La desfachatez política

La desfachatez política
Raúl Prada Alcoreza



La desfachatez política









Los políticos conforman una clase, en el sentido taxonómico, muy singular; sobre todo, definiendo un perfil atiborrado de contrastes y contradicciones, además de barroquismo no armónico ni equilibrado de sus estructuras subjetivas. Un perfil extravagante es de aquellos políticos que se creen cumpliendo un destino asignado por las glándulas de las estrellas. Generalmente este perfil aparece, de manera evidente, cuando fungen de gobernantes, que es cuando la latencia de estos delirios o desordenes aparecen plenamente, con todos sus rasgos asombrosos. Estos personajes son alucinantes, sobre todo, por su extravagante deseo de divinidad o consagración mítica; en el fondo, se consideran mesías, que cumplen como una profecía anunciada, quien sabe qué cuando ni por quienes. Pero, esta certeza es lo que menos importa; lo indispensable, para ellos, es que sienten que son elegidos por el destino o el llamado de los pueblos; aunque este llamado nunca se haya escuchado verídicamente. Lo que se supone es que lo hayan soñado. Entonces, el mensaje se habría transmitido como en visiones, de una manera misteriosa. En todo caso, sea como sea, están convencidos que son los elegidos; además, añadiendo a esta pretensión extravagante, consideran que se sacrifican por la exigencia del pueblo a seguir conduciendo la barca, aunque sea el rumbo del naufragio.

Son personajes o mejor dicho, saliendo de las figuras de la trama literaria, son composiciones subjetivas barrocas, en combinaciones explosivas, que no logran ni equilibrio ni estabilidad emocional. Sin embargo, no hay muchas investigaciones sobre estos perfiles subjetivos, que muestran claramente síndromes complicados, derivados de la función de poder. Sin embargo, no están solos en el delirio, que no solamente es político, sino como deseo del deseo, por lo tanto, imposible de satisfacer. Se trata de una búsqueda interminable del goce que nunca se logra. Es pues la textura del drama. Hombres infelices en el poder, buscan desesperadamente, satisfacerse o, mejor dicho, sustituir su insatisfacción imposible, con formas palpables y elocuentes de dominación. Por eso, aparecen como soberbios, cada vez más cerca de los rasgos que configuran al déspota clásico. Su prepotencia, a ojos vista, es tomada por ellos como defensa de la misión, encomendada en el sueño indescifrable de ángeles o demonios; también,  si es el caso, de insinuaciones de las marcas dejadas en las “arrugas de los abuelos” o en la corteza surcada de los troncos de los árboles. No dicen nada sobre el silencio metálico o mineral insondable de las piedras; no llegan a tanto.

Todo esto sería digno de estudio y hasta encomiable tarea para investigaciones sobre las desolaciones humanas; sin embargo, no son efectuadas ni tomadas en cuenta por una ciencia política aburrida, repetitiva, pretensiosa y atrapada en rejillas tristes de escasa capacidad explicativa, a las que nombra como paradigmas. Lo que queda, a falta de investigaciones de caso, es atender a la descripción de lo que llamaremos la desfachatez política. Desfachatez significa actitud de la persona que obra o habla con excesiva desvergüenza y falta de comedimiento o de respeto; también dicho o hecho descarado e insolente. Cuando hablamos de desfachatez política, queremos decir que se trata del  comportamiento desvergonzado que tiene escaso o ningún respeto por los demás, sobre todo, lo que se llama opinión pública, también sentidos comunes del pueblo, en sus variadas formas de multitud. Hay como una lista muy larga de ejemplos al respecto. No se trata de ser exhaustivos en esta descripción minuciosa; sino de detenerse en algunos comportamientos anecdóticos, que pueden ayudar a ilustrarnos sobre estos fenómenos del síndrome del emperador. En el texto que lleva este título sugerente escribimos:

Boceto para una hipótesis del “síndrome de la dominación”

La filosofía y la psicología han supuesto como básico el “instinto de agresión”, atribuido, en principio a los animales, como mecanismo de defensa o, en su caso, de competencia de machos por las hembras o, en otros casos, como mecanismo de la caza, en lo que respecta a los nombrados como depredadores. Sin discutir lo acertado o no de este supuesto; dejándolo ahí, en todo caso, este “instinto” aparece esporádicamente, cuando tiene que aparecer, como defensa, como competencia o como caza. No ocurre como cuando se traspasa este instinto al humano; en quien no solamente aparece intermitentemente, sino que es constante, se convierte en sistemático. En lo que corresponde a este fenómeno de la “agresión”, constante, recurrente, continua y sistemática, hay que observar que parece que ya no es acertado hablar de agresión, pues se trata de un comportamiento sistemático y recurrente.

Si se trata de un comportamiento constante, continuo, recurrente y sistemático, que solo pasa en las sociedades humanas; de este modo, entonces, no se trata del denominado instinto de agresión, atribuido a los animales, sino, si se quiere, de otro “instinto”, generado en los humanos. Si es constante y sistemático, no se trata, como dijimos, de agresión, sino de una conducta que busca otra finalidad, distinta a la defensa, a la competencia, a la caza; una finalidad que tiene que ver con el efecto, también permanente, que se persigue. En las sociedades humanas aparece, a partir de un momento o momentos diferidos, lo que llamaremos, provisionalmente, jugando con las analogías de los términos, incluso de los conceptos, síndrome de dominación.

El síndrome de dominación, por las características que tiene y que hemos mencionado algunas, no puede corresponder a lo que atribuyen los etólogos a los animales, como “instinto de agresión”, a un “instinto natural”, sino solo puede ser un instinto social, por así decirlo, manteniendo el término discutible de “instinto”, para preservar niveles de comparación en la exposición.  

Ciertamente es incómodo hablar de instinto social, pues el concepto de instinto supone un comportamiento natural, por así decirlo.  De acuerdo a la definición, el instinto es una conducta innata e inconsciente, que se transmite genéticamente entre los seres vivos de la misma especie, que les hace responder de una misma forma ante determinados estímulos. Es también un impulso natural, interior e irracional que provoca una acción o un sentimiento sin que se tenga conciencia de la razón a la que obedece.

El instinto, en castellano, viene del latín instinctus, que quiere decir impulso o motivación; corresponde al verbo instingere, formado por el prefijo in, que significa desde adentro, interno; así como del verbo stingere, que significa pinchar, impulsar, motivar. El instinto se define biológicamente como pauta hereditaria de comportamiento, cuyas características son que es común en toda la especie; las excepciones y variabilidad son mínimas, explicándose por el instinto mismo. Posee finalidad adaptativa. Es de carácter complejo, es decir, supone procesos para su aparición y efectuación; percepción de la necesidad, búsqueda del objeto, percepción del objeto, utilización del objeto, satisfacción y cancelación del estado de necesidad. Es global, compromete a todo el organismo vivo. Sin embargo, estamos manteniendo el término como metáfora, sobre todo por razones de exposición e ilustrativas.

Hablamos del instinto social de dominación. Supongamos, en principio, manteniendo la comparación y las analogías, que nos referimos al cuerpo social. A partir de un determinado momento o, mas bien, de momentos diferidos, cuando se construyen instituciones, las que se encargan de cristalizar y transmitir determinadas relaciones sociales en la reproducción social, la relación preponderante o, mas bien, un núcleo de relaciones, es la que se establece como de captura, control y sometimiento. Estas relaciones no solo se institucionalizan, sino que simbolizan, adquiriendo de fatalidad imaginaria o destino. La estructura de relaciones internalizada o la institucionalidad incorporada incide en los comportamientos. Éstos se convierten no solamente en hábitos sino en habitus, como lo define Pierre Bourdieu. Entonces estas relaciones de captura, control y sometimiento forman parte del habitus, es decir, del sentido práctico. Esto es, el habitus de dominio se convierte como en un instinto de dominación, aunque no fuese natural, sino que aparece imaginariamente como natural.

La dominación o las polimorfas formas de dominación, que corresponden a las relaciones de captura, control y sometimiento, aparecen en los comportamientos; son, prácticamente comportamientos y conductas. Por las investigaciones biológicas y psicológicas sabemos que el comportamiento corresponde a procesos de adaptación y adecuación de los organismos con respecto del medio. Podríamos decir que los comportamientos sociales, relativos a las sociedades humanas, corresponden a adaptaciones y adecuaciones de los sujetos sociales al medio social, es decir, al conglomerado institucional que ordena a la sociedad institucionalizada. Se trata de un medio social cuya dinámica se organiza en función de las estructuras de dominación. La dominación se convierte en principio y fin de las relaciones sociales, de las prácticas sociales y de los imaginarios sociales.

Se convierte en valor y valorizador de las relaciones; así como en deseo, deseo de dominar. Este deseo de dominar forma parte de la estructura del instinto de dominación. Sin embargo, este instinto de dominación es inoculado, incorporado e inscrito en los cuerpos de los sujetos socialmente, es decir, por efecto de los agenciamientos concretos de poder, que son las instituciones.

Por lo tanto, el síndrome de dominación o, usando la metáfora, el síndrome del emperador, no es un fenómeno que se puede atribuir a individuos anómalos, como, de alguna manera, sugiere la psicología general, como si se tratara de una mala inclinación o de una inadaptación. Aunque aparezca de manera hipertrofiada en determinados individuos, se trata de una inclinación compartida socialmente. El síndrome de dominación tiene su substrato en la sociedad misma, en la estructura y la malla institucional de la sociedad.

En consecuencia, el problema del síndrome del emperador no puede resolverse con atenciones individualizadas o grupales, incluso colectivas, en instituciones especializadas. El problema o, si se quiere, el substrato del problema, solo puede ser resuelto socialmente, en la sociedad misma, transformando sus estructuras sociales y sus mallas institucionales, que son las que inoculan el instinto de dominación en los sujetos sociales.

Lo que decimos no quiere decir que los individuos, sobre todo, los individuos políticos, particularmente los que asumen funciones estatales, de gobierno, de representación o de voceros, ya sean oficiales o contestatarios, no tengan responsabilidad. De ninguna manera. La inclinación a la dominación, si se quiere, utilizando la metáfora, el síndrome del emperador, compartido socialmente, tiende a manifestarse de manera notoria y hasta exagerada precisamente cuando se dan las condiciones de posibilidad para que ocurra esto. Los ambientes políticos son los más propicios para el desarrollo del síndrome del emperador, sobre todo en los gobernantes[1]


Ahora bien, en consecuencia, estos perfiles y estas estructuras subjetivas convalecientes no son fenómenos “anómalos” solitarios, sino, más bien, formarían parte de esquemas de comportamientos, mas bien, de substratos volitivos, que sostienen los esquemas de comportamientos, de manera colectiva, social; difundida y distribuida en las individualidades proliferantes y masivas sociales. Se trata del deseo de dominación, inoculado por las mallas institucionales, mejor expresado, por los diagramas de poder en la superficie de los cuerpos como historia políticas y en los espesores corporales como substratos orgánicos de las estructuras subjetivas.

Para decirlo sencillamente, de una manera fácil y entendible, estos perfiles extravagantes, que patentizan alucinadamente el síndrome del emperador, no se dan de manera aislada, sino, mas bien, de manera acompañada. El deseo de dominación, que se ha convertido como en prejuicio social compartido, es como el humus donde germinan estas plantas solitarias del síndrome del emperador,  dado de una manera elocuente y desmesurada, como una especie de hipertrofia singular del poder. No se trata solo, lo que sería muy fácil y  no del todo adecuado, aludir a la masa elocuente de llunk’us, aduladores, zalameros, además de apologistas, sino de las masas populares, que no atinan a demoler los castillos de naipes y prefieren, cómodamente, por así decirlo, mantener la dramática recurrencia del círculo vicioso del poder. Dejan que todo siga pasando como siempre, como si se tratase de una condena o una fatalidad, de la que no se puede escapar, sino que hay que soportar. Este comportamiento, no es otra cosa, en el fondo, que el deseo del amo; la aceptación de la dominación, de la sumisión, por lo tanto, de su esclavitud, de su minoría de edad, usando una expresión kantiana, de manera metafórica.

Entonces, se podría decir, para ilustrar, que la desfachatez política aparece, de manera extravagante, en los comportamientos delirantes y en el discurso alucinante de los personajes que encarnan, modernamente, al emperador, por ejemplo los caudillos; empero, esta desfachatez aparece distribuida como comportamientos pasivos, de aceptación, en  la proliferante práctica sumisa y recurrente de la gente. Algunos se contentan con denunciar; otros se contentan con mostrar patéticamente su resentimiento y enojo; otros se muestran como jueces supremos, más allá de lo corrosión institucional de la justicia,  como si hubieran individualmente escapado al contagio decadente. Estos son como los estratos privilegiados de los que se consideran moralmente superiores al monstruoso leviatán, encarnado en el caudillo, ángel caído sin alas[2]. La mayoría, siguiendo con la exposición ilustrativa, pecando de esquematismo, considera que esto no les afecta en sus vidas cotidianas, salvo si se llega a la crisis; que se trata del mundo ajeno de los famosos, los poderosos o, en su caso, de los ricos. Entonces, condescienden con tolerar esta tormenta de las superestructuras. Todos estos comportamientos, definidos en perfiles esquemáticos, son cómplices del poder, del círculo vicioso del poder, pues no cruzan el umbral, no van más allá de la denuncia, del enojo, de la protesta verbal, en su forma proliferantemente distribuida, en su tolerancia condescendiente y su crítica de mesa.

Entonces, lo que llamamos desfachatez política es acompañada por la desidia masiva de la costumbre, que no es otra cosa que, sumisión aceptada. Esta aceptación no deja de ser tal porque se denuncie, se exprese enojo, se pretenda superioridad moral, se tolere masivamente y de manera popular; al contrario, son las formas variadas de la sumisión, que sostienen la edificación maltrecha de la institucionalidad del Estado.










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