Los jueces
Los jueces
Raúl Prada Alcoreza
Esa inclinación a juzgar,
a colocarse por encima, desde una supuesta posición impecable, es quizás el
acto más expresivo de la legitimación
del poder. El presupuesto inicial es el siguiente: el juez defiende la Ley, la Norma, lo que vendría a ser el esquema de la normalización y de la normatización.
En el substrato de la hermenéutica
del derecho, el juez defiende el bien
común. Juzga entonces, por mediación
del juez, la sociedad misma, la
sociedad que se defiende contra lo
que atenta contra ella, el bien común, la ley, el Estado. El juez tiene a mano para juzgar el sistema de leyes, además de las
instituciones que apoyan a su cumplimiento. Se juzga en procesos judiciales, donde el inculpado tiene, de acuerdo a Ley, derecho a la defensa. Entonces
se contrastan las acusaciones contra los descargos, los indicios contra las
negaciones, los argumentos de la fiscalía contra los argumentos de la defensa.
El juez dirime.
Todo esto se sostiene en el supuesto de la posición impecable. ¿Empero, qué pasa cuando este supuesto no se sostiene, cuando no hay posición impecable? Cuando no hay posición impecable no se sostiene el
acto de juzgar. Este es el tema; si
no hay base donde sostenerse el juzgar es un teatro cruel. El juzgar forma parte de los juegos de
poder; cuando se juzga se ocupa la disposición privilegiada, desde el
simbolismo de la legitimidad, del
ejercicio del poder. Se condena con todo el peso de la Ley, pero, sobre todo,
con todo el peso de la legalidad
institucional; es más, con todo el peso de la predisposición cultural
institucionalizada.
Es esto lo que parece que pasa en gran parte
de los Estado-nación del sistema-mundo
moderno. El acto de juzgar
acompaña a la violencia desencadenada en los países administrados por los
Estado-nación. Ciertamente, no legitima
directamente la violencia desencadenada, sino que lo hace partiendo de sistema jurídico establecido, de la referencia ideal al bien común, de la referencia sociológica y política de la defensa de la sociedad. Entonces, ocurre
como si se adelantara a la justificación de la violencia estatal. Frente a los
problemas que se enfrenta en una coyuntura o incluso en un periodo, como, por
ejemplo, la problemática de la corrosión
institucional y la corrupción, no
puede quedar al margen del tratamiento jurídico de estas problemáticas. El sistema jurídico se declara opuesto al
flagelo de la corrupción; se emiten
declaraciones rimbombantes que señalan como un mal que afecta al Estado y a la sociedad. Incluso desde el gobierno
y los órganos de poder se emiten discursos que declaran la “guerra a la
corrupción”; es más, el Estado promulga leyes anti-corrupción. Sin embargo, el
problema radica en que todo esto no detiene la marcha corrosiva de la corrupción.
Quizás, en su desesperación, al no responder
a la problemática, al no poder ocultar su ineficiencia, el sistema jurídico opta por descargar el peso de la Ley en chivos expiatorios. En quienes se pueda simbolizar la espada implacable de la
Ley, al descargar sobre ellos el castigo
o la pena definida. Pero, todo esto
es una catarsis; la Ley descarga todo
el peso demoledor del Estado en quienes infringieron la norma. La cuestión es que el problema subsiste a pesar del castigo
ejemplar ejecutado. Entonces, si no es
suficiente castigar y encerrar al culpable, la finta de toda esta ceremonia
y pose del acto de juzgar cae por su propio peso. Se
refugia en el castigo del chivo expiatorio, empero mantiene todo
el funcionamiento de la corrosión institucional y de la corrupción envolvente. Quizás esta sea
la salida teatral al problema
acuciante de la corrosión institucional,
pero, de ninguna manera el problema
mismo encuentra una solución. Cuando la justicia,
es decir, el sistema de justicia
nacional, encuentra satisfactorio castigar
a unos cuantos y desentenderse de la responsabilidad
de desmantelar la economía política del chantaje, donde se manifiestan las prácticas de la coerción, del chantaje y
de la corrupción, estamos ante no solamente la renuncia a hacerlo, sino ante la
forma demagógica de descargar la culpa en los chivos expiatorios, sin tocar las máquinas mismas de la economía
política del chantaje.
Por ejemplo, en el caso de la corrupción galopante del “gobierno
progresista” de Brasil, el culpable
penado y castigado es el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva.
Empero, quedan absueltos todos los involucrados en los casos de corrupción denunciados. Cuando se sabe
que los unos y los otros, los que fueron oficialistas “progresistas” y los de
la “oposición” congresal, están implicados en las redes de corrupción, sobre todo vinculados al manejo doloso de la empresa
PETROBAS, además de las empresas constructoras como Odebrecht y OAS, además de otras
empresas brasileras, el castigo y la penalidad a uno de los implicados, por
más importante que sea, es el procedimiento optado para desentenderse del problema. No se trata, de ninguna
manera, de defender a Lula u a otro presidente “progresista”, implicado en corrupción, de ninguna manera, sino de comprender cómo funciona la justicia, el sistema jurídico, en el contexto del funcionamiento del Estado.
Teóricamente,
la lucha contra la corrupción,
implica la lucha contra toda sus maquinarias, estructuras y circuitos, además
de redes, entonces se trata del desmantelamiento
de estas maquinarias, estructuras y redes. Esto es precisamente lo que no se
hace. En el Congreso se da como una componenda para limitar los alcances de las
investigaciones y de las resoluciones congresales, además de las
determinaciones judiciales. Se trata de contentar a la opinión pública, al presentar al culpable, atrapado, juzgado
y castigado. Es una puesta
en escena. Lo que se salva es todo el sistema
de la corrosión institucional y de la expansiva corrupción. Esta complicidad se efectúa por los procedimientos del
acto de juzgar.
Al
final, el juzgar es un procedimiento
implicado en el fenómeno de lo que se juzga. Se trata, hablando directamente,
de una amputación que salva no al cuerpo,
sino a la enfermedad que prospera a
costa del cuerpo. Este procedimiento
se apoya en la inclinación psicológica del espíritu
de venganza, que busca descargar su furia en el culpable, olvidando que el mismo forma parte de la maquinaria
demoledora de la economía política del
chantaje. No solo tendrían que caer todos los implicados, que forman parte
de los partidos “oficialistas” y de la “oposición”, sino que tendría que
desmantelarse la misma estructura, circuitos, redes y recorridos de la corrupción. De lo que se trata entonces
es de lograr la catarsis, la descarga emocional de los cuerpos afectados. En este sentido, el
poder es hábil y pragmático; no interesa defender a los implicados en su marcha
destructiva, lo que importa es que la heurística
del poder siga funcionando,
incluso sacrificando a algunos de los gestores de semejante funcionamiento des-posesivo y despojamiento
social.
El caso de Lula en Brasil, del desenlace de los entramados corrosivos institucionales y de la galopante corrupción del “gobierno progresista”,
es ilustrativo, pues se observa el esfuerzo estatal de salvar el sistema corrosivo y de la corrupción,
donde todos los partidos, es decir, la clase política está implicada,
inculpando, castigando, penando y encarcelando a uno de sus implicados;
quedando exentos todo el resto; protegidos por que el peso del castigo se concentra en el símbolo
mediático de la corrupción.
Lo que sucede, por así decirlo, los desenlaces de los entramados dramáticos,
son ilustrativos de los comportamientos de la clase política, pero también de la sociedad y el pueblo. Parte de
la clase política avala este montaje
estatal, la otra parte significativa de la
clase política está en contra, no exactamente de la concomitancia con la economía política del chantaje, sino con
que se lleve a su líder a la cárcel. Parte del pueblo, situado en medio de la
tormenta, atina a defender al líder, en quién depositó sus expectativas y
esperanza, defiende al líder en su dramática caída. En estas condiciones, también es cómplice de
lo que critica, las maniobras y concomitancias del poder judicial con el
problema mismo en cuestión; al defender al líder, que forma parte del sistema corrosivo y corrupto que atraviesa el Estado, aunque acierta en la parcialidad
del poder judicial.
En las formaciones sociales periféricas, altamente diferenciadas, en el
pueblo experimentado, que ha labrado su memoria
y ha constituido su posicionamiento
histórico-político, la lucha contra las oligarquías, herederas del poder
colonial, es como una predisposición social y política conformada; el problema
radica en que se confunde esta lucha histórica con la defensa de un “gobierno
progresista” circunstancial, más aún con su caudillo.
Ciertamente es todo un aprendizaje
distinguir entre las representaciones
políticas coyunturales y las tareas
imprescindibles de las emancipaciones y liberaciones. A pesar de sus desencantos, el pueblo sale a
las calles a defender lo que queda, un líder decrepito, comprometido hasta la
médula con la misma práctica compartida con los partidos opositores, la
corrupción.
Si bien, está claro, que no se trata de
defender al líder, que ya forma parte de un sistema
de corrupción compartido con la llamada “oposición”, de los circuitos y
redes de la galopante corrupción,
tampoco se trata de aplaudir el logro de la justicia,
el llevar a la cárcel a un corrupto
visible, desentendiéndose de la matriz
del problema, el funcionamiento desequilibrante de la economía política del chantaje, donde la clase política, hasta el mismo Estado, se encuentran comprometidos.
Se nota, en esto, que no solamente, la “derecha”, conservadora recalcitrante,
sino parte de la “izquierda”, solapada conservadora, se dejan llevar por el espíritu de venganza, descargando sus
frustraciones en el cuerpo vulnerable
del culpable.
No hay culpables, sino víctimas,
aunque, en unos casos sean víctimas
privilegiadas, y en otros casos víctimas
desprovistas. La responsabilidad
social es desmantelar las máquinas de
la economía política del chantaje,
donde se encuentran las prácticas
paralelas del lado oscuro de la economía
y del lado oscuro del poder. Cuando
se renuncia a esta tarea y se cae a la autosatisfacción
del acto de juzgar, es más, del
deleite del castigo, se comparte con
los “enemigos” de clase el mismo prejuicio constitutivo del poder: en la
creencia que el problema se resuelve
castigando al culpable.
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