Crepúsculo de los verdugos

Crepúsculo de los verdugos 

 

Sebastiano Mónada 

 

 

 




 

 

 

 

 

 

Hoy he contado tantos muertos

que me he perdido en el cementerio.

Solitario en la enramada de silencios

de bosques somnolientos de ensueño.

 

Los políticos dicen que esto ocurre siempre,

formando parte del chirrido de la máquina

burocrática de los asesinatos rutinarios, 

lo que no saben es que todos lo saben: 

tienen las manos manchadas del llanto 

de las madres que ya no sueñan.


No saben del padecimiento de los residentes

ni del duelo interminable de los presentes,

ni del inmenso vacío abierto en la atmósfera

por el canto memorable de los pájaros ausentes

y la danza ceremoniosa de los que se despiden.

 

Se miran al espejo y dicen yo soy el centro.

¿El centro de qué? De la nada insólita.

Diseminación crepuscular de la banalidad.

El hueco siniestro de la tumba oscura, 

enigmática espera de la sepultura.

 

Aposento de los cadáveres mudos,

cansados y abatidos  para siempre

sin lograr respuesta a sus preguntas,

en la larga espera ciega en el vacío,

ciclo de eternidad donde nada ocurre.

 

Las multitudes salen de sus pueblos,

olvidados  por los ferrocarriles muertos,

que ya no recorren las distancias de la puna.

Salen de sus casas pobladas de nostalgias, 

buscando por los caminos atajos secretos,

encontrar ruta serpenteante hacia linderos,

huellas ancestrales hendidas en espesores

del presente fugaz viajando raudamente,

que conduzca a la salida del laberinto.

No la encuentran, solo hallan la muerte.

 

La comarca gamonal reina apoteósica.

Arlequines lúdicos de dominios provisorios

deciden, sentados en apoltronados tronos,

sobre la vida y la muerte de sus súbditos.

Indolentes, no se conduelen ante la congoja

irremediable de los que se quedan esperando

el regreso imposible de los muertos inolvidables.

Ante el duelo que embarga las almas magulladas. 

 

Pueblo reclamando con sus musicales cuerpos, 

con el archivo de sus huesos sabios y gramáticales,

con ondas de ánimos polifónicos y sincronía alegre.

Pueblo de multitudes coloridas tejedoras del destino.

 

Nunca asumen responsabilidad ante sus actos atroces,

se lavan las manos, se pasan la bola de fuego entre ellos.

Otros son los culpables, los fantasmas del terror,

El trauma emerge desde sus reiterados resentimientos.

 

Las víctimas del presente son de verdugos pasados.

Es la retórica vacua de la casta cínica y veleidosa,

reproducida cíclicamente en elecciones periódicas.

Hedonistas que declaran en medios especuladores,

artistas triviales del teatro cruel de las imposturas,

poniendo caras talladas en mármol pulido 

para criptas enmohecidas por el olvido.

 

Están sitiados por los guerreros nómadas,

retorna el pachakuti del levantamiento panandino.

Defendidos por mecanizada guardia mercedaria,

de mestizos uniformados y hombres desclasados.

Cipayo ejército servil de la ocupación extractiva. 

Por agudos fusiles que suenan en la concavidad

de la angustiada bobeda herida del cielo

 

Amenazantes, golpeando puertas, arrastrando presos,

desencadenando intermitente guerra contra el pueblo, 

en resguardo de mafias conglomeradas por el crimen,

en incursiones punitivas de bandas políticas. 

 

Pronto sus fortalezas vulnerables se derrumbarán,

demolidas por la voz multitudinaria de las marchas,

por la energia vital de poblaciones corporales,

avalanchas de pasiones vitalizando el planeta.

Potencia social recreando mundos exuberantes. 

 

 

 

 

 

 

 

 

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