Umbrales y límites de la experiencia
Umbrales
y límites
de la
experiencia
Sebastiano Mónada
En
los umbrales y límites de la experiencia, que, a su vez, impone
acotaciones al conocimiento, nos
encontramos, cuando asistimos a la invasión repentina de lo desconocido, que está más allá del
conocimiento y, por lo tanto, más lejos del conocimiento.
Esta invasión desbordante, descomunal y hasta sublime, nos coloca en situación de la exposición a la
vulnerabilidad. Es cuando comprendemos
o, por lo menos, intuimos, que somos
chispas fugaces en la curvada oscuridad de la materia oculta y la energía
escondida. Exaltadas y vanas son las pretensiones de grandeza, enunciadas
como mitos o narrativas románticas; quizás lo hacemos por sentirnos más o menos
seguros en la inmensidad inconmensurable del acontecimiento existencial;
quizás nos convencemos de que es así como lo contamos, entonces, gozamos de
este sueño de centralidad humana. Sin
embargo, a pesar del adormecimiento mitológico, los sueños sufren de
desgarramiento cuando irrumpe con evidencias el acontecimiento incognoscible de la existencia, de donde emana la vida.
Una
de estas irrupciones de lo desconocido
es la muerte. Desde remotos tiempos
ha movido el suelo donde pisamos, nos ha hecho sentir la incontenible
inestabilidad, la expuesta vulnerabilidad de nuestros singulares cuerpos,
aunque olvidamos, que formamos parte de entrelazamientos corporales, conectados
sincronizadamente con los ciclos
vitales del planeta. Olvidamos que nuestros singulares
cuerpos responden al programa inmerso en la más profunda intimidad secreta
de la vida; por lo tanto, que somos vida participando en ese devenir vital de la potencia creativa de la vida.
Este olvido nos hace sufrir, pues no
encontramos sentido a la muerte, salvo el de la conclusión
abrupta de una trayectoria individual. Desconsolados quedamos ante esta
desmesura de la desaparición de los seres
queridos. Si recuperáramos la memoria
biológica, comprenderíamos que la
muerte individual es parte de la
reproducción proliferante de la vida,
es decir, de la integral complejidad
de la sincronización planetaria y
universal.
Más
allá de los límites y umbrales, cuando se los cruza, se ingresa
a otros angenciamientos, es decir, a
otros espaciotiempos. Entonces nos
encontramos aprendiendo de lo que
antes llamamos desconocido; empieza a
dejar de serlo. Abrimos los poros de las sensaciones a las nuevas experiencias, nos bañamos en las aguas
del mundo o los mundos abiertos, que antes estaban escondidos, pues clausuramos las
aperturas sensuales y sensitivas a la experiencia
de la alteridad, que, de todas
maneras merodeaba nuestros pasos. El mundo
que conocíamos resulta tan pobre ante las evidencias elocuentes y vitales del mundo y de los mundos que se descubre. La belleza desenvuelta de las novedades nos
desborda y a la vez nos acoge, cobijándonos en sus embriagantes espesores, en
sus acogedoras densidades, en sus acariciantes aires y en sus suelos húmedos.
Aprendemos del néctar de cada detalle, de
las fragancias que nos envuelven, de los consumos orgánicos, de los ámbitos
transformados de relaciones mutantes.
Nos
reímos de todo lo que creíamos antes; nos causa gracia nuestra seguridad en las
verdades aprendidas; nos asombramos
de nuestro apego a las ideas que defendimos,
como si fueran las cápsulas donde se guarda el sentido inmanente. Resulta
gracioso este apego a teorías e interpretaciones que no dejan de ser provisionales. Nos declaramos defensores
de estas expresiones y formaciones enunciativas como si fueran territorios sagrados. Esa separación
entre lo profano y sagrado corresponde a una economía política; disecciona el espesor
territorial, el Oikos, creyendo
encontrar diferencias cualitativas,
es más, diferencias entre lo material
y lo espiritual. Separa estas diferencias, valoriza lo que considera divino, desvaloriza lo que considera mortal, corporal y material. Esta
economía política no entiende que
todo es integral, que está integrado;
que se encuentra imbricado, atravesado e entrelazado. No hay separación real posible, salvo
abstracta. Estamos ante la sincronización
en devenir de simultaneidades dinámicas y complejas.
Defendimos
fanáticamente lo sagrado y asesinamos
fanáticamente lo profano. Creímos que
al hacerlo cumplíamos con la tarea encomendada desde que nacimos. Nos
investimos de ángeles vengadores, invistiendo a nuestros enemigos como demonios execrables, a los que había que dar muerte y
hacerlos desaparecer de la faz de la tierra. La economía política de lo sagrado
y profano ha servido para esto, para
justificar los crímenes de lesa humanidad y legitimar las abominables
dominaciones que se han turnado.
Se
puede decir que todas estas actitudes fueron fundamentalistas; tienen como fundamento
la idea que impulsa las acciones,
cuando solo era posible como fundamento
el cuerpo y el territorio donde cohabitamos. Nos parecieron inadecuados para
constituir un fundamento, preferimos
la idea por su intangibilidad, aunque
la idea solo es posible como efluvio
del cuerpo. Entonces, la idea se convirtió en el más allá,
incluso en el comienzo de todo, en el origen
primordial. Se desataron guerras por ideas; pueblos enteros se jugaron la
vida por ideas; también se inmoló a
sociedades por ideas. La idea se convirtió en el sentido supremo, en el sentido mismo de la existencia, cuando apenas era un vaho de la existencia dinámica y en constante devenir. Pueblos carnales se
entregaron a la muerte por la inmaculada idea.
Las
sociedades humanas vivieron para la idea,
trabajaron para la idea, construyeron
y edificaron para la idea, como si
estuvieran hechas de ideas. Sus
materialidades, corporales e institucionales, sus relaciones y prácticas
consistentes, fueron entregadas al horno de las fundiciones para que la idea se reproduzca. Del horno salió
humo, que se disemina en el aire, donde parece divagar la idea.
Las
sociedades humanas no se volvieron ideas,
sino que siguieron siendo lo que son, nichos
ecológicos, conglomerados de movimientos corporales, que consumen las
donaciones de los ciclos climáticos. Sin embargo, persisten en esa inclinación
encantada por las ideas, pretendiendo
que la esencia del universo sea
también ideal. Por eso se pierden en
un viaje a la nada, sin retorno,
aunque crean que viajan al saber
absoluto.
Las
sociedades acotaron la realidad al
espacio de laboratorio que controlan; se movieron en esta circunscripción
espacial y medida por el tiempo. Lo demás, lo que se encuentra más allá de sus
fronteras, fue calificado como imposible,
como fuera de la realidad, fantasía o
ficción; desde la perspectiva empirista,
como sin sentido. En el mejor de los
casos, invadidas por la duda, se denominó como lo desconocido.
Más
allá de estos umbrales y límites lo que se llamó realidad queda como una cáscara de nuez perdida en la inmensidad
del multiverso. La existencia se abre
a sus maravillosos devenires y majestuosas creaciones y recreaciones, profusa
en mutaciones y transformaciones, así como constante en regulaciones, que
corresponden a la sincronización integral.
Entonces comprendemos que la realidad
es realización de la potencia
creativa existencial y vital.
El
multiverso no muere, existe, se realiza en su existencia. Existe en sus explosiones iniciales, así como en su
inmersión destructiva en los agujeros negros. Existe en su expansión veloz,
abismal, curvándose a la velocidad de la luz, incluso, quizás, con mayor
velocidad. Existe en las configuraciones envolventes de sus millones de
galaxias; existe en el choque descomunal de constelaciones y estrellas. Existe
como materia visible y como materia invisible, así como existe en la
energía luminosa y en la energía oscura. Existe en las partículas
infinitesimales asociadas, conformando átomos; existe y no existe de manera
intermitente en partículas más infinitesimales, que aparecen y desaparecen,
contando con casi nada de energía. Existe en la entropía y en la negentropia.
Existe en la diseminación y en la concentración, en la vida en sentido amplio, la existencia, en la vida en sentido restringido, vida biológica.
Las
partículas no mueren, existen y dejan de existir. Lo mismo pasa con sus asociaciones; son composiciones y combinaciones
de composiciones, que se consolidan y
se descomponen, para volver a otras composiciones
y combinaciones. Las células mueren,
empero, se encuentran en compulsiones de reproducciones, que sustituyen a las
muertas. Perdura la información genética.
Los organismos biológicos mueren, pero, para dar lugar a otros organismos que
los continúan. Los organismos singulares,
los individuos, mueren, pero dejan su
huella, además de haber sido únicos.
Los humanos son mortales, pero, como los organismos, dejan lugar para que otros
humanos continúen su camino. Las individualidades humanas, las personas, forman
parte de memorias familiares y
colectivas; cuando mueren como organismos, queda su huella que late, que se expresa,
que es una escritura que hay que
decodificar.
La muerte es un hecho cultural. Es la cultura
que asume la desaparición de un ser
como evento crucial, así como asume de la misma manera el nacimiento. La muerte es
el símbolo de la finalización o la
clausura, el nacimiento es el símbolo del comienzo y la apertura. Es en
la cultura que el humano sufre la muerte.
Su asombro se convierte en interpretación;
sus preguntas son perseguidas y buscan respuestas en prolongadas narraciones. La interpretación de la muerte
aparece en la trama del mito.
Al
desaparecer un ser querido se sufre
recurriendo a todos los recursos interpretativos de la cultura. El sufrimiento se convierte en duelo, en diferimiento del dolor, del pesar por haber perdido a un ser querido. El duelo es el ritual de la
congoja que deja el drama del dolor
fustigador. La cultura ha trabajado
la experiencia de la pérdida como
despedida y viaje a lo desconocido,
también, en otras versiones, como resurrección,
así como reencarnación. La cultura ha conectado la muerte con el nacimiento, convirtiendo a la muerte
en un renacimiento. Aunque en las
religiones monoteístas ha convertido la muerte
en la puerta al paraíso celestial o al infierno tenebroso.
La cultura se encuentra en la
circunscripción definida por los umbrales
y límites, de los que hablamos; es una náufraga agazapada en la cáscara de nuez. La cultura acompaña a los náufragos que se aferran a la cáscara de nuez. Ayuda en la
desesperación, evita que se consideren perdidos en la inmensidad; pero no
remedia la situación, sobre todo,
cuando no se quiere aceptar que no es la cáscara
de nuez donde estamos, sino en las dinámicas
tejedoras de los tejidos móviles
y mutantes del espaciotiempo.
Más
acá y más allá de la cultura,
conteniéndola, está la vida. La
capacidad de retención de la energía, la condición de posibilidad de cálculo,
la matriz del registro, la memoria
sensible, la predisposición estructural de interpretación, la inclinación a la estimación y a la acción.
La vida, en las sociedades humanas,
tiene a la cultura como una de sus máquinas de interpretación, la
evocativa, la que usa el lenguaje;
pero no es la única máquina de
interpretación. Pues los sistemas autopoiéticos interpretan,
primero, sensitivamente; después, de
acuerdo a los códigos sociales de la
especie; en tercer lugar, en las sociedades humanas, de acuerdo a los códigos culturales. Quizás, en cuarto
lugar, suponiendo la sincronización
integral, de acuerdo a complejas
codificaciones y decodificaciones dadas en el multiverso.
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