

de la cuerda alargada hasta el horizonte, 

donde cuelgan la ropa de los muertos.

 

Convicción espontánea de estar vivo,

de ser en el devenir del no-ser,

en la plenitud dadivosa de la piel 

que dona su superficie 

para que se aposenten 

los cuentos noctámbulos 

de los abuelos ausentes.

 

 

 

 

 

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