Crisis del Estado-nación y de la democracia formal


Crisis del Estado-nación y de la democracia formal

Raúl Prada Alcoreza






Definamos la democracia formal como la democracia, en sentido pleno, como autogobierno del pueblo, restringida institucionalmente; acotada, limitada por el Estado y circunscrita al juego democrático representativo y por delegación. El pueblo, en sentido efectivo, ha desaparecido, para ser mediado por las representaciones y las delegaciones encomendadas electoralmente. Esta democracia restringida ha funcionado en las llamadas repúblicas modernas; claro que el funcionamiento no ha estado exento de problemas, adecuaciones forzadas, interrupciones violentas, llevadas a cabo por motines intermitentes. Pero también por constantes acotamientos y restricciones que deprimían el ejercicio democrático a estrechos espacios privilegiados; hombres, propietarios privados e ilustrados. Estas circunscripciones y jurisdicciones privilegiadas se han ido ensanchando; empujadas por las luchas sociales y las luchas de las mujeres por su participación. En el caso de las repúblicas que se asentaron en territorios indígenas colonizados, los espacios democráticos también se ampliaron por la lucha de las naciones y pueblos indígenas por sus reivindicaciones políticas, culturales y territoriales. El voto universal en el continente fue arrancado al Estado-nación por las revoluciones nacional-populares. Sin embargo, a pesar de la universalización del voto, de la inclusión de todos en la participación electoral, el ejercicio de la democracia no deja de ser restringido, pues está conformado por mediaciones institucionales, representativas, delegativas y normativas.

En todo caso, la democracia formal e institucionalizada por la Constitución, incluso por las reformas constitucionales, recientemente, a principios del siglo XXI, por procesos constituyentes, que se autoproclamaron poder constituyente, por lo tanto, en términos prácticos, por Asambleas Constituyentes originarias, ha funcionado, en algunos periodos, en su recurrencia rutinaria, en otros periodos, como interrupciones abruptas; retomada en su extensión, intensificación y profundización por revoluciones populares. Después del interregno de las dictaduras militares, en plena guerra fría, la democracia formal es recuperada del control de los fusiles y las bayonetas caladas. Este periodo, primero, de las “transiciones democráticas”, segundo, de las relativas consolidaciones institucionales, el ejercicio democrático, en el Estado-nación, va a experimentar una especie de crisis latente, de la que no le va a ser fácil salir. En algunos casos, se dan intentos de proyectos nacional-populares, como segundas versiones, un tanto tardías, de lo que fueron las revoluciones nacional-populares heroicas de mediados de siglo XX. En otros casos se ingresan a coaliciones barrocas, entre “socialistas” y neoliberales; en un tercer tipo de casos, emergen proyectos neoliberales de envergadura que postulan el achicamiento del Estado, el ajuste estructural, basado en privatizaciones de recursos naturales y empresas públicas, así como del ahorro de los trabajadores, acompañadas por disminuciones notorias en la inversión social. El resultado palpable de la aplicación del proyecto neoliberal va a hacerse visible en el costo social y la pauperización de las arcas del Estado; la riqueza pasa a manos privadas, sobre todo a empresas trasnacionales. La crisis social, que, además, es acompañada por la crisis económica, generada por este tipo de políticas económicas por despojamiento y desposesión, genera las condiciones sociales y políticas del descontento social, de la multiplicación de las demandas sociales, así como por el desencadenamiento de movilizaciones sociales. Lo que emerge de este estado de cosas y de subjetividades es la movilización social generalizada contra el proyecto neoliberal.

El ejercicio de la democracia formal, expandida, en el marco del voto universal, sobre todo de la politización colectiva, dada por la experiencia de las luchas sociales, va a dar lugar a gobiernos populares, mayoritariamente votados y respaldados por un pueblo alzado y rebelado contra las formas del monopolio del poder, perdurables hasta ese entonces. Como en todo momento de entusiasmo colectivo, se creyó que éste era el comienzo de otra era política. Los nombres rimbombantes traducen esa expectativa: “socialismo del siglo XXI”, “socialismo comunitario”. Sin embargo, el entusiasmo no tardó en convertirse en frustración; los nuevos gobiernos nacional-populares tardíos del siglo XXI no tardaron en demostrar sus limitaciones; sobre todo sus profundas debilidades. En la medida que estas revoluciones neo-populistas o, si se quiere, neo-socialistas, se dieron en una sociedad turbulenta, pero todavía atrapada en las mallas institucionales del Estado-nación, las promesas nacionalistas, populistas, socialistas, incluso indigenistas, no pudieron cumplirse. Hablamos de las fallas estructurales del Estado-nación subalterno, por lo tanto, dependiente. Los llamados “gobiernos progresistas”, en vez de arriesgarse por la consecuencia constitucional, de sus novísimas constituciones, del nuevo constitucionalismo latinoamericano, optaron por el realismo político y el pragmatismo, intentando un camino sinuoso, por lo tanto, difícil, de reformas tímidas, combinadas con pactos solapados con la burguesía, los agroindustriales, incluso los latifundistas. Además de permitir la permanencia de las empresas trasnacionales extractivistas, aparentemente controlada por las “nacionalizaciones” y la soberanía del Estado.  

La crisis múltiple del Estado-nación atraviesa entonces distintos contextos histórico-políticos, distintos periodos, en las genealogías del poder, local, nacional y regional. Sin detenernos en las características de la crisis del Estado-nación en periodos anteriores a los “gobiernos progresistas”, remitiéndonos, en este caso, a ensayos anteriores, podemos tipificar la singularidad de la crisis del Estado-nación en el lapso histórico de los “gobiernos progresistas”. La crisis múltiple del Estado-nación durante el periodo de los “gobiernos progresistas” se puede caracterizar, primero, por la saturación de problemas políticos y de legitimación no resueltos a lo largo de las historias políticas de los Estado-nación, sobre todo, subalternos. Segundo, por haberse convertido en un dispositivo en el mapa de la geografía política y la geopolítica del sistema-mundo capitalista, al servicio de garantizar las transferencias de los recursos naturales al centro cambiante del sistema-mundo. En consecuencia, contando con márgenes de maniobra acotados por la división del trabajo a nivel mundial. Tercero, por convertir a la máquina abstracta y concreta de poder, que es la malla institucional estatal, en el instrumento de promesas incumplibles, dados los márgenes de maniobra acotados por el sistema-mundo. Cuarto, por reproducir la genealogía del poder de la forma de gubernamentalidad clientelar, que denota patentemente la perdida de convocatoria, que se compensa con la extensión de redes clientelares. Quinto, por su caída catastrófica en las prácticas paralelas del poder, las de la economía política del chantaje y las del lado oscuro del poder. Por último, por no tener otra alternativa, después de asistir incluso al desgaste de la forma de gubernamentalidad clientelar, que recurrir a la escalada de violencia y de represión para mantenerse en el poder.

En consecuencia, asistimos, en los espesores de la coyuntura presente, a los desbordes de la crisis del Estado-nación, en las circunstancias y condiciones del colapso del funcionamiento de la democracia formal. Esta crisis se evidencia en la impotencia de la “oposición” de elaborar una propuesta, por lo menos, provisional, para salir de la crisis política. Si logra maniobrar, como en el caso de Argentina y Brasil, y conseguir el acceso al gobierno por elecciones o, como se dice, por balotaje, se trata de gobiernos sumamente débiles, sin capacidad de maniobra política, salvo la repetición trasnochada del desvalido proyecto neoliberal o, aún peor, del desgarbado proyecto del conservadurismo recalcitrante del fascismo criollo. Lo que implica, de por sí, la confesión del fracaso, en lo que respecta a la crisis de legitimación. La diatriba exacerbada de los gobiernos neo-populistas, que todavía se mantienen en el gobierno, devela el fracaso de la legitimación, pues no es lograda, salvo por la ficción de la propaganda y la publicidad compulsiva. Por donde se le vea, por las salidas trasnochadas de “derecha” y las salidas desesperadas de “izquierda”, la crisis múltiple del Estado-nación se evidencia a todas luces.

En Bolivia la “Cumbre por la Democracia” muestra patentemente la complementariedad de la “oposición” respecto al “oficialismo”. En una nota definimos esta situación de la manera siguiente:

Participar en las primarias, participar en las elecciones, es ya habilitar a los inhabilitados por el voto popular, expresado el 21 de febrero de 2016. El principio necesario, indispensable e ineludible es hacer respetar la decisión definida por el pueblo en el referendo sobre la reforma constitucional. Mientras esto no se cumpla es inconsecuencia participar en las primarias y en las elecciones. No solo se habilita a los inhabilitados, sino que después del golpe de Estado jurídico-político perpetrado por el TSE, como que se legitima al gobierno de facto, que ya tiene todo preparado para ganar las elecciones.  Con estas actitudes inconsecuentes la “oposición” ha demostrado que es complementaria al oficialismo, que forma parte del círculo vicioso del poder. El pueblo debe encontrar su propio camino, sin contar con la casta política, que funge de “oposición”. La salida popular es ir más allá del círculo vicioso del poder, más allá de la “izquierda” y la “derecha”, más allá de las poses y usos políticos seudo-democráticos. Siendo la democracia gobierno del pueblo, el pueblo tiene que liberar su potencia social, encontrar salidas de transiciones consensuadas, en la perspectiva del Autogobierno del pueblo.   


La democracia formal está en crisis. Es decir, en el marco institucional de esta democracia representativa y delegativa de la república, no se puede encontrar ninguna salida a la crisis política. No hay que confundir el cansancio de lidiar con engreídos y megalómanos gobernantes, perdidos en el laberinto de su soledad, con un proyecto de salida de la crisis. No lo es; por eso, no se trata tampoco de cambiar a unos amos por otros, a unos comediantes políticos por otros. Las nuevas caras no son prueba de una salida de la crisis, menos de una nueva era política. Sencillamente, se trata de nuevas caras en la misma trama política y en la continuidad escabrosa del círculo vicioso del poder. Esto lo comprueba el pueblo argentino y el pueblo brasilero, que se cansó de la galopante corrupción neopopulista, que optó por cansancio cambiar las caras de los gobernantes. Ahora se encuentra con lo grotesco histórico-político, endémico, sin discurso ni ideología, salvo la reiteración de la letanía del esquematismo no creíble del equilibrio económico, peor aún, de la venganza moral de los patriarcas otoñales e impotentes; después de haber buscado escapar de la comedia del grotesco político del neo-popilismo, del neoindigenismo y del neo-fascismo criollo.

La salida a la crisis no puede, obviamente darse, por una opción tan ingenua y simplista, como cambiar de caras de los gobernantes, de las “oficialistas” a las de la “oposición”.  La crisis múltiple del Estado-nación es compleja y profunda; data de la conquista y la colonia, perdura en la colonialidad cambiante y en constante metamorfosis. Si los pueblos del continente quieren resolver esta crisis histórico-política-cultural, deben tocar las raíces de las genealogías del poder en el continente. Es decir, y esta vez no como demagogia populista, tampoco indigenista, se debe lograr procesos de descolonización; lo que equivale a deconstrucciones hermenéuticas colectivas de alcance integral. No se pueden haber constituido ni repúblicas, ni democracias, ni Estado-nación legítimos, sobre cementerios indígenas. Por otra parte, no se pueden resolver los problemas del capitalismo, la explotación en distintas escalas y estratificaciones, además de modalidades y sujetos sociales involucrados, desde la otra cara de la medalla del poder; de un lado está el capital, del otro lado esta el Estado. En tercer lugar, no se puede hablar de liberación cuando ésta esta mediada por representantes y vanguardias que habla en nombre de la “víctimas” de las dominaciones. La liberación solo es posible desde los y las propias afectadas por las dominaciones polimorfas. En otras palabras, si no hay madurez, es decir, autonomía, de los sujetos sociales involucrados, es decir, el uso critico de la razón y el autogobierno, no hay liberación; o la “liberación” resulta una palabra para encubrir a la nueva elite dominante que habla en nombre de las víctimas.

Concretamente, en el caso de la crisis múltiple del Estado-nación en Bolivia, la “oposición” está muy lejos de ser una salida a la crisis política, menos a la crisis que expresa dramáticamente la decadencia del neopopulismo. Pregunta: ¿podrá el pueblo boliviano liberar su potencia social, asumirse críticamente, preguntarse: cómo hemos llegado a ser lo que somos en el momento presente? Lograr deconstruir la ideología, en sus distintas versiones y tonalidades, el fetichismo simbólico e imaginario del poder, y diseminar las mallas institucionales del Estado colonial, logrando comprender el secreto perverso de su dominación y el secreto del recurrente círculo vicioso del poder. No lo sabemos. Nuestra responsabilidad está en interpelar y preguntar.





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