Las maneras de eludir la responsabilidad
Las maneras de eludir la responsabilidad
Raúl Prada Alcoreza
La responsabilidad
es la relación ética con la vida y el mundo efectivo. Cuando asumimos la responsabilidad nos abrimos a la proliferante vida y a la
complejidad del mundo efectivo. Cuando eludimos la responsabilidad nos cerramos a esta apertura, nos encaracolamos en el mundo de la representaciones, mundo imaginario, sostenido por las
materialidad de las mallas institucionales. La responsabilidad no se la asume, sino se la soslaya, por medio de
artificios y retoricas ideológicas, que no alcanzan para cubrir la distancia no
recorrida, no abarcada, incluso no visualizada; menos comprendida. De lejos, se ignora el desafío de la existencia y de la vida; hablando de las sociedades orgánicas y particularmente de las
sociedades humanas, se ignora el desafío social. Se cree que el edulcorante de ideología basta para dar sentido al caminar en lo desconocido;
cuando ésta apenas escudriña su propio acontecer. No entiende que es apenas interpretación anacrónica de una selectiva memoria,
que busca legitimar un accionar, que
básicamente tiene que ver con el ejercicio
del poder.
Como dijimos antes, una manera de eludir la responsabilidad es el desenvolvimiento
dramático de la consciencia culpable;
se busca culpables para descargar en
ellos la causa del mal o la
manifestación misma del mal,
convirtiéndolos, en este caso, en los efectos
del mal. La culpabilización elude la responsabilidad
al señalar, anticipadamente, al causante de de la desdicha, del crimen o del
delito. Los que lo hacen, los que culpabilizan,
no se sienten comprometidos en lo ocurrido; están al margen del crimen o del
delito cometido. Otros lo están, otros son los culpables; ellos cargan con el peso del drama y la tragedia. Como
si con la conjetura de la existencia de los culpables
se resolvieran definitivamente los problemas;
sobre todo por la ejecución del procedimiento del castigo o la pena. Cuando
el culpable es castigado, se produce
la catarsis; se descarga sobre él
todo el peso de la Ley, todo el peso demoledor del Estado. Es como una terapia de jueces y verdugos; sobre todo
de gobernantes y administradores de justicia. Pero, esta terapia tiene corto alcance; es momentánea; es más un analgésico
que una cura. Con el culpable
castigado o en la cárcel, la culpa no
termina encerrada, pues parte de ella se encuentra en la consciencia desdichada, en el sujeto
desgarrado por sus contradicciones insoslayables. Aparecen, fuera de la
cárcel otros culpables, a quienes hay
que perseguir, encarcelar y castigar. El Estado se convierte en una constante vigilancia, en una omnipresente arquitectura panóptica en expansión,
obsesionada por el detalle del control.
Con esta proliferación de culpables, con esta permanente
persecución, de nunca acabar, tal parece que la Ley y el Estado llevan las de
perder; pues es una historia de nunca
acabar. La consciencia culpable de la
Ley y el Estado no resuelve su problema encerrando y castigando a los culpables que inventa, pues la desdicha es inherente al contenido mismo
del la Ley y a la estructura misma del Estado. Lo que persiguen la Ley y el
Estado en el culpable es el malestar de la propia consciencia culpable; malestar de la cultura, malestar de la política, malestar de la
administración de justicia, malestar del ejercicio del poder.
El asesinato de Jonathan Quispe, por parte de
una represión sañuda contra la movilización de la UPEA, que demanda un mayor
presupuesto, ha evidenciado comportamientos de la consciencia desdichada del gobierno
clientelar. La primera “hipótesis”, si se puede nombrarla así, abusando del
término, del gobierno fue que los mismos estudiantes, en un descuido, al activar
un petardo cargado con una canina, mataron a su compañero. “Hipótesis” que se
caía en el mismo momento de emitirla, pues no se sostenía por ningún lado y de
ninguna manera. Cuando la UPEA demostró, recurriendo a cámaras de seguridad,
que Jonathan se encontraba vivo y corriendo después de la detonación del
susodicho petardo, que, además fue alcanzado por un proyectil, que herido
corrió a refugiarse en un callejón, momentos antes de desvanecerse, el gobierno
sacó del bolsillo otra estrambótica interpretación: que fue asesinado en la
vivienda donde se refugió. La autopsia extrajo la canica que le atravesó el
pecho y le perforó el pulmón, causando la muerte por desangramiento interno. La
policía utiliza canicas para hostigar las movilizaciones, lastimando el cuerpo
con la contundencia del impacto. La mala suerte fue que el ángulo de
penetración, la velocidad del proyectil, la proximidad del disparo, además de
que posiblemente la víctima se encontraba corriendo en sentido contrario al
proyectil, hizo que la fatalidad se explaye en su ritualidad macabra. Al
encontrarse develado el gobierno en su sinuosa invención pavorosa de
explicaciones sin sostenibilidad, por último culpabiliza a un subteniente, que portaba una escopeta, como otros
de sus camaradas. Dice el ministro de gobierno que el subteniente “actuó
autónomamente”, sin permiso ni cumplir con el reglamento del caso. ¿Un policía
actúa “autónomamente” en una represión? La policía es una institución de mandos
jerárquicos y unificados, además de contar con espíritu de cuerpo, como se
dice, y de estar entrenados para hacerlo coordinadamente. El gobierno represor
al encontrar un culpable en otro
joven, esta vez de uniforme, cree poder eludir
su responsabilidad con esta puesta en
escena. La responsabilidad de la
muerte de Jonathan es del gobierno
clientelar y represor, al dar la orden
de represión contra la movilización, al optar por una escalada de violencia,
descartando el diálogo.
En el desenlace trágico de lo ocurrido en la
ciudad de El Alto, hay dos jóvenes convertidos en objeto de la culpabilización; Jonathan por haberse
movilizado contra el gobierno, el subteniente por haber disparado su escopeta,
cargada con una canica. El subteniente estaba ahí, en el lugar de la tragedia,
por órdenes de sus superiores; Jonathan estaba ahí porque peleaba por un mejor
presupuesto para su universidad pública, para garantizar la educación pública y gratuita, como establece la
Constitución. Si la sociedad acepta esta comedia
gubernamental, esta manera de eludir su
responsabilidad, culpabilizando a
un subteniente que obedecía órdenes superiores, que, a su vez, obedecían
órdenes del gobierno, es que también elude
su responsabilidad ante la vida y el porvenir de la sociedad. Todo quedaría
ahí, como si se hubiera disparado contra Jonathan a quemarropa y con
premeditación, cuando el suceso trágico se desencadenaba por el ejercicio mismo
de la represión gubernamental. Tendríamos un culpable preso, una víctima
asesinada, mientras que el gobierno habría logrado eludir su responsabilidad; también la sociedad misma.
La responsabilidad
para con la vida y la sociedad, al ser una relación ética, se opone a la violencia, como descarga de las relaciones de dominación. La responsabilidad busca el
desenvolvimiento de la potencia de la
vida y de la potencia social, evitar
que se inhiba la potencia por el ejercicio del poder y las formas
desenvueltas de las dominaciones polimorfas. La responsabilidad exige parar el despliegue de la violencia, la escalada de la violencia, que desencadena el derrotero
de los dramas y los desenlaces trágicos. No es responsable caer en las oscilaciones pendulares, que otorgan el privilegio
de los mandos a unos y otros, que se presentan como opuestos,
incluso enemigos, hasta antagónicos. Unos acusan a los otros de culpables;
consideran que los enemigos son la
causa de los males que sufre el país;
sin embargo, con la culpabilización
encubren su manera de eludir la
responsabilidad, pues al culpabilizar
deslindan toda responsabilidad y
concomitancia con el acontecer. Como lo dijimos carias veces, los enemigos son cómplices, a pesar de
jurarse acabar con el contrario, pues se necesitan para legitimar su ubicación en la situación
de la contradicción política. Ambos se necesitan para legitimar sus recorridos por el círculo
vicioso del poder.
La responsabilidad
de la sociedad es parar la locomotora desbocada, que se encamina al
descarrilamiento fatal. Es parar las genealogías
y hermenéuticas de la violencia. La violencia no es ningún método apropiado para solucionar problemas; al contrario, forma parte del
problema atingente; lo prolonga y lo exalta,
llevando a callejones sin salida. ¿Cómo
parar el desenvolvimiento desenfrenado de la violencia? Se requiere suspender los mecanismos desencadenantes de
la violencia, suspender los
mecanismos en funcionamiento de las dominaciones.
No es adecuado seguir buscando culpables;
al hacerlo se atiza el fuego, se persiste en las genealogías del poder y en las recurrencias
a la violencia. Ahora bien, para hacerlo, para estar en condiciones de
hacerlo, es necesaria la madurez
social y del pueblo; esto es, el uso
crítico de la razón. Los pueblos tienen que hacerse cargo de sí mismos;
tienen que ser capaces de autogobernarse;
esto es, de ejercer la democracia en
pleno sentido de la palabra. No seguir delegando sus voluntades singulares a la llamada voluntad general, que corresponde a la voluntad de dominación de la clase
política; no delegar su representación
a los “representantes del pueblo”, que son los que usan la representación para legitimar
la dominación de los gobernantes y
representantes sobre el pueblo.
A las puertas de nuevas movilizaciones
sociales, es menester evitar que las mismas terminen sirviendo de catapulta a
nuevas o viejas élites gobernantes y nuevos ricos; lo hagan a nombre de un
discurso u otro, de una ideología u otra. La potencia social no puede volver a ser usurpada por un sector u otro
de la clase política, que es la que
monopoliza la administración estatal. La tarea difícil: es romper y salir del círculo vicioso del poder. Hacer lo que
ninguna revolución ha hecho hasta
ahora. Inaugurar no solo una nueva era civilizatoria,
sino comenzar desde otra situación y condiciones de posibilidad otras
proyecciones sociales; esta vez de reinserción
con los ciclos vitales del planeta.
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