De las pretensiones de verdad
De las pretensiones de verdad
Raúl Prada Alcoreza
Como lo configuró y definió adecuadamente Jürguen
Habermas, la acción comunicativa,
donde se encuentra la acción discursiva,
se sostiene en su pretensión de verdad. En la teoría de la retórica tiene que ver con el arte del convencimiento; en la teoría de la acción comunicativa tiene
que ver también con el convencimiento, empero, logrado en la concurrencia discursiva. Sabemos que la
ideología se pretende la enunciación
misma de la verdad; entonces, las formaciones discursivas ideológicas concurren
en el campo de lucha de las ideas,
buscando convencer que dicen la verdad.
Hasta ahí, podemos compartir que estamos más o menos de acuerdo, en estas
consideraciones de partida; sin embargo, lo que llama la atención es la
persistencia anacrónica de ciertos discursos conservadores, que vuelven a la
cancha, a pesar de haber sido sobrepasados y evidenciados en su rezago y en sus
notables limitaciones. Por ejemplo, cuando alguna ideología vanguardista entra en crisis,
ante la contrastación de los sucesos, de los procesos y sus desenlaces,
sobrepasada por los horizontes del inalcanzable acontecimiento, los discursos más anacrónicos y conservadores,
hasta reaccionarios, pretenden volver a escena,
repitiendo los trasnochados argumentos políticos e ideológicos, desgastados y
patéticos. Es lo que ocurre ahora, ante el derrumbe de las versiones neo-populistas de ideologías barrocas, ante la decadencia
de los llamados “gobiernos progresistas”;
versiones rebasadas de conservadurismos recalcitrantes, que se presentan
como “anti-comunistas”, pretenden convencer de sus verdades disecadas, aprovechando el derrumbe de la forma de gubernamentalidad clientelar.
No se trata aquí de defender el socialismo real, efectivamente
realizado, que se lo confunde con el comunismo,
menos defender las versiones ideológicas de los partidos comunistas y de los
partidos marxistas; nuestra crítica a
la crítica de la economía política ya
ha sido difundida, además de publicada, así como nuestra crítica a las pretensiones vanguardistas en política. Enunciamos
que el socialismo real no era otra
cosa que la otra versión del modo de producción
capitalista, que el socialismo real
corresponde al discurso que encubre otro camino o la continuidad del camino,
con sus curvas, del desarrollo
capitalista. En esta perspectiva crítica, dijimos que no puede haber libertad sin justicia, ni justicia sin
libertad, las dos ideas, aparentemente contrapuestas, de
la ideología liberal y de la ideología socialista. Manejar estas ideas separadamente es abolir una parte
de la complementariedad necesaria,
entonces, es hacer irrealizable una y otra idea, una y otra finalidad. Se trata entonces de volver a
la crítica de las pretensiones de verdad;
en el caso que señalamos, de la crítica de las pretensiones de verdad de los discursos anacrónicos
recalcitrantemente conservadores.
¿En qué se basa esta pretensión de verdad del discurso conservador? A pesar que los discursos
conservadores fueron sobrepasados por el discurso liberal durante el siglo del
iluminismo, después, en el siguiente siglo, por los discursos vanguardistas, el
discurso conservador retorna
insistentemente cuando encuentra la ocasión de hacerlo; sobre todo cuando se
manifiesta la crisis ideológica, en
sus distintas tonalidades y formas. Es cuando cree que es el momento de
retornar a las verdades antiguas,
inscritas a látigo y con el rigor del respeto a la autoridad de sangre. Hay como un halo de nostalgia por los prejuicios y pretensiones
de nobleza; es como volver a las tradiciones afincadas largamente por las
familias de abolengo y latifundistas. ¡Aquellos tiempos eran de respeto y de
caballeros! Sin embargo, esta es una imagen edulcorada de tiempos de violencia impuesta. Se cree que la diferencia social era “natural”, por
herencia. Sin embargo, se olvida fácilmente que esta diferencia la impuso la guerra de conquista. De todas maneras, se
trata de una narrativa de casta, que históricamente es
insostenible. La historia efectiva se
movió de otra manera, muy lejos de este halo; mostrando la desmesura de la violencia de la inauguración y
edificación del Estado. El Estado, como orden
o pretensión de orden, nace en la
premura y exigencias gamonales; no,
como cree esta ideología conservadora,
en el respeto entre caballeros o en el contrato entre caballeros.
Si este discurso vuelve con pretensiones anacrónicas de verdad en el presente y en la coyuntura
aciaga de crisis política, es porque lo impulsa no exactamente una casta retrograda perviviente, sino porque se han afincado prejuicios retrógrados en los esquemas de comportamiento y substratos de los imaginarios sociales.
Es sorprendente encontrar estos resabios ideológicos en sectores de las “clases
medias”, aunque los combinen con otros
imaginarios liberales y modernos. Hay como resabios
ideológicos, donde se congregan prejuicios
ateridos antiguamente, que emergen precisamente en coyunturas de crisis. Es como si se tratara de una defensa ante la
amenaza de la crisis y sus desbordes; se busca no solo volver al orden en lo que se califica de caos, sino de que ese orden debe volver a sus cimientos más
antiguos.
Las tonalidades de este discurso conservador son como subidas de tono de los miedos más vernaculares
de la antigua casta; se hace manifiesto el racismo acendrado, así como la pretensión
de nobleza, que, por cierto, corresponde a una invención genealógica.
También se hace notorio el “anti-comunismo”, aunque no se entienda este comunismo, que se lo confunde con el ateísmo o una forma endemoniada de la expropiación
sin límites; así como se hace patente el odio a los perfiles y formas de lo popular. Ahora bien, este núcleo
de prejuicios suele ocultarse, en
ciertos estratos profesionales y de intelectuales, en enunciaciones más elaboradas, que pueden reclamar
institucionalidad, respeto a la Ley, eficiencia, profesionalismo, normatividad,
incluso reclamar el respeto a las leyes
del mercado. Puede, entonces, adquirir la tonalidad retórica de un realismo
aconsejable o de un pragmatismo
necesario. Sin embargo, a pesar de estos enmascaramientos, se hace patente el prejuicio reclamado de la diferencia social; pues se parte del
criterio que el gobierno es tarea de profesionales, de técnicos, de gente que
sabe, descartando que esta tarea quede en manos del populacho ignorante.
Esta forma de enunciación más elaborada, apologista
de la modernidad y del desarrollo,
así como de la institucionalidad y las leyes, olvida que precisamente cuando
gobernaron los liberales, es decir,
los profesionales, supuestamente apegados a la institucionalidad y a la Ley, también
fueron desbordados por los acontecimientos
políticos, económicos y sociales. Lo que muestra que ningún conocimiento consolidado y reconocido puede
ante la complejidad del acontecimiento. Este rebasamiento del acontecimiento también lo experimentaron
los ingenieros de la planificación social, que pretendían, a diferencia de los liberales, un conocimiento histórico, de las leyes
de la dialéctica de la historia. En
los socialistas, los prejuicios vernaculares están más
ocultos, más encubiertos, más enmascarados, pues el discurso socialista se presenta como la voz de los excluidos,
explotados, discriminados, marginados y subalternizados. En las versiones populistas, se presentan como la voz del
pueblo sin voz. Sin embargo, el prejuicio
de la diferencia, por lo tanto del
privilegio de mandar, enseñar y conducir, reaparece en estas versiones modernas
y vanguardistas. En otras palabras, el conservadurismo
recalcitrante no solamente se congrega en la casta con pretensiones de
nobleza, sino que se distribuye
por dosis en distintos estratos sociales, reaparece como substrato recóndito en distintas formas ideológicas y discursivas, incluso en las pretendidas vanguardias.
Por eso, no es sorprendente que en las
condiciones de difusión que apertura las llamadas redes sociales, es decir, las telarañas
del internet, reaparezcan las emisiones más groseramente conservadoras y
recalcitrantes, racistas, machistas, sexistas y hasta fascistoides. Ciertamente,
no es lo único que se hace evidente, sino que este discurso recalcitrantemente conservador
comparte los circuitos de las redes con otras pretensiones de verdad, no conservadoras, incluso innovadoras. La
red cibernética e informática ha amplificado grandemente los alcances de la
difusión y, como se dice, lo hace en tiempo real. En la red o redes de la
gigantesca telaraña en constante expansión
se encuentra de todo; bibliotecas virtuales al alcance de la mano, enciclopedias,
diccionarios, información abundante, hasta las más banales elucubraciones
especulativas y de los rumores, pasando por toda clase de ofertas y demandas. El
espectáculo se ha amplificado y
desbordado elocuentemente, haciéndose accesible para todos, obviamente para los
que acceden a las herramientas del internet. Las personas se hacen públicas, en
las agregaciones de amistades, que no dejan de ser desconocidas. Estamos ante
un acontecimiento cibernético, informático
y de la virtualidad desbordante, que se podría comparar con el acontecimiento de la imprenta y del periódico,
que dieron lugar al nacimiento de la opinión
pública; para Benedic Anderson, al acontecimiento
de las comunidades imaginadas. En el
caso del acontecimiento cibernético e
informático, se trata del desborde de la pluralidad de opiniones, que van más allá de lo público, pues articulan distintos niveles y planos, desde los íntimos
y privados, hasta los compartidos como espectáculos
fugaces y virales, pasando por toda clase de agrupaciones y asociaciones que
comparten inclinaciones o curiosidades. Ya no se trata de comunidades imaginadas, como las naciones, sino múltiples conglomerados
circunstanciales, provisionales y momentáneos, que hacen patente lo que no
se veía cuando se conformaron las comunidades
imaginadas; que la comunidad es dúctil
y cambiante; que se puede participar, a
la vez, en distintas comunidades; que
no hay nada permanente ni sólido, sino constantes tránsitos hacia formas de
compartir variadas, sino fluidos que vibran según las intensidades y
expectativas.
Las condiciones
de posibilidad de la comunicación
social han cambiado grandemente; las redes
han sido utilizadas para contrarrestar el monopolio de los medios de
comunicación de masa; para difundir
noticias alternativas, más próximas a los hechos cercanos, aunque también hayan
sido utilizadas para especular y hacer eco de rumores. Las redes han articulado rápidamente convocatorias, protestas y
movilizaciones; aunque también, han permitido difundir elocuentemente los prejuicios ateridos, dichos en las
formas más banales y descarnadas.
En plena crisis
política, en pleno desenvolvimiento de la crisis múltiple del Estado-nación y del orden mundial, se requiere, más que nunca, del aprendizaje colectivo de
las experiencias sociales; por lo
tanto, de pedagogías colectivas. Es cuando, se puede aprovechar esta heurística cibernética e informática,
además de los medios audiovisuales masificados, para reflexionar colectivamente sobre las problemáticas heredadas, que
adquieren una singularidad amenazante
en la coyuntura. Sin embargo, los
esfuerzos por hacerlo resultan escasos y casi islas perdidas en un océano de
banalidades, oasis en el desierto discursivo que no dice nada. La emisión de prejuicios ateridos, que se hacen
presente, en estas condiciones de las redes y los medios de comunicación
masivos, abruma y oculta los pocos esfuerzos por utilizar esta heurística y tecnología comunicacional
para reflexionar, aprender y actuar responsablemente.
El espacio
mediático se ha convertido en el espacio
de la mercantilización de la palabra y de la imagen; el espacio de las redes no deja de caer en
esta desbordante compulsión mercantil. La tecnología
comunicacional, en vez de servir para el aprendizaje
social y las pedagogías colectivas, es utilizada para hacer proliferante la
banalización, empobreciendo la cultura
al máximo de la estridencia de las apariencias y de la simulación. Las leyes de
comunicación, incluso de los “gobiernos progresistas”, refuerzan estas
inclinaciones nihilistas; están lejos
de democratizar la comunicación,
haciendo accesible al usuario el uso de esta instrumentalidad para participar
en la construcción colectiva de la opinión social, de la decisión y de la política.
Cuando reaparecen las pretensiones de verdad del conservadurismo
recalcitrante en las redes sociales
y en los medios de comunicación, se hace manifiesto que se está atrapado en la desdicha de la consciencia culpable, que no se han resuelto las contradicciones
culturales, que se recurre a presupuestos trasnochados, empero ateridos, para
encontrar refugio en las cavernas, ante lo que aparece como amenaza
incomprensible; cuando se trata, mas bien, de desafíos de la complejidad, sinónimo de realidad. Desafíos que invitan a nuevas
adaptaciones, adecuaciones y equilibraciones, transformando las condiciones de posibilidad institucionales.
Entonces, las pretensiones de verdad conservadoras fijan la verdad en el miedo, en la cultura
fosilizada, en la anacrónica institucionalidad
rebasada, por lo tanto, en la ilusión
de que las viejas verdades son como
el cimiento de toda verdad posterior
y venidera, cuando apenas fueron, en su tiempo, primerizas interpretaciones de las torpes edificaciones del poder.
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