Tareas pendientes e ineludibles
Tareas pendientes e
ineludibles
Interpretaciones de la
guerra del Chaco II
Raúl Prada Alcoreza
Dedicado a mi suegro Humberto Alzérreca, excombatiente de la
guerra del Chaco.
Humberto contaba apasionadamente sus
aventuras en la guerra del Chaco. En la manera de contar, en sus ademanes
asiduos, en su voz timbrada, se develaba que no había salido nunca del Chaco;
la conflagración lo había marcado para siempre. Su amigo Miguel quedó enraizado
en las tierras ardientes y abrumadoras del Chaco Boreal. Le puso el nombre a su
hijo, recordando al amigo muerto en combate. La construcción del sentido, es decir, la cosmovisión que emergió después tiene
su centro gravitatorio en este Chaco disputado por dos naciones pobres y
desmanteladas. Aunque el sudeste del país quedó como en el pasado y se encuentra distante de la ciudad de La Paz, la
proximidad de la memoria de una experiencia exigente, donde se pone el
pellejo, hace que la atmósfera candente de ese ecosistema, que sirvió de
escenario a una guerra fratricida, esté tan cerca, sea tan inmediata, que no se
pierde la ocasión de hablar de esos recuerdos intensos.
La guerra está presente, ineludiblemente presente.
No se trata solo de recuerdos, de cúmulos de nostalgias y penas, sino de esa
manera de hacerse presente en las
maneras de ser, en las conductas;
incluso en el modo de querer a la familia. Se la quiere y mucho, pero, siempre
decodificando desde la experiencia
vivida; valorando desde la exigencia máxima a la se fue sometido. Por eso, vale
la pena preguntarse sobre el presente,
que aparentemente está en otro tiempo,
que se desplaza en otros escenarios,
donde ocurren otras cosas. ¿Es así como parece ocurrir? ¿Desde que locus se interpreta lo que se
experimenta en el momento presente?
¿Desde la descripción que se hace
posible por lo que se observa y se anota? ¿O, mas bien, a pesar de la
manifestación cotidiana, apropiada a las descripciones
someras, el locus no es del ahora, del instante, de la momentaneidad que fluye, sino pertenece a un espesor mutable?
Tal parece que no
podemos desentendernos de los espesores
de la experiencia, que se sedimentan,
tampoco de los espesores de la memoria, que tejen en una permanencia
que ignora el tiempo, que no le da
importancia a los momentos, como si
lo único inmanente y trascendente sea la inscripción y
registro de huellas en el cuerpo, por
medio de la consecución de la fenomenología
de la percepción. Se podría decir, entonces, que el locus es atemporal, que
es más bien simultáneo; su manera de
permanecer mutando. Nos damos cuenta
entonces que no le damos importancia al locus,
que es parte constitutiva de lo que somos,
sino que preferimos recurrir a la imitación,
a decir desde lo que se espera que se diga, según las buenas costumbres y el sentido común. Es más, desde las
modulaciones escolares e institucionales. Entonces se dice lo mismo, se comparte los mismo, se repite la letanía de los mismo, con todas las variaciones que se
quiera. Perdiendo la oportunidad de
hablar desde las hendiduras e inscripciones de la experiencia, desde el substrato
territorial donde las sensaciones
capturaron fenómenos, se asociaron para componer interpretaciones inmediatas,
aprendieron del mundo efectivo, dando
sus primeros pasos. Las certezas se
encuentran aquí, en este lugar; el saber concreto emerge como aprendizaje constante. En estas
condiciones se puede hablar, como se dice, con conocimiento de causa.
Don Humberto se fue
sin ser escuchado como corresponde; no por escuchar lo que se asume como anecdótico, sino con atención. Tratando de comprender lo que se transmite en toda
su integridad. Tratando, al escuchar, de acercarse, a la experiencia singular
del locutor, del que cuenta su experiencia.
Esta incomunicación, pues este es el
nombre adecuado, devela dos problemas;
uno, que por timidez o inhibición no se habla desde el locus, al que se lo tiene oculto. Sigue siendo la causa y el motivo
del discurso, empero, no se le reconoce, ni se le da rienda suelta. Dos, no se
escucha la narración, vale decir, la composición implícita, por lo tanto, se
está lejos de descubrir la trama;
solo se escucha el discurso, la emisión de lo que se toma como anécdotas.
El mundo en el que vivimos, que, en
realidad son mundos, si se quiere,
acotados, esferas, esta habitado por testigos, por testimonios, por seres
que guardan experiencias, las cuales
se encuentran silenciadas por la forma de comunicación
impuesta por la sociedad moderna. No aprovechamos, como es debido, a estos
tesoros de la experiencia; los tenemos
ahí como parte de la vida cotidiana.
Son situados en el mapa estriado de
las relaciones sociales institucionalizadas. Por lo tanto, son enmudecidos, a
pesar de que se los deje hablar y se los escuche anecdóticamente. La contraparte
no deja de ser triste; al no atender, al no escuchar, como es debido, cuando se
escucha nomás, se pierde la oportunidad de valorar la propia experiencia singular. Nuestros cuerpos
registran las experiencias singulares,
empero éstas quedan archivadas en los almacenes no usados por la memoria. La memoria usada queda restringida al uso pragmático de la vida cotidiana; lo que es una manera de
matar a la memoria, de hacerla inútil.
Debemos recuperar las
memorias singulares de la guerra del
Chaco, periodo bélico que exigió la movilización militar, que desafío al pueblo,
cuando todavía se encontraba tratando de empezar a comprender la anterior derrota bélica, la de la guerra del Pacífico.
En las memorias singulares se
encuentran registradas las experiencias
particulares de esa guerra; por lo tanto, lo dado en su desmesura no decodificada ni descifrada. Que sea casi imposible
hacerlo tal cual, según dice Paul Tellería Antelo[1],
dadas las condiciones temporales y la
exigua población de ex-combatientes a estas alturas; incluso, así, si
estuvieran, no es fácil recuperar la integralidad
de los planos y espesores de intensidad
de las vivencias. Sin embargo, es menester acudir a todo lo que se tiene al
alcance; archivos históricos, centros de datos, fuentes primarias, fuentes
secundarias, testimonios, narrativas. Es más, es menester también acudir lo que
parece que no está al alcance, lo que parece haberse perdido, no solo con la
desaparición paulatina de los excombatientes, sino por la distancia del tiempo, el cambio de los escenarios de la guerra y de los contextos nacionales; esto implica
hurgar en los espesores del presente, vale decir, comprendiendo
que nos movemos en la simultaneidad dinámica,
no en el tiempo. Esto es encontrar en
las irradiaciones de la guerra del Chaco y sus desenlaces las huellas
inscritas en los espesores sociales.
La malla institucional que nos llevó a la
guerra fratricida y a la derrota parece mantenerse, a pesar de los cambios
contextuales, inclusos de mutaciones en la forma
de Estado, a pesar de las revoluciones
y también regresiones ocasionadas. Para
decirlo de manera directa, la derrota
de la guerra del Chaco se encuentra en la ideología
autocomplaciente, incapaz de autocrítica,
de evaluar críticamente lo que pasó; por lo tanto, incapaz de comprender los entramados que desencadenaron los desenlaces. El haber entregado el mando de la guerra a oficiales
oportunista, que arrinconaban a los oficiales profesionales y con vocación; el
haber confundido el ejército con compañías preparadas para el desfile y los
uniformes; el haber acudido a la guerra con el optimismo insostenible de que en
unos cuantos días se llegaba a Asunción, optimismo desprendido de un racismo
oligarca, que creyó que llegarían azotando con látigos a los “guaraníes”, como
lo hacían con sus pongos. El armar improvisadamente tres ejércitos, con
la persecución y captura de indígenas, llevándolos rápidamente a las arenas del
Chaco. Todo esto, que señala las condiciones
de imposibilidad con la que se asistía a la guerra, se resume en la “estrategia
militar”, que estaba más cerca de una guerra
de posiciones, cuando el ejército paraguayo recurría a la novedosa guerra de maniobra, posterior a la
primera guerra mundial. Hoy, para hablar de esa manera, estos comportamientos repetitivos
como habitus, aunque cambien sus
formas de manifestarse, sus protagonistas, los escenarios y los discurso, subsisten,
llevándonos, una y otra vez, a nuevas derrotas,
sino es de guerras, es de revoluciones.
Se dice que la revolución
de 1952 nace del encuentro entre
bolivianos criollos, mestizos e indígenas. Sin embargo, se olvida anotar que
esta revolución nace abortando la
misma revolución; lo que quiere
decir, desechando el encuentro de
sangres en las trincheras, al asumir la tarea y la responsabilidad simbólicamente, en la autocomplaciente ideología del nacionalismo revolucionario. El renacimiento boliviano no se dio después
de semejante derrota y sacrificio del
pueblo, de los hijos del pueblo. Más tarde, otra ideología autocomplaciente, retoma aquello del renacimiento o la “re-fundación”; esta vez neo-populista e indigenista.
Lo hace de la misma manera, simbólicamente, cayendo nuevamente en la demagogia,
que solo sirve, no para transformaciones
estructurales e institucionales, sino para cambios de élites en el ejercicio del poder. Es pues, la derrota la que nos persigue como condena
y fatalidad. ¿Cómo escapar de este destino,
para nombrarla de manera dramática, ilustrativa y metafórica? La pregunta es:
¿nos atreveremos a la autocrítica radical,
a nacer auténticamente, con la potencia
social, la capacidad creativa de las multitudes del pueblo?
Esto equivale a
reconocer la hilera de errores, los grandes y persistentes equívocos, los
peligros de la ideología autocomplaciente,
la apología a-crítica de los mitos
que entusiasman, empero, castran las capacidades. Toda esta lista de obstáculos históricos-políticos-culturales
corresponden al Estado nación subalterno, heredero de la colonialidad, de sus diagramas
de poder inscritos en la piel y hendidos en los cuerpos. Si el Estado
existe, lo hace de esta manera, inscribiéndose, hendiéndose, sumergiéndose en
los cuerpos, induciendo
comportamientos, constituyendo subjetividades.
Las nuestras, que corresponden a lo que ha hecho la genealogía del Estado, resultan subjetividades
acomplejadas. Cuando no ocurre esto, no es el Estado al que tenemos que
agradecer, sino al ímpetu, al gasto
heroico, a la potencia creativa de
las multitudes del pueblo, que escapan a las capturas institucionales.
Si queremos dejar de
seguir jugando en el círculo vicioso del
poder, moviéndonos al estilo del péndulo, dejar una versión de gobierno
para incursionar en otra, que estructuralmente y orgánicamente corresponden al
mismo substrato de las dominaciones,
la colonialidad, debemos responder a
las preguntas no hechas, a las preguntas hechas por los muertos y heridos, por
la masa de víctimas; debemos enfrentarnos con lo que hemos llegado a ser en los presentes habidos y el dado.
¿Por qué somos lo que somos en el momento presente?
¿Qué nos ha constituido así? ¿Qué más somos,
tomando en cuenta lo que contenemos y no hemos constituido? ¿Cómo salir del círculo vicioso del poder? ¿Cómo dar
rienda suelta a la potencia social,
potencia creativa de la vida?
Es pues inocuo seguir
jugando al gato y al ratón, a pasar de “oficialismo” a “oposición” y viceversa.
Ambos son las dos caras de la medalla, el círculo
vicioso del poder. Lo que unos endilgan a los otros lo tienen como
constitución propia; que se manifieste de una u otra manera, es cuestión de
particularidades y formas perversas de las manifestaciones del círculo vicioso del poder. Lo que es
urgente, es decir, una emergencia, es salir del círculo vicioso del poder. Para eso es menester deconstruir la ideología autocomplaciente, además de desmantelar la máquina de la fetichización, la misma ideología
y sus aparatos ideológicos, además de
sus aparatos y máquinas de poder. En pocas palabras, liberar la potencia social.
Que todo esto no sea
nada fácil, esta claro, es evidente; pero no hay peor derrota que no haber intentado. Que se tenga que pasar por transiciones parece realista. Se trata de lograr transiciones
consensuadas. Para tal efecto, es menester la deliberación colectiva, en distintos niveles, lugares, contextos.
No importa cuanto se tarde; lo importante es que los pasos que se den cuenten
con el consenso de las multitudes
involucradas.
Si hay algún consuelo
para nuestras derrotas bélicas, es ésta,
que no compensa, obviamente las consecuencias de la derrota: los vencedores o
victoriosos de la guerra parecen
experimentar también los efectos de
la ideología complaciente, aunque se
presente de otra manera. La victoria bélica del Estado no es nunca la victoria
del pueblo; el pueblo, aunque se lo invista de los oropeles de la gloria de la historia oficial, es también el otro derrotado. Sus condiciones sociales se fijan
como esculturas dedicadas al drama
eterno de los pueblos que delegan sus voluntades
singulares a los representantes, a nombre de la voluntad general. Pueblos que no creen en sí mismos, en sus capacidades, en sus facultades de autogobierno, en el uso crítico de la razón propia. En consecuencia, podemos decir, que
de la conflagración de la guerra del Chaco hay más de un derrotado, no solo el país andino-amazónico-chaqueño, que es Bolivia,
sino también el pueblo paraguayo. Lo mismo ocurrió con los desenlaces de la
guerra del Pacífico.
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