Lula irá a la cárcel
Lula irá a la cárcel
Punto final para la izquierda y el proyecto Brasil Potencia
Con
la definitiva condena de Lula se cierra un ciclo político en América Latina. El
ex presidente no podrá presentarse a las elecciones del próximo año, su partido
será reducido a la mínima expresión y el futuro de las izquierdas queda
suspendido en un limbo del que no podrá salir siquiera en el mediano plazo.
Raúl
Zibechi
Por
seis votos contra cinco, el Supremo Tribunal Federal (STF) rechazó el habeas
corpus presentado por los abogados del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva.
De ese modo, pierde la chance de evitar la prisión antes de las elecciones
presidenciales de octubre. Aunque el desenlace era previsible, supone una seria
derrota para el Partido de los Trabajadores, para la izquierda brasileña y
latinoamericana y, por supuesto, para el principal líder de esta corriente.
En
la correlación de fuerzas que provocó esta derrota deben anotarse como mínimo
tres aspectos: la potente irrupción de los altos mandos de las fuerzas armadas
en el escenario político, algo inédito en tres décadas de pos dictadura, la
conformación de una nueva derecha militante, profundamente racista, antipopular
y antidemocrática que polarizó al país y, por último, una izquierda paralizada
que no ha sido capaz de comprender las nuevas realidades globales y regionales.
LA “ÉTICA” MILITAR. El
comandante del Ejército, general Eduardo Villas Boas, escribió en su cuenta de
twitter, horas antes del inicio de la sesión del STF que debía decidir si Lula
irá a la cárcel: “Todos los esfuerzos
deben ser hechos para prohibir la corrupción y la impunidad en la cotidianeidad
brasileña”.
La propuesta sería creíble
si partiera de una institución habituada a castigar a los responsables de
torturas y asesinatos durante la dictadura militar (1964-1985). Pero los altos
mandos siguen respaldando a los torturadores, les rinden homenajes públicos y
sesgan el escenario político. En 2016, la Comisión Pastoral de la Tierra
demostró que en los últimos 32 años hubo 1.722 asesinatos en el campo brasileño
en el marco de la reforma agraria, de los cuales sólo 110 fueron a juicio y
apenas 31 personas resultaron condenadas.
La institución que
debería perseguir el crimen en Rio de Janeiro, donde interviene por orden del
presidente Michel Temer, la define Villas Boas como “guardián de los valores y principios de la moralidad y la ética”,
pero no parece empeñada en encontrar a los asesinos de la concejala Marielle
Franco.
Por lo menos otros
tres generales apoyaron al comandante en mensajes públicos. El general Luís
Gonzaga Schroeder declaró a O Estado de
S. Paulo que si Lula no es enviado a la cárcel, “el deber de las fuerzas armadas es restaurar el orden”. Sólo el
comandante de la fuerza aérea, Nivaldo Luiz Rosado, mostró un tono diferente al de los generales,
al apuntar que la sociedad está “polarizada” y exigir a sus subordinados
respetar la Constitución y no poner las convicciones personales por encima de
las instituciones.
Más que una amenaza
golpista, se trata de presiones –inadmisibles por cierto- a los once ministros
del Supremo para que lleven a Lula a la cárcel. Presiones que no se escucharon
cuando el parlamento decidió impedir que la justicia procesara al presidente
Temer. Más aún, cinco mil jueces y fiscales pidieron en carta colectiva que se
mantenga el criterio de que un condenado en segunda instancia debe ir a
prisión, mientras 3.200 abogados opinaron lo opuesto.
SOCIEDAD DIVIDIDA, PAÍS A LA DERIVA. La ofensiva política de los militares está
enseñando, por partida doble, el desconcierto de la sociedad ante la increíble
polarización social-cultural-política y la crisis de las instituciones
democráticas. Cuando los militares se meten de lleno en la política, es porque
las cosas andan mal. Muy mal. Con el tiempo, ese involucramiento genera incluso
divisiones internas irreconciliables.
La pregunta es por qué
los militares, los grandes medios, las iglesias evangélicas, los empresarios y el
tercio de arriba del país, han hecho del odio una seña de identidad que ahora
se focaliza en Lula, pero en el cotidiano se yergue contra negros y negras,
izquierdistas, sexualidades disidentes y un largo etcétera donde entran todos
los diferentes. Meses atrás, en un elegante shopping de Brasilia, un señor
insultó a una mujer y a su hija cuando salían del cine tomadas de la mano
porque creyó que eran lesbianas.
Si eso sucede en un
espacio en el que predominan la clases medias blancas, puede imaginarse cómo
será la vida cotidiana de las lesbianas faveladas,
como Marielle Franco, por cuyo asesinato no se han levantado voces indignadas,
ni en los cuarteles ni entre las clases medias acomodadas.
La hipocresía de la
derecha brasileña impresiona. No sólo domina los medios, la justicia, las
fuerzas armadas y las principales instituciones estatales y privadas de Brasil,
sino que tuvo la habilidad de ganar las calles desde 2013, cuando la izquierda
electoral retrocedió asustada ante la irrupción de multitudes contrariadas por
los aumentos de precios del transporte y la represión policial.
El Movimiento Brasil
Libre (MBL), principal expresión política y militante de la nueva derecha, lleva
casi cinco años haciendo sentir su poder en las calles, desde acciones masivas
con cientos de miles de personas hasta pequeños grupos que la emprenden contra
los estudiantes que ocupan escuelas secundarias o activistas feministas y LGTB.
Desde que desplazaron a la izquierda de las calles, no pararon un minuto.
Consiguieron victorias importantes, como forzar al Banco Santander a retirar
una exposición queer acusándola de “incitar
a la pedofilia y zoofilia” (Público,
14 de setiembre de 2017).
Estamos ante una nueva
derecha militante, ante la cual la vieja izquierda se disuelve en el aire de
una legalidad mezquina, en manos de jueces y fiscales que coinciden con los
postulados de la intransigencia y el odio. No se inmuta ante la irracionalidad
de sus argumentos, ni teme violentar el sentido común y las leyes para imponer
sus postulados. Por ejemplo, aceptar que Temer siga siendo presidente cuando
tumbaron a Dilma por mucho menos de los cargos que la justicia le imputa al
actual presidente.
LA IZQUIERDA IMPOSIBLE. ¿Qué puede aprender la izquierda del juicio
contra Lula y de la imposibilidad de presentarse como candidato? ¿Qué de la
emergencia de la nueva derecha implacable, que no se detiene ante nada?
La primera cuestión es
que la izquierda no puede seguir gobernando como lo hizo, en ancas de aquel
lema (“Lulinha paz e amor”) que la catapultó a Planalto. En enero pasado, en un
mitin en Sao Paulo, aseguró que ya no será el mismo de antes del juicio. “No puedo ser más radical. Pero tampoco
puedo ser Lulinha Paz y Amor. Les di amor y me devolvieron golpes. Quiero
probarles que no tiene sentido arreglar este país si el pueblo pobre no está
incluido” (UOL, 19 de enero de
2018).
Lula
sabe que no puede volver a gobernar, porque una sociedad polarizada no admite
medias tintas como las que promovió durante sus dos gobiernos. Aquel tibio centrismo y la alianza con la derecha no son reeditables.
Las fuerzas sociales que lubricaron la gobernabilidad (empresarios, evangélicos
y sectores de las clases medias), retrocedieron espantados no por sus programas
económicos sino porque los pobres empezaron a moverse y ocupar espacios a lo
largo y ancho del país. Una reacción colonialista a tono con la peor historia
del país, que ningún gobierno puede trasmutar.
La segunda cuestión es que
la izquierda podría interrogarse sobre los caminos a seguir. Desde la caída del
socialismo real (1989-1991), las diversas variantes de las izquierdas optaron
por un pragmatismo rayano en la entrega de sus valores históricos. Con el afán
de llegar al gobierno, diluyeron sus programas y labraron alianzas con las
derechas pagando precios tremendos en legitimidad. En Brasil, nada menos que el
matrimonio con el PMDB del actual presidente, un partido que sólo piensa en
obtener cargos y mantenerse en ellos.
El problema no es ganar o
perder, capricho que siempre estuvo y estará sujeto al vaivén de los ciclos
históricos. La cuestión de fondo es la identidad y la coherencia que debería
emanar de ella. En momentos difíciles como los que atravesamos, vale la pena
escuchar a las personas que atesoran sabiduría, como el historiador Eric
Hobsbawm. En su Historia del Siglo XX sostiene que la
revolución española fue la causa más noble del siglo: “Para muchos de los que hemos sobrevivido es la única causa política
que, incluso retrospectivamente, nos parece tan pura y convincente como en
1936”.
No
podemos decir lo mismo de las experiencias progresistas en América Latina. La
corrupción se está llevando por delante una parte de lo conseguido por esos
gobiernos. La otra parte es dilapidada por esa inentendible soberbia que
desquicia, incluso, a quienes los apoyaron.
La
crisis actual puede ser el momento adecuado para lanzar nuevas-viejas
preguntas. ¿Puede cambiarse la sociedad desde el Estado? En los hechos, el
Estado ha domesticado a las personas que asumen cargos. ¿Porqué las izquierdas
siguen creyendo en algo que llamamos estado de derecho, cuando las derechas
dejaron de creer en la legalidad para imponer sus intereses por la fuerza? En
consecuencia, ¿qué caminos habría que tomar para actuar fuera de los marcos de
las instituciones, pero sin acudir a la violencia?
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