Gráficas de la violencia estatal
GRÁFICAS DE LA VIOLENCIA ESTATAL
Gráficas de la violencia estatal
La desvergonzada intervención policial de la sede de CONAMAQ
Raúl Prada Alcoreza
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Como en Chaparaina,
como en toda la ruta de la VIII marcha indígena, la policía, uno de los
aparatos de emergencia del Estado, aparato represivo, por excelencia, ha usado
su fuerza coercitiva para materializar la descarada vulneración de los derechos
de las naciones y pueblos indígenas y de la Constitución. Ya es una costumbre
“institucionalizada” el que estos organismos del “orden” se impongan, usen la
condición no declarada de Estado de excepción, violando los derechos
fundamentales. ¿Bajo qué criterio se usurpa, prácticamente, la sede del
CONAMAQ, con una intervención policial, que acompañó a los bravucones que
tomaron la sede, a nombre de una trucha organización indígena? No hay ley que
ampare semejante vejamen de los derechos de las naciones y pueblos indígenas.
Decir que custodian la sede, como dirimiendo entre dos bandos, uno de los
cuales es una creación bochornosa, improvisada y provisional, del delirio
gubernamental, síntoma de esquizofrenia galopante – pues los gobernantes viven,
por lo menos, en dos “realidades”, la que es producto de su imaginario de poder
y la que es producto de la gestión institucional, la “realidad” como producto del
poder, dejando en suspenso el referente de la experiencia, que llamamos
“realidad” efectiva, que es como una intersección de múltiples recortes -, no
es más que una torpe excusa, cuando a todas luces se trata de una intervención
policial. ¿Quién juzga a este delito constitucional, por lo tanto, quién juzga
a estos agresores uniformados y a sus jefes burócratas por este atropello? ¿El
órgano judicial, la fiscalía? El poder judicial es un brazo de administración
de ilegalidades del gobierno; la policía y el ejército son el brazo armado de
un gobierno extractivista, que continua la colonialidad por los rumbos
impuestos por el capitalismo dependiente, las empresas trasnacionales
petroleras y mineras, además del sistema financiero internacional. Nadie, las
naciones y pueblos indígenas se encuentran indefensos ante esta escalada de
atropellos de gobiernos “progresistas”, que de “progresistas” sólo les queda el
nombre. Los ciudadanos se encuentran a merced de las medidas ideadas por
megalómanos y autoritarios gobernantes, que sienten estar sobre mortales, leyes
y Constitución.
Cuando la violencia
es el pan de cada día, cuando los que usufructúan del poder se acostumbran a
hacer lo que les viene en gana, justificando después sus acciones a como dé
lugar, con cualquier argumento, por más estrambótico que fuera, con cualquier
discurso, por más increíble que fuera, se puede comprender que el asalto
gubernamental a la sede de una organización indígena, la que representa a
los ayllus y markas del Qullasuyu, sea tomado
como procedimiento cotidiano. Hay como una costumbre, el peso de la costumbre,
la que empuja a contemplar estos hechos como si formaran parte del acontecer
diario. Lo grave es que se acepte que pasen, que se dé una infalible
indiferencia, acompañada, ciertamente, por un estupor momentáneo, que intriga.
El comienzo incipiente, intempestivo, empero fugaz, de la indignación, queda
ahí; nada más. Después se vuelve a la cordura, al realismo; se llega, entonces,
a concluir: esas son cosas que pasa, qué le vamos a hacer. Este es un síntoma
de la sumisión y la subalternidad, sino es de la complicidad silenciosa.
Cuando pasa esto,
hemos perdido el sentido de la vida. Se opta por no hacerse problema; esta es
la forma más triste de vivir. Renunciar a la dignidad humana. Las personas que
concluyen de esa manera, no se dan cuenta que las víctimas no son solamente los
afectados visiblemente por la violencia estatal, sino también ellos, las y los
observadores, a quienes, esta violencia les dice: no me interesa lo que sientas
por lo que ves, tampoco lo que piensas por lo que ocurre, lo único que me
interesa es lo que hago, al desencadenar mi fuerza. Al no darse cuenta que las
víctimas somos todos, pues se nos impone un mundo de violencia, un mundo donde
vale la fuerza que se impone, donde importan un bledo los valores, las leyes,
la Constitución, la esperanzas y las expectativas por mundos alternativos, se
verifica los alcances de la dominación; se renuncia a la condición humana,
suplantándola por la condición cautiva.
Lo que se juega,
cuando se cumplen estos atropellos, es, no solamente el “destino” del proceso,
no solamente los derechos fundamentales, sino la posibilidad de ser,
siendo esto posible en la distinción del hacer, de la praxis,
de la invención de nosotros mismos, escapando del molde institucional. Al
aceptar que estas cosas pasan, sea por indiferencia, por miedo, por “realismo”,
aceptamos el papel mediocre que otorga el campo institucional, el de repetir la
“consigna”, seguir en los mismo, en la reproducción cotidiana de lo mismo,
donde somos “felices” en los logros permitidos; empero, profundamente
insatisfechos, pues no nos encontramos en esta “felicidad” comprada. La
violencia irradia varias ondas; las primeras tienen que ver con las víctimas
inmediatas; empero, hay otras ondas que alcanzan a las víctimas mediadas. Los
que perpetran la violencia no respetan a nadie, ni a las víctimas inmediatas,
ni a las víctimas mediadas, las que creen que no son víctimas, sino sólo
observadores. A la violencia le importa un bledo tu presencia, la presencia de
los “observadores”; sencillamente no cuentan. Obviamente, esta desenvoltura de
la violencia nos muestra que no hay ejercicio de la democracia; lo que hay es
el despliegue de conductas no-democráticas en el marco de una democracia
formal.
Este irrespeto a la
gente es la manifestación de un despotismo encarnado. Hay una canción mexicana
cuya letra dice que la vida no vale nada; habría que decir, sin necesidad de
cantar, que, para la violencia estatal, la gente no vale nada. Lo único que se
valora es el acto mismo de la violencia, se valora la fuerza, lo conseguido por
medio de la fuerza. La “realidad” para los gestores de poder es un referente un
tanto extraño, es un espacio donde se da la oportunidad para aprovecharla; el
que no la aprovecha es un tonto. Por eso, de lo que se trata es de imponer, por
las buenas o por las malas, por negociación o por la fuerza. Si hay leyes,
normas, reglas, si hay Constitución, sólo están para ser usadas en beneficio;
no para ser cumplidas.
No se puede aceptar,
desde ningún punto de vista, que esta forma de vivir pueda ser considerada
“normal”. Son, más bien, las formas de traumas adquiridos. Son formas que son
resultados de experiencias dramáticas; las que terminan siendo consideradas
cotidianas. La violencia, los que hacen uso de ella, se aprovecha de este
estado de ánimo, de esta vulnerabilidad, para efectuar el despliegue renovado
de las fuerzas, de la “ley” de la fuerza y de la fuerza de la ley. Los que
usufructúan del poder, los que hacen uso de la violencia estatal, de alguna
manera, saben, a través de conjeturas heredadas del sentido común, de la
vulnerabilidad extendida de la sociedad, ante el desenlace de la violencia; por
eso, actúan impunemente.
Hay pues una
complicidad velada entre los que perpetran el atropello y los que callan. Las
victimas están solas, incomprendidas, pisoteadas y mancilladlas. Quizás sea
esto lo más brutal de la violencia; no tanto así el hecho contundente de la
descarga de fuerza sobre los cuerpos, sino el abandono de las víctimas. Somos,
la mayor parte de las veces, una sociedad terrible, una sociedad que enseña
lecciones amargas. Al final las víctimas quedan solas ante su despojamiento.
Hace poco, se ha
celebrado un aniversario de los derechos humanos. ¿Qué derechos humanos?
¿Cuánto se ha avanzado? La palabra oficial, de las instituciones
internacionales de derechos humanos, es que se ha avanzado en los convenios
internacionales, en las leyes, en la institucionalidad, que habría asumido
estos derechos en sus estructuras, en las garantías institucionales de estos
derechos. Empero, la pregunta es: ¿si se siguen perpetuando en el mundo
violaciones sistemáticas a los derechos humanos, en un mundo que dice
respetarlos, cuánto, efectivamente, en sentido práctico, se ha avanzado? Lo
paradójico, que esto se dice, esta evaluación entusiasta se la presenta,
cuando, precisamente se violan los derechos de las naciones y pueblos
indígenas, cuando se violan los derechos de las comunidades y de los pueblos,
afectados por la irradiación destructiva del extractivismo. El avance, del que
se habla, es un tanto imaginario, aunque pueda haber ocurrido, en comparación
con periodos anteriores, para satisfacción, beneplácito y tranquilidad de la
tecnocracia de derechos humanos. Cuando, en La Paz, se daba lugar esta
conmemoración, Olga Flores, que salía de una huelga de hambre, demandando por
insólita postergación y encubrimiento del caso de Chaparina, donde, en toda su
evidencia, se conculcaron los derechos de los pueblos indígenas, que defendían
su territorio, irrumpió en la escena, y encaró a los presentes echándoles en
cara su hipocresía. Estos sucesos, de protesta y de interpelación, son tomados
por los medios de comunicación como noticia; empero queda ahí. Los usuarios de
las noticias leen o ven la noticia como una anécdota; a algunos les parecerá
valiente esta actitud, otros mostraran indiferencia, y otros reprobaran. Pero,
todo queda ahí. Nadie se inmuta, ni se siente comprometido, ni interpelado.
Acciones como ésta, son, en realidad, convocativas, aunque no lo digan;
convocan a la gente a reaccionar, a salir de su pusilanimidad.
Habría que decir,
entonces, que los atropellos van a seguir, mientras la gente mantenga un
silencio cómplice. Los atropelladores actúan apoyados, aunque sea de manera
indirecta, por esta complicidad silenciosa. Cuándo reacciona la gente; cuando
se atraviesan ciertos límites, como la masacre y la desmesura descomunal de la
violencia. Esto ocurrió ante lo acaecido en Chaparina; por eso, se dio el apoyo
masivo a la VIII marcha indígena. También acontece cuando se afecta
contundentemente a su supervivencia; esto ocurrió cuando se dio el
levantamiento popular contra el “gasolinazo”. Empero, ¿por qué esperar a que
acontezcan estos cruces de límites? ¿No es cada injusticia un evento ante el
que tenemos que reaccionar? ¿La toma violenta de la sede de CONAMAQ, por
fuerzas combinadas, de mercenarios y policías, no es ya una desmesura?
Al parecer, no se
reacciona en bloque; son las instancias más sensibles de la sociedad, las primeras
en reaccionar. Activistas, organizaciones de defensa, organizaciones de
proyecciones emancipatorias, fuera de las organizaciones directamente
involucradas en la afectación.
Es
la convocatoria de estas instancias, su activismo, las que, a veces, logra
movilizar a sectores sociales y al pueblo. Este a veces depende de la
combinación de un conjunto de factores intervinientes; el nivel de la crisis en
la coyuntura, el alcance del deterioro de un periodo político, el estado de
ánimo de la gente, la “centralidad” sintomática de las víctimas, los
dispositivos puestos en juego, de un lado y del otro, enfrentados. La retórica,
en sentido de convencimiento, de los discursos emitidos; el alcance de la
afectación. Los estallidos sociales no son continuos ni permanentes; son, mas
bien, intermitentes y discretos, en el sentido matemático. Los estallidos
sociales se larvan en las entrañas
mismas de la sociedad. Sin embargo, hay que tener en cuenta que, en este caso,
de la crisis del llamado “proceso de cambio”, la relación del gobierno
progresista con el imaginario popular coadyuva a alargar el lapso de la
intermitencia y discontinuidad, pues, a pesar de haberse perdido la confianza y
de la notoria frustración, todavía el asombro, sumado, a la huella de la
expectativa dejada, le otorgan un margen incierto de maniobra al gobierno.
Estos sucesos, de
violencia estatal, de vulneración de derechos, dados en el contexto de su
propia irradiación de ondas afectantes, enseñan mucho sobre la composición no
visible de la sociedad, así como de la composición del mapa de las
subjetividades sociales, los estados de ánimo. La relación de la violencia con
la gente es problemática. Nadie deja de ser afectado, de alguna manera, aunque
la intensidad de la afectación sea diferencial. La diferenciación aparece en
las respuestas a la violencia. Desde la inmediata reacción de activistas y
organizaciones hasta la indiferencia más pasmosa. La violencia desatada, al
irradiar sus ondas expansivas, grafica el mapa interno de la sociedad, el mapa
de los estados de ánimo, de las predisposiciones, el alcance de la
interpelación. La mayoría de las veces nos muestra el peso de la inclinación al
conformismo. Sin embargo, la violencia está ahí, queda en la memoria, como
imagen desagradable. La interpelación del hecho conmovedor queda, afectando,
molestando, colocándose como malestar. Esta angustia latente puede crecer,
dependiendo de las circunstancias. Los atropelladores, los vulneradores de
derechos, se equivocan al creer en su impunidad durable. Lo perpetrado queda
como dato, está registrado; en algún lugar de la “consciencia”, incluso de los
más indiferentes, el acto no es aprobado. La impunidad es “externa”, dura
mientras los violentos monopolicen la fuerza institucionalizada. Como dijimos,
no se puede esperar nada de la administración de justicia, pues el Órgano
judicial está totalmente cooptado; es la justicia social la que se encarga de
reivindicar a las víctimas, de algún modo, aunque sea como referente de las luchas
que siguen.
La
caída de la mascara
¿Por qué la obsesión
de tomar CONAMAQ? ¿Por qué la obsesión por destruir el TIPNIS? Fuera de
entender que, en el último caso, se han otorgado concesiones para la
exploración de hidrocarburos, además del develado proyecto de extender la
frontera agrícola, fuera de comprender que el gobierno busca controlar todas
las organizaciones sociales, como parte de la cooptación estatal de la
sociedad, en este caso de la sociedad en sus estratos más profundos, es
menester entender, también, que, en la medida que el gobierno es interpelado
por las naciones y pueblos indígenas, por las organizaciones indígenas de
tierras bajas y de tierras altas, su máscara indígena tambalea. Busca mantener
la apariencia, queriendo mostrar, hacia afuera, que sigue siendo un gobierno
indígena y de los movimientos sociales. El gobierno no puede aceptar la
presencia y la existencia de espacios orgánicos de interpelación, menos si son
indígenas. Empero, ocurre lo contrario de lo que busca, al desatar violencia,
al dividir organizaciones, como en el caso de la CIDOB, al forzar una carretera
extractivista por el bosque del TIPNIS, se desenmascara, mostrando su carácter
anti-indígena y su apego extractivista. En el conflicto del TIPNIS la máscara
indígena se le cayó al gobierno. Es sus sucesivos intentos de tomar CONAMAQ y
dividirlo, con una estrategia parecida a la usada en la división del CIDOB, ha
descubierto su proyecto anti-comunitario, su apego al sindicalismo campesino y
a la propiedad privada de la tierra.
Esta obsesión por el
control del CONAMAQ y la CIDOB, por la fragmentación de las comunidades
indígenas y la desterritorialización de los territorios indígenas, es un
síntoma de su profunda debilidad, respecto a la descolonización, a la
perspectiva indígena y al proyecto comunitario. El gobierno sólo tiene un
discurso retórico, en el sentido de superficial, sobre estos temas; está lejos
de comprender estas grandes problemáticas históricas. Se desespera entonces;
por una parte, emparentar lo que no es; por otra, cumplir con los proyectos que
verdaderamente sigue; extractivistas, desarrollistas, rentistas, empresariales
y mercantilistas. El gobierno se encuentra desgarrado por este dilema; se
encuentra entre mantener la apariencia y realizar el repetido proyecto de
desarrollo. No cumple con ninguno, ocasionando, más bien, una mezcla
inconclusa, donde prepondera el clientelismo, el prebendalismo y la corrupción
galopantes.
Se ha dicho que lo
que le preocupa al gobierno es mantener el control del Fondo Indígena, Fondo
que ha dejado de ser indígena, pues lo controlan, por mayoría las
organizaciones campesinas, apoyadas con la participación del Estado, el
Ministerio de Economía y Finanzas Públicas. Más de las tres cuartas partes de
los proyectos aprobados, que cuentan con presupuesto, corresponden a proyectos
de las organizaciones campesinas. Parte de estos proyectos tiene poco que ver
con los objetivos y los requisitos de fortalecimiento comunitario, cultural e
identitario, establecidos en la misión del Fondo Indígena. Es más, estos
proyectos ejecutados no han rendido cuentas; no se sabe qué pasó con los
desembolsos y los productos. Se puede colegir, que hay una desesperación del
gobierno por evitar la fiscalización del CONAMAQ del Fondo Indígena. Ya el CONAMAQ
y la CIDOB hicieron conocer sus observaciones y denuncias al manejo fraudulento
del Fondo Indígena. La toma de CONAMAQ puede ser consecuencia también de esta
desesperación del gobierno por evitar el control indígena del Fondo Indígena.
El presidente ha pedido que la Contraloría investigue lo que pasa en el
Fondo Indígena. ¿Esto es sincero? ¿Qué ha hecho la contraloría respecto de la
expansiva corrupción en las instituciones del Estado, en los proyectos de
vivienda, en las empresas públicas, en el costo sobrevaluado de las correteras
y otros proyectos en ejecución? Nada. Sólo se encarga con un esmero acucioso
cuando se trata de opositores. Nadie se opone que tenga que hacerlo, si es que
se trata de actos de corrupción; lo que llama la atención, que no investiga ni
controla en los espacios donde la corrupción ha cobrado institucionalidad.
Más parece este
pedido del presidente a la Contraloría una pose, que acompaña la intervención
del CONAMAQ. Es muy difícil creer que el ejecutivo no esté informado de lo que
pasa en el Fondo Indígena. Si lo saben y no hacen nada, es porque este manejo
discrecional del Fondo forma parte de los procedimientos de cooptación de la
dirigencia campesina e indígena. Esta es la cruda “realidad”; la política ha
sido reducida a la conservación desnuda del poder, empleando todos los
procedimientos al alcance. En los parámetros de esta “realidad”, los indígenas
están demás, sus demandas y reivindicaciones, sus derechos, sus autonomías,
autogobiernos y libres determinaciones; están demás sus organizaciones
consecuentes. No caben en un mundo brutal, donde prevalecen la fuerza
desenvuelta y la astucia criolla.
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