1493 Una nueva historia del mundo después de Colón

1493
Una nueva historia del mundo 
después de Colón

Charles C. Mann










Como otros libros, este tuvo comienzo en un huerto. Hace casi veinte años tropecé con la noticia de que estudiantes de algún colegio local habían cultivado cien variedades diferentes de tomate, e invitaban al público a examinar su trabajo. Como me gustan los tomates, decidí hacerles una visita con mi hijo de 8 años. Cuando Llegamos al invernadero de la institución quede asombrado: jamás había visto tomates de tantos tamaños, formas y colores diferentes.

Un estudiante nos ofreció trocitos para probar en un plato de plástico. Entre ellos había uno con unos bultitos alarmantes, del color de un ladrillo viejo y con una amplia tonsura verdinegra alrededor del tallo. Ocasionalmente tengo sueños en los que experimento una sensación tan fuerte que me despierto. Ese tomate era así: la boca se me abrió sola. El estudiante dijo que se llamaba Negro de Tula. Era un tomate "reliquia" (heirloom), desarrollado en Ucrania en el siglo xix. "Yo creía que los tomates eran originarios de México", dije sorprendido. ¿Cómo es eso de que este se desarrolló en Ucrania?"

E1 estudiante me dio un catálogo de semillas de tomates, chiles y porotos "reliquia”. Al llegar a casa lo hojee, Los tres cultivos se originaron en América, pero una y otra vez las semillas del catálogo provenían de otras regiones: tomates japoneses, chiles italianos, porotos del Congo. Deseando probar más de esos tomates extraños pero sabrosos, encargue semillas, las hice brotar en cajas plásticas y plante las plantitas en un huerto, cosa que nunca había hecho antes.

Poco después de mi visita al invernadero acudí a la biblioteca, y descubrí que la pregunta que le hiciera al estudiante estaba bastante errada. Para empezar, probablemente los tomates no se originaron en México sino en los Andes, En Perú y Ecuador existe media docena de especies silvestres de tomate, todas imposibles de comer salvo una, que produce una fruta del tamaño de una lenteja. Y para los botánicos el verdadero misterio no es cómo los tomates terminaron en Ucrania o en Japón sino cómo fue que los antepasados del tomate actual viajaron de Sudamérica a México, donde cultivadores indígenas transformaron radicalmente las frutas, haciéndolas mas grandes, mas rojas y, lo mas importante, mas comestibles. ¿Por qué transportar miles de kilómetros los inútiles tomates silvestres? ¿Porque la especie no fue domesticada en su lugar de origen? ¿Cómo fue que esos mexicanos modificaron la planta para satisfacer sus necesidades?

Esas preguntas tocaban un antiguo interés mío: los habitantes aborígenes de América, Como reportero de la sección de noticias de la revista Science, había hablado de vez en cuando con arqueólogos, antropó1ogos y geógrafos acerca del creciente reconocimiento de las dimensiones y la sofisticación de las sociedades indígenas antiguas. El asombro respetuoso de los botánicos ante los cultivadores-fitomejoradores-indígenas encajaba exactamente en ese cuadro. Eventualmente llegue a aprender tanto en esas conversaciones que escribí un libro sobre las opiniones actuales de los investigadores acerca de la historia de América antes de Colón. Los tomates de mi huerto llevaban algo de esa historia en el ADN.

Y también algo de la historia después de Colón. A partir del siglo xvi los europeos llevaron el tomate por todo el mundo. Una vez que se convencieron de que esas extrañas frutas no eran venenosas, los agricultores empezaron a cultivarlas no sólo en Europa sino en África y Asia. En pequeña escala, la planta tuvo un impacto cultural en cada lugar al que llegó. Y a veces no fue tan modesto: es difícil imaginar el sur de Italia sin la salsa de tomate.

Con todo, no se me ocurrió que tales trasplantes biológicos pudieran haber desempeñado algún papel mas allá de las comidas hasta que en una librería de viejo me encontré con un librito titulado Ecological Imperialism, de Alfred W. Crosby, geógrafo e historiador que en esa época trabajaba en la Universidad de
Texas. Agarre el libro preguntándome a que se referiría el título, y la primera frase me saltó a los ojos: "Los emigrantes europeos y sus descendientes están en todas partes, y eso requiere una explicación".

Comprendía exactamente lo que quería decir Crosby. La mayoría de los africanos vive en África, la mayoría de los asiáticos en Asia y la mayoría de los indígenas americanos en América. En cambio los descendientes de europeos abundan en Australia, en toda América y en el sur de África. Trasplantados con éxito, en muchos de esos lugares constituyen la mayoría de la población; es un hecho evidente, pero yo nunca lo había pensado antes. Ahora me preguntaba: ¿por qué es así? Desde el punto de vista ecológico eso es tan asombroso como los tomates de Ucrania.

Antes de que Crosby y otros de sus colegas se ocuparan del asunto, los historiadores tendían a explicar la difusión de Europa por el mundo entero casi enteramente en términos de la superioridad europea, social o científica. En Ecological Imperialism, Crosby proponía otra explicación. Aceptando que con frecuencia Europa tenía tropas mejor entrenadas y armas más avanzadas que las de sus adversarios, afirmaba que a la larga su ventaja critica no era tecnológica sino biológica. Los barcos que cruzaban el Atlántico no sólo llevaban seres humanos sino también plantas y animales; algunos deliberadamente y otros por accidente. Después de Colón, ecosistemas que llevaban eones separados se encontraron y se mezclaron de repente en un proceso que Crosby llamó, con el título de un libro suyo anterior, el Intercambio Colombino - The Columbian Exchange -. Ese intercambio llevó el maíz a África y el boniato al Asia oriental, los caballos y las manzanas a América y el ruibarbo y el eucalipto a Europa, y además trasladó en todos sentidos una gran cantidad de organismos menos conocidos como insectos, hierbas, bacterias y virus. El intercambio colombino no fue totalmente comprendido ni controlado por quienes participaron en el, pero permitió a los europeos transformar gran parte de América, Asia y en menor medida África en versiones ecológicas de Europa, paisajes que los extranjeros podían utilizar con más comodidad que sus habitantes originales.
Fue ese imperialismo ecológico, afirmaba Crosby, lo que dio a los británicos, franceses, holandeses, portugueses y españoles la consistente ventaja necesaria para ganar sus imperios.

Los libros de Crosby fueron documentos constitutivos de una nueva disciplina: la historia ambiental. El mismo periodo presenció el surgimiento de otra disciplina, los Estudios Atlánticos, que destaca la importancia de las interacciones entre las culturas ubicadas en las márgenes de ese océano. (Recientemente, cierto número de atlantistas ha agregado al campo de su investigación los movimientos a través del Pacifico; es posible que tengan que cambiarle el nombre a la disciplina). En conjunto, los investigadores en todos esos campos han venido configurando lo que ya es un nuevo cuadro de los orígenes de nuestra civilización planetaria e interconectada, la forma de vida que evoca el término
"globalización". Sus esfuerzos podrían resumirse diciendo que a la historia de reyes y reinas que la mayoría de nosotros aprendió siendo estudiante se ha agregado el reconocimiento del importante papel del intercambio, tanto económico como ecológico. Otra manera de resumirlo sería diciendo que cada vez mas se reconoce que el viaje de Colón no marcó el descubrimiento de un Nuevo
Mundo sino su creación. Cómo fue creado ese mundo es el tema de este libro.

Algunas herramientas científicas desarrolladas recientemente ayudaron mucho a la investigación: los satélites trazan mapas de los cambios ambientales provocados por el enorme comercio - en su mayor parte oculto - del látex, principal componente de la goma natural. Los genetistas utilizan pruebas de ADN para seguir el ruinoso camino del mildiu de la papa. Los ecologistas emplean simulaciones matemáticas para estudiar la difusión de la malaria en Europa. Y podríamos seguir, los ejemplos son legión. También cambios políticos ayudaron. Para citar uno de especial importancia para este libro, es mucho más fácil trabajar en China en la actualidad que a comienzos de la década de 1980, cuando Crosby estaba investigando para Ecological Imperialism. Hoy la desconfianza burocrática es mínima: el mayor obstáculo que encontré durante mis visitas a Pekín fue el abominable tráfico; bibliotecarios e investigadores me facilitaron sin la menor dificultad documentos chinos antiguos, en archivos digitales escaneados de los originales, que me permitieron copiar en un pequeño pen-drive que llevaba en el bolsillo de la camisa.

Este nuevo tipo de investigación dice que lo que ocurrió después de Colón fue nada menos que la formación de un único mundo nuevo a partir de la colisión de dos mundos viejos; tres si contamos a África separada de Eurasia. Nacido en el siglo xvi del deseo europeo de unirse a la próspera esfera comercial asiática, el sistema económico de intercambio terminó por transformar el globo en un solo sistema ecológico para el siglo xix: en términos biológicos, casi instantáneamente. La creación de ese sistema ecológico ayudó a Europa a adueñarse, por varios siglos esenciales, de la iniciativa política, que a su vez determinó los contornos del sistema económico que hoy cubre el mundo entero, en su intrincado, omnipresente y escasamente comprendido esplendor.

Desde que las protestas violentas contra la reunión de la Organizaci6n Mundial del Comercio en Seattle en 1999 llamaron la atención de todo el mundo hacia la idea de la globalización, expertos de todos los colores del espectro ideológico han bombardeado al público con artículos, libros, libros blancos, blogs y documentales que intentan explicarla, celebrarla o atacarla Desde el principio, el debate se ha centrado en dos polos: de un lado están los economistas y los emprendedores que sostienen con pasión que la libertad de comercio trae ventajas para las sociedades; que en un intercambio sin coerción las dos partes ganan. Afirman que cuanto más comercio, mejor. Tolerar algo menos que eso significa privar a los habitantes de un lugar de los frutos del ingenio de los habitantes de otros lugares. Del otro lado está el clamor de activistas ambientales, nacionalistas culturales, organizadores laborales y enemigos de las grandes corporaciones que aseguran que el comercio desregulado trastorna los arreglos políticos, sociales y ambientales en formas que son difíciles de anticipar y generalmente destructivas. Según ellos, cuanto menos comercio, mejor. ¡Protejamos a las comunidades locales de las fuerzas desencadenadas por la codicia multinacional! Dividida entre esas dos posiciones opuestas, la red global ha llegado a ser tema de una furiosa batalla intelectual, con cuadros, gráficas y estadísticas que se contradicen mutuamente, y también con gas lacrimógeno y ladrillos que vuelan en las calles mientras los dirigentes políticos se reúnen tras vallas de policía antimotines para concertar acuerdos comerciales internacionales. Por momentos la confusi6n de eslóganes y anti-eslóganes, hechos verdaderos y falsos, parece impenetrable, pero a medida que fui sabiendo más empecé a sospechar que es posible que las dos partes tengan razón. Desde el principio la globalización ha traído enormes ganancias económicas y también tumultos sociales y ecológicos que amenazan con ser mayores que esas ganancias.

Es verdad que nuestro tiempo es diferente del pasado. Nuestros antepasados no tenían Internet, ni viajes aéreos, ni cultivos genéticamente modificados ni bolsas de valores internacionales computarizadas. Sin embargo, al leer los relatos de la creación del mercado mundial es imposible no oír ecos - algunos muy tenues, otros atronadores - de las disputas que forman parte de los noticiarios de la televisión. Acontecimientos de hace cuatrocientos años determinaron la matriz de acontecimientos que vivimos hoy.

Una cosa este libro no es: una exposición sistemática de las raíces económicas y ecológicas de lo que algunos historiadores llaman, de manera algo grandiosa pero exacta, "el sistema mundial". Hay partes de la Tierra que dejo de lado por completo; eventos importantes que apenas menciono. Mi excusa es que el tema es demasiado grande para abarcarlo en una obra; de hecho hasta el intento de abarcarlo por entero daría un libro imposible de manejar, y de leer. Tampoco hago un tratamiento completo de cómo llegaron los historiadores a trazar ese cuadro nuevo, aunque describo algunos de los principales hitos de ese camino intelectual. En cambio, en 1493 me concentro en áreas que me parecen especialmente importantes, especialmente bien documentadas o - y aquí muestro mi sesgo periodístico - especialmente interesantes. Los lectores que deseen saber más pueden dirigirse a las fuentes mencionadas en las notas y en la bibliografía.

Después de un capitulo introductorio, el libro está dividido en cuatro secciones. Las dos primeras exponen, por así decirlo, las dos mitades que constituyen el intercambio colombino: los intercambios vinculados pero separados a través del Atlántico y del Pacifico. La sección atlántica empieza con el caso ejemplar de Jamestown, inicio de la colonización inglesa permanente en América. Establecido como aventura puramente económica, su destino fue decidido en gran parte por fuerzas ecológicas, en particular la introducción del tabaco. Originaria del bajo Amazonas, esa especie exótica - excitante, adictiva y vagamente profana - fue objeto de la primera moda frenética realmente global. (La seda y la porcelana, que desde mucho antes eran una pasión de Europa y Asia, se extendieron a América y fueron las siguientes.) Ese capítulo prepara el terreno para el segundo, dedicado a las especies introducidas que conformaron, más que cualesquiera otras, las sociedades de Baltimore a Buenos Aires: las criaturas microscópicas que causan la malaria y la fiebre amarilla. Después de examinar su impacto en asuntos que van de la esclavitud en Virginia a. la pobreza en las Guayanas, termina con el papel de la malaria en la creación de los Estados Unidos.

La segunda sección desplaza el foco hacia el Pacifico, donde la era de la globalización empezó con enormes cargamentos de plata de la América española enviados a China. Se abre con una crónica de ciudades: Potosí en lo que es hoy Bolivia, Manila en las Filipinas, Yuegang en el sudeste de China. Esas ciudades otrora famosas y hoy raramente mencionadas fueron eslabones esenciales y febriles en un intercambio económico que cubría el mundo entero. Dicho de paso, ese intercambio llevó a China los boniatos y el maíz, con consecuencias accidentales devastadoras para los ecosistemas chinos. Como en un ciclo de retroalimentación clásico, esas consecuencias ecológicas conformaron las condiciones económicas y políticas subsecuentes. Por último, los boniatos y el maíz tuvieron un papel importante en el florecimiento y el derrumbe de la última dinastía china. Y también tuvieron un papel pequeño, pero igualmente ambiguo, en la dinastía comunista que eventualmente la sucedió.

La tercera sección muestra el papel del intercambio colombino en dos revoluciones: la Revolución Agrícola, que se inició a fines del siglo xvii, y la Revolución Industrial, que arrancó a comienzos y mediados del siglo xix. Me concentro en dos especies introducidas: la papa (llevada de los Andes a Europa) y el árbol del caucho (trasplantado clandestinamente de Brasil al sur y el sudeste de Asia). Ambas revoluciones, la agrícola y la industrial, contribuyeron al ascenso de Occidente, a su súbita aparición como potencia dominante. Y ambas habrían tenido cursos radicalmente diferentes sin el intercambio colombino.

En la cuarta sección retomo un tema de la primera. Aquí me ocupo de lo que en términos humanos fue el intercambio de mayores consecuencias: el tráfico de esclavos. Alrededor del 90 por ciento de las personas que cruzaron el Atlántico antes de 1700 eran africanos cautivos, (También indígenas americanos formaron parte del tráfico de esclavos, como explico.) Como consecuencia de ese gran desplazamiento de poblaciones humanas, durante tres siglos en muchos paisajes americanos predominaron, en términos demográficos, los africanos, los indígenas y los afro-indígenas. Sus interacciones, durante mucho tiempo ocultas a los europeos, son una parte importante de nuestro legado humano que apenas está saliendo a la luz.

El encuentro del hombre rojo y el hombre negro, por así decirlo, tuvo lugar contra un fondo de otros encuentros. Los espasmos migratorios desencadenados por Colón involucraron a tantos pueblos diferentes que el mundo presenció el ascenso de la primera de las metrópolis poliglotas de población mundial que hoy nos son familiares: la ciudad de México. Su mezcla cultural iba desde lo más alto de la escala social, donde los conquistadores se casaban con miembros de la nobleza de los pueblos conquistados, hasta lo más bajo, donde barberos españoles se quejaban amargamente de los barberos chinos inmigrantes que trabajaban por casi nada. Esa enorme y turbulenta metrópolis representa la unificación de las dos redes descritas en la primera parte de este libro. Una coda ubicada en el presente sugiere que esos intercambios continúan con el mismo vigor.

En algunos aspectos esa imagen del pasado - un lugar cosmopolita, impulsado por la ecología y la economía - es sorprendente para personas que, como yo, crecieron con relatos de navegantes heroicos, inventores brillantes e imperios adquiridos gracias a la superioridad tecnológica e institucional. También es extraño comprobar que la globalización lleva casi cinco siglos enriqueciendo el mundo. Y es inquietante pensar en la historia igualmente larga de convulsión ecológica causada por la globalización, y en los sufrimientos y los cataclismos políticos causados por esa convulsión. Pero también hay grandeza en esa visión de nuestro pasado; nos recuerda que cada lugar ha tenido su papel en la historia humana, y que todos forman parte del proceso mayor e inconcebiblemente complejo del progreso de la vida en el planeta.

Escribo estas palabras en un cálido día de agosto. Ayer mi familia cosechó los primeros tomates de nuestro huerto, el sucesor algo mejorado del cantero de tomates que plante a raíz de la visita a aquel colegio hace veinte años.

Después de sembrar las semillas del catálogo, no tarde mucho en descubrir por qué tantas personas adoran trabajar en sus huertos. Trabajar con los tomates me hacía sentir como cuando construía un fuerte, siendo niño: estaba creando un refugio del mundo y a la vez creándome un lugar propio en ese mundo. Arrodillado en el suelo, estaba creando un pequeño paisaje, un paisaje que tenía la intemporalidad confortable y tranquilizadora que evocan palabras como "hogar".

Para los biólogos esto debe parecer una paparrucha. En distintos momentos mi cantero ha albergado albahaca, berenjenas, morrones, alcachofas, varios tipos de lechuga y otras hojas similares y unas pocas caléndulas, que según mis vecinos alejan a los insectos (pero los científicos no están tan seguros). Ninguna de esas especies se originó a menos de 2.000 kilómetros de mi huerto. Tampoco el maíz y el tabaco que se cultivan en fincas cercanas: el maíz viene de México y el tabaco del Amazonas (esta especie de tabaco, por lo menos; hubo una especie local que ha desaparecido). Igualmente extranjeros, dicho sea de paso, son las vacas, los caballos y los gatos de mis vecinos. El hecho de que personas como yo sientan sus huertos como familiares e intemporales es una prueba de la capacidad humana de adaptarse (o bien, si lo vemos de manera menos caritativa, de nuestra capacidad de operar en la ignorancia), Lejos de ser un lugar de estabilidad y tradición, mi huerto es un registro biológico de los vagabundeos y los intercambios humanos del pasado.

En otro sentido, mis sentimientos son correctos. Hace casi setenta años el folclorista cubano Fernando Ortiz Fernández acuñó el término "transculturación", algo torpe pero útil, para designar lo que ocurre cuando un grupo de personas toma algo - una canción, una comida, un ideal - de otro. Casi inevitablemente, observaba Ortiz, la cosa nueva se transforma; las personas la hacen suya adaptándola, quitándole y poniéndole para que encaje con sus necesidades y su situación. Desde Colón, la transculturación convulsiva domina el mundo. Cualquier sitio sobre la Tierra, salvo quizá partes de la Antártida, ha sido modificado por lugares que hasta 1492 eran demasiado remotos para tener algún impacto sobre el. Durante cinco siglos el estruendo y el caos de la conexión constante han sido nuestra situación habitual; mi huerto, con su muestra de plantas exóticas, es un pequeño ejemplo. Y finalmente, ¿cómo fue que esos tomates fueron a dar a Ucrania? Una manera de describir este libro sería decir que representa, mucho después de hacerme por primera vez la pregunta, mis mejores esfuerzos por averiguarlo. 

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