El sentido inmanente de la guerra



El sentido inmanente
de la guerra
Interpretaciones de la guerra del Chaco III

Raúl Prada Alcoreza







Dedicado a Paul Tellería Antelo, escritor sensible, sutil e intuitivo. 




Perdidos en el acontecimiento de la guerra, como hojas extraviadas en la tormenta, se baten sin llegar a comprender la integralidad de lo que acontece. Los combatientes han sido empujados por el vendaval de sucesos y eventos incontrolables, por lo menos, incontrolables por ellos, los que se encuentran enfrentados a la muerte, que los acecha. Tienen al enemigo por delante, que cada día que pasa, se parece, más bien, un amigo de penurias, que comparte el mismo drama al que fueron empujados por sus estados y gobiernos. Tienen, por detrás, por así decirlo, a sus recuerdos anhelados; los perfiles y rostros, así como cuerpos, detenidos en el tiempo, de los seres queridos. Los compañeros más cercanos sustituyen a la familia, los hombres de la escuadra se convierten en los hermanos de sangre, esta vez, no de la sangre heredada, sino de la sangre derramada. Sobresalen los nombres de los compañeros muertos, los que se libraron de las penurias, de la sed y también de la incertidumbre. En el combate, aunque sea confuso, por lo menos hay una certeza, es el momento ineludible cuando se decide si mueres o sobrevives.

Se los llevaron en camiones, arrancados de sus tierras, de sus comunidades, de sus familias, de sus paisajes, a un paisaje, que, al principio, parecía incomprensible; el esplendor de lo inhóspito. Empero, en la medida, que este paisaje chaqueño fue asimilándose, poco a poco, por la experiencia dura de estar ahí, dentro de sus tejidos y colores, que parecían indescifrables, se fue convirtiendo en el hogar dramático, compartido por los combatientes, cohabitado por los muertos, hendido por los heridos y alterado por sus gritos. Algunos murieron en el camino, no solamente antes del bautizo de fuego, sino, incluso antes de aprender a usar las armas. Otros murieron de sed, también por hambre y desnutridos. El tercer grupo de muertos corresponde a los que murieron en combate.

Los sobrevivientes no saben, a ciencia cierta, con plena certeza, si en verdad, sobrevivieron o, mas bien, están muertos o como muertos, y deambulan como fantasmas, en un mundo que ya no comprenden; el mismo mundo que antes creían entender. Se encuentran como anclados en el epicentro del acontecimiento de la guerra; atados y sueltos, relativamente, el largo de la cadena que les permite moverse e ilusionarse con cierta libertad de movimiento; empero, presienten que nunca volverán a ser lo que fueron; lo más grave, que nunca llegaran a ser o a saber lo que han llegado a ser, después de la guerra.

En la guerra se pierde todo, el cuerpo y el alma; la alegría y también, incluso, la tristeza; solo quedan las preguntas sin respuesta; aunque también las narraciones, contadas entre amigos, contadas a familiares. En el mejor de los casos, convertidos en escritos, en memorias. La guerra no solamente es un acontecimiento extremo, sino, sobre todo, una experiencia extrema, radical; cuando la vida o la forma de vivirla, en esos momentos intensos y, a la vez, absurdos, te coloca ante la evidencia de la extrema vulnerabilidad humana. Cuando no solamente puedes morir, estás ante la muerte, sino cuando todo se derrumba, los valores, las creencias, las certezas, las teorías, los ideales. La patria, claro, idea afectiva, sentimental, enunciada apologéticamente, es lo que queda, de donde se puede agarrar uno, en pleno desmoronamiento de todas las seguridades, tenidas de antemano.

Las noches inmensas conectan las miradas con la belleza apabullante del firmamento; entonces ese obsequio de la concavidad inacabada resulta un consuelo, una caricia estética a los cuerpos sufrientes de los combatientes.  Lo mismo ocurre en los momentos de silencio, de descanso, cuando no hay batalla, tampoco movilización; es como sentarse a la sombra de un árbol frondoso, que te cobija con la ternura fresca de sus pensamientos vegetales. Es cuando se medita, de una manera tranquila, podríamos decir hasta lúcida, sobre la vida, el mundo y sus alrededores. El combatiente se convierte en un filósofo improvisado.

¿Qué es el ejército? ¿Una máquina o una administración imperturbable de cuerpos reunidos, incluso contra su voluntad? Para ser una máquina de guerra tendría que funcionar con todos los engranajes ajustados, en un diseño tecnológico coherente, orientando la ocupación espacial y sus desplazamientos; sin embargo, no parece ser esta clase de máquina la que se ha tenido cerca y como contexto, pues no funciona de esa manera. Mas bien, funciona de una manera improvisada, atosigada, azorada, de manera pesada, evidenciando incongruencias y desajustes, que solo apenas trata de ocultar con los gritos de mando de los oficiales. No, no es una máquina de guerra, es una máquina oxidada y averiada por y en la guerra; la guerra la ha vencido de antemano. Es una máquina constructora de la derrota.

Después de la derrota el ejercito vuelve a las ciudades, a los cuarteles; los combatientes sobrevivientes retornan a sus hogares. Son recibidos como héroes, son los héroes de la patria; proliferan los discursos, los ensalzamientos; en las noticias de los periódicos se habla bien, se trata de no manchar ni entristecer esta llegada de los hijos del pueblo, que partieron a defender la patria. Solo los combatientes saben lo que ha pasado. Intuyen el sentido inmanente del acontecimiento. Empero se lo guardan como un secreto. Solo comentan, cuentan, narran lo que se presenta entendible al sentido común y a los oídos del común. Los combatientes saben que lo que ha acontecido es distinto a todo los que se cuenta, a todo lo que pregonan los políticos, a todo lo que elocuentemente enuncian los ideólogos, a todo lo que ellos mismos narran, en exposiciones improvisadas. Se llevarán el secreto, del sentido inmanente, no decodificado, no interpretado, a la tumba. No les dejaran a los vivos la herencia de este secreto; quizás no se la merecen, pues siguen creyendo en las reglas del juego cimentadas por las instituciones sociales y estatales. Quizás sea hasta adecuado dejarlos con esa tranquilidad ilusoria, no atormentarlos.

Alguien escribió una narración sugerente: ¡Qué solos están los muertos! Habría que escribir otra narración sugerente: ¡Qué solo están los combatientes! Sobre todo, los excombatientes. Están solos ante la develación intensa de que todo lo que se tiene a mano; todas las instituciones construidas, todos los sistemas de valores, los sistemas simbólicos, los sistemas ideológicos, los sistemas teóricos, se derrumban como castillos de naipes, cuando sopla el viento de la evidencia descarnada de que todo, sino es una ilusión, es apenas una improvisada composición, en constante mutación y metamorfosis.

¿Alguien puede preguntar a los combatientes muertos sobre esta experiencia extrema, acudir a la memoria apremiada, sonsacar el testimonio del sentido inmanente del acontecimiento de la guerra? Nadie puede. Los muertos no hablan, no tienen memoria, su experiencia sedimentada se ha diseminado con ellos. Ni siquiera preguntando a sus huesos se podrá encontrar un ápice de esta experiencia, de este padecimiento, de esta vivencia. No esta en el ADN.

Los vivos, los que viven la vida cotidiana, los que llegan a la guerra a través de las noticias, en el mejor de los casos, a través de los libros, de los estudios e investigaciones, que auscultan minuciosamente sobre los registros históricos, están lejos del sentido inmanente del acontecimiento de la guerra. Desconocen este sentido intenso, inmanente y, a la vez, inmediatamente trascendente. ¿Solo queda esperar para aprender? ¿Esperar otra guerra, cuando se podrá experimentar lo atroz, lo desmesurado y lo demoledor de este acontecimiento? Los que sobrevivan, si es que en la próxima guerra hay sobrevivientes, quizás repitan la misma actitud de los combatientes que volvieron de la guerra. No decir nada o decir lo poco que se puede decir de manera entendible al sentido común. Es mejor no esperar ninguna guerra, no experimentarla, no llevar a los hijos del pueblo como carne de cañón, para contrastar en terreno las tesis geopolíticas de los ideólogos, de los estrategas, de aquéllos que suponen que los ideales son superiores a la vida. Por cierto, éstos no saben nada de la vida, tampoco de donde han emergido las ideas, por lo tanto, los ideales y las ideologías. Es mejor aprender este sentido inmanente de otra manera.

No podemos decir que aprendamos este sentido inmanente en la paz, pues la paz es la otra cara de la guerra, donde la guerra se abre paso o se oculta, latente, en la filigrana de la paz. Sino aprenderla más allá de la guerra y la paz, la paradoja perversa de las sociedades humanas. Este más allá es la vida, en sus formas esplendorosas, proliferantes, intensas, variadas de la potencia creativa; en el caso de las sociedades humanas, de la potencia social.

El combatiente no solamente ha mirado la muerte, para decirlo metafóricamente, el rostro inconmovible de la muerte, sino también, detrás de esta presencia acechante, como un sol eclipsado momentáneamente, ha visto la vida, en su plenitud, en su constante proliferante mutante devenir. Nada puede detener la capacidad infinita y creativa de la vida. Cuando mueren las formas singulares de la vida, la proliferante vida no se detiene, pues la vida no se circunscribe en estas singularidades. La vida es una proliferante creación de singularidades, cada una de éstas corresponden a asociaciones de singularidades; la vida como constante desenvolvimiento de asociaciones y composiciones de asociaciones de singularidades. La muerte de las vidas singulares, forman parte del magma incandescente y fluido de la reproducción inventiva de la vida.

Por eso, al saber o, mejor dicho, al intuir este sentido inmanente, que se lo guarda como secreto, el combatiente muere tranquilo o relativamente tranquilo, a no ser que lo inquieten, al momento de morir, el recuerdo de los seres queridos, que también quedan solos, ante este desconocimiento del sentido inmanente. Creyendo que todo ocurre como dice la narrativa estatal.   

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