La pantomima del Gran Timonel
La pantomima del Gran Timonel
Raúl Prada Alcoreza
Habría que hablar de la artificialidad, de esa cualidad de moverse en la superficialidad, de reducir el mundo a la zona de la apariencia; más allá de la cuál, incluso más acá de la cuál, la apariencia deja de brillar, deja de ostentar, se muestra opaca, escaza, incipiente, sin lograr expresar sentido o significación inteligible. El tema, al respecto, es que la clase política ha optado por la artificialidad como medio donde se despliegan sus discursos y se desenvuelven sus acciones. Es más fácil hacerlo; con esto se evitan complicaciones al momento de explicar. El mundo es simple, hay enemigos y, en contraposición, defensores del bien común, que se les antoja que corresponde a lo que pregonan como justicia o como libertad. Para dar un ejemplo ilustrativo, se puede encontrar este comportamiento artificial en el esfuerzo que hacen por posar para la foto. Lo importante es la pose y, después, la imagen lograda en la foto, que pretende transmitir la figura de un gran acontecimiento, aunque tal acontecimiento no se lo encuentre por ningún lado y solo se tenga el cuadro del montaje. Por eso, todo se reduce al espectáculo, pero a un espectáculo de mala calidad; donde la trama, si podemos sostener que haya algo así en este montaje, es harto inocente y harto elemental. Se supone, que lo que se ve en la fotografía es la imagen de un “gran hombre”, de un “gran líder”, de un “gran conductor”, aunque no se encuentre esa grandeza por ningún lado, salvo la estridencia del montaje, donde el personaje aparece estereotipado y como empolvado en maquillaje, que hace desaparecer su rostro real.
El problema es que, por el concurso de los medios de comunicación de masa, este montaje ingenuo termina por irradiar en el público, quién acepta la pretensión del montaje, la narrativa épica de mal gusto y forzada. Entonces se asume, que la imagen acartonada es la de un “gran hombre”, un “gran líder”, un “gran conductor”. Este montaje sustituye a la historia efectiva; como la historia la escriben los vencedores, sobre una población de muertos, entonces esta triste narrativa, pobre y elemental, se convierte en el imaginario mediático, en “historia”. La historia es reducida a la apología exacerbada de un hombre sin atributos. La historia oficial, es más, la historia estatalizada, la historia política, está llena de esta clase de hombres, los cuales se han convertido en “grandes hombres”, mediante el montaje estereotipado de la propaganda y la publicidad. Los aparatos ideológicos se han encargado de remachar en este asunto; han tomado en serio semejante desgarbada narrativa; es más, la han usado para imponer el poder a como de lugar, con grandes costos humanos; el poder de este desabrido proyecto que encandila a las masas.
Pero, el mundo efectivo está lejos de reducirse a las zonas de la artificialidad; la complejidad dinámica del mundo desborda exhaustivamente por todos lados; sin embargo, la propaganda y publicidad mediática logran ocultar estos desbordes, estos espesores de la realidad efectiva; logran enceguecer a las masas. Ahora bien, cuando se observa adecuadamente, cuando se mueven los ojos y la mirada se desplaza, entonces se ve lo que sostiene el montaje; el armazón improvisado para presentar la imagen sin contenido; el paisaje triste y lóbrego que se esconde detrás del escenario; sobre todo, el costo humano, los crímenes de lesa humanidad. La realidad que se descubre es que estos “grandes hombres” son, en realidad, grandes asesinos.
Desde la crítica se dice que hay que reescribir la historia, incluso que los vencidos la escriban, pues así se puede obtener la verdad histórica. Pero, no se trata de la verdad, de escribir, de reescribir, tampoco de obtener la verdad; se trata de comprender lo que ha acontecido y lo que acontece. Ya el desplazamiento de la mirada fuera del escenario montado es un avance, pero no suficiente, pues cuando se busca interpretar lo que se ve más acá y más allá del escenario, se recurren a las herramientas a mano, a los paradigmas heredados, a los conceptos usuales. Todo esto está cargado de las impresiones que dejan las puestas en escena del poder, los conceptos transfieren las significaciones que ha hendido el poder; entonces, a pesar de haber visto otro panorama y otros paisajes, que no se encuentran en la fotografía montada, se termina interpretando lo que se descubre a partir de la narrativa del poder. Para interpretar adecuadamente lo que la mirada devela es menester salir de esta herencia epistemológica del poder. Es menester construir interpretaciones a partir de la experiencia del acontecimiento.
Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Iósif Stalin sus émulos de toda laya
Una pregunta pertinente: ¿Cuánto afecta la artificialidad a la realidad efectiva, sobre todo social, ciertamente, para el caso, humana? Revisando la historia política de la modernidad, sobre todo, la relativa a las llamadas revoluciones, vemos que cuando un enorme gasto heroico social, que produce las multitudes rebeladas, es usurpado por un grupo de representantes de la “revolución”, que pretenden encarnarla; cuando, entonces, comienza el desenvolvimiento de la artificialidad y la conversión de lo ocurrido en la banalidad de un presente sin gloria; el efecto es destructivo; se destruye el tejido social que compuso el gasto heroico multitudinario, que se rebeló contra la historia y contra la realidad. Las multitudes heroicas son sustituidas por fantoches, mitos de la convocatoria, reducida a la estridente propaganda y a la publicidad sin imaginación. La “revolución” se institucionaliza y muere convertida en momia sin seducción; la cual se parece más a todos los cadáveres, solo que conservados artificialmente.
Habría que encontrar un ejemplo de la artificialidad política e ideológica llevada al extremo, ese ejemplo es Iósif Stalin. El PECUS ha presentado, durante toda la era de dominación estalinista, una estampa, una imagen estereotipada, una figura apologética del Gran Timonel; un rostro de fotografía publicitaria, sin rasgos vivos, al estilo del arte realista del socialismo real. Lo paradójico de este realismo es que presenta una cara irreal, sin arrugas, sin pecas, sin rastro de vida, un retrato inmaculado; el rostro del ángel exterminador. El ángel socialista exterminó a más de veinte millones de personas a nombre del paraíso terrenal, del porvenir socialista; acabó con todo el Comité Central del PCUS de la época de Vladimir Ilich Lenin, se deshizo de miles de colaboradores, que cumplieron fielmente sus ordenes liquidadoras; no era que dejaron de ser leales, sino que eran memoria viva de las ejecuciones ordenadas. Saboteó la revolución española, llevándola a la derrota, ensañándose con los anarquistas, quienes empezaron la revolución y la ganaban, tomando los territorios; se ensañó con trotskistas, socialistas y republicanos que no seguían la estrategia del Partido Comunista. Sacrificó la revolución española por la sobrevivencia de la Unión Soviética, que ya no parecía ser la Patria Socialista, sino una monarquía barroca, que se reclamaba “socialista” y tenía como conductores a un partido de funcionarios leales y sumisos, aterrorizados por la presencia de Stalin hasta en la sopa. Boicoteó también la revolución griega y la revolución italiana, donde los “comunistas” eran preponderantes en los ámbitos políticos de posguerra.
Estamos ante la elocuencia aplastante del poder, que se encarna en un hombre, llamado el Gran Timonel, el caudillo supremo, el Gran Patriarca, el padre de todos los tiempos del socialismo real. Pero, no es un hombre real, es un nombre construido por la propaganda compulsiva y la publicidad sistemática, por una ideología reducida a la narrativa ingenua y, a la vez, grotesca, de un “socialismo” sin espesores, incluso sin porvenir, pues era como la versión del castigo en un presente lleno de culpabilidades y de culpables. Un presente donde prepondera la consciencia desdichada.
El modelo de Stalin, como imagen suprema, absoluta, del poder personalizado, del culto a la personalidad, al extremo de su divinización, a pesar del ateísmo pregonado, es como el referente genealógico e imaginario de las formas de gubernamentalidad carismáticas, que vienen después en esa modernidad tardía y acongojada de la posguerra, incluso, después, de la paz imperialista, del nuevo orden mundial, y, recientemente, de la paz del imperio, del consenso logrado en la geopolítica cambiante del sistema-mundo capitalista. Si bien, se puede encontrar que los émulos que vienen después no reproducen los extremos de la compulsión del poder absoluto, que deshabita a la sociedad, dejándola desolada al extremo; émulos barrocos, que combinan rasgos estalinistas y rasgos de dictaduras locales y criollas, que mezclan discursos socialistas trasnochados y antiguos discursos de convocatorias nacional-populares, lo revelador es que se comportan como síntomas de una regularidad asombrosa; la de la compulsión del poder absoluto, por lo menos, como deseo.
Lo que llama la atención en estas historias políticas, que, además, se reclaman no solo de “socialistas”, sino también de populares, por lo tanto, de justas, es que lo que se impone es el imaginario político delirante del más descarnado patriarcalismo; es decir, la versión más cruda de la dominación masculina; la dominación más genérica del poder. No solo llama la atención porque semejante ideología, recalcitrantemente conservadora, se autonombre como “revolucionaria” y “socialista”, sino que tantas máquinas de poder, partidos comunistas, organizaciones socialistas, incluso movimientos populistas, hayan trabajado para lograr la irradiación absoluta de un imaginario, la de la narrativa épica moderna, por cierto, anacrónica, por cierto, mítica, en un mundo moderno que se reclamaba de “científico” y “técnico”. Estos contrastes asombrosos forman parte del desenvolvimiento paradójico de las formas políticas modernas.
La pregunta es: ¿Por qué esta masiva entrega al apocalipsis político, no solamente a la de la guerra que se avecinaba, sino a la guerra interna, sin cuartel, del Estado contra todo lo que le sonaba de sospechoso? Hay que buscar en las paradojas, en el desenvolvimiento paradójico del mundo efectivo, alguna interpretación, más o menos coherente, de este comportamiento político e ideológico suicida. El Gran Timonel, el templado como el acero, que era la carta de presentación, además del mote, en realidad expresa, ocultándolo, el gran miedo. Para decirlo en términos del sentido común, el miedo de la mediocridad es a todo lo que parece sobresalir, lo que parece ser incontrolable, lo que no se entiende, precisamente por el despliegue de sus desmesuras. El comportamiento mediocre, el pensamiento mediocre, si se puede hablar así, por lo menos para ilustrar, tiene que reducir el mundo efectivo al mundo representado en su limitado entendimiento, al estereotipo esquemático dualista de buenos y malos, de fieles e infieles, de amigos y enemigos, de angelicales y endemoniados.
Otra cosa que llama la atención es que, semejantes aparatos ideológicos tomaron en serio las más ingenuas y grotescas tramas en las narrativas desapasionadas y odiosas de la propaganda del comunismo burocrático. ¿Nadie se dio cuenta de la elementalidad y simpleza extrema de las narrativas políticas que emitían? ¿O no importaba que fuese así, sino que se requería del acompañamiento de la inercia de un discurso que expresa cualquier cosa respecto de la justificación de las acciones más espantosas? Hay comunistas burocráticos, funcionarios comunistas, que todavía dicen, para justificar los crímenes de lesa humanidad, que era menester el pacto Hitler-Stalin, para ganar tiempo y preparar la defensa de la Patria Socialista; que a pesar de todas las contradicciones y limitaciones, el ejercito rojo le gano la guerra al ejercito alemán, al implacable y mecánico ejército de la wehrmacht. La guerra se gano a pesar de Stalin, incluso en contra de él; la ganó el pueblo ruso, su capacidad de resistencia, de defensa y de sacrificio. El pacto con Hitler fue la muestran de que se puede llegar al más descarado cinismo retórico para justificar la traición a la revolución mundial y al proletariado internacional. Otra cosa que llama la atención es que semejante descarnado cinismo se haya tomado en serio por los llamados “partidos comunistas”. Esta actitud basta para tener la certeza de lo que eran, la inquisición moderna desplegada en los países donde los pueblos apostaron por la rebelión anti-capitalista y la esperanza de un porvenir socialista.
La experiencia social política es el substrato del aprendizaje social; sin embargo, parece que los pueblos no aprenden; prefieren insistir en lo consabido, que es un elemental esquematismo, incapaz de comprender las dinámicas de la complejidad, sinónimo de realidad. Otra pregunta: ¿Por qué es insistente y perdurable el deseo del amo, el deseo de ser dominado? Esta es quizás la pregunta crucial, al momento de buscar entender los desenlaces en las historias políticas de la modernidad, sobre todo, de las llamadas “revoluciones” de toda clase y todo tipo. No es fácil responder a la pregunta, no solo porque requiere investigaciones en profundidad históricas, políticas, sociales y culturales, sino por qué no hemos descifrado lo que hicieron en nosotros las genealogías del poder, las inscripciones políticas en la piel, las hendiduras de los diagramas de poder en la carne. Los sujetos sociales constituidos por los juegos de poder y las resistencias son todavía in-codificables y no interpretables, a pesar de lo que se haya alcanzado en las corrientes psicológicas, antropológicas y culturales.
No se trata, como lo hace la ideología, sobre todo en sus versiones fundamentalistas, de encontrar culpables. No hay culpables, salvo en el imaginario religioso, que trasuntó al imaginario burocrático “comunista”; hay responsabilidad en lo que ha acontecido y acontece. Son responsables no solo los directos involucrados en semejante pantomima “socialista” o populista, sino también los que toman en serio semejantes narrativas de la más ingenua y grotesca versión ideológica del “socialismo”; son responsables los liberales, peor aún, los “anti-comunistas”, que entienden por “comunismo” el código elaborado por su miedo a sus propios fantasmas, que es el miedo a sus propias “culpas”. Son responsables los intelectuales que presentan explicaciones insuficientes e inconsistentes, salvo por el aval académico, que les otorga la credibilidad institucional. Incluso los intelectuales críticos, que llevan la crítica a una especie de condescendencia con un realismo político tolerante, circunscrito en una utopía disminuida y potable para el sistema de las proliferantes máquinas de poder.
La comedia de los émulos
Los émulos son comediantes en comparación con su referente trágico; empero, no dejan de ser dramáticos cuando se tienen que evaluar las consecuencias. Destruyen el tejido social de las organizaciones sociales de las resistencias y de las luchas de liberación. Son efectivos en esta destrucción, pues lo hacen a nombre de nada más y nada menos que de la justicia social. Desarman a las masas, que escuchan sus discursos convocativos, que, al principio, pueden resultar sino del todo convincentes, por lo menos, ponderables en los ámbitos de las proclamas y las interpelaciones. Las masas no ven, de manera inmediata y directa, los contenidos conservadores de las proclamas y convocatorias altisonantes, tanto “socialistas” como populistas. Los que lo hacen, los que emiten estos discursos, ya no son los que alzaron su voz en condiciones difíciles y hasta aparentemente imposibles, sino otros, que lo hacen, cuando se toma el poder, cuando es cómodo y nada arriesgado hablar de la “revolución” concluida. Entonces, la marcha de los hechos es indetenible; se cree que hay que apoyar todo lo que hace el “gobierno revolucionario”, a pesar de las contradicciones y contrastes, pues la marcha del proceso continua adelante. Olvidan lo que ocurrió con otras revoluciones, olvidan la experiencia social política; las tienen registradas, pero no meditadas colectivamente. Olvidan que hay puntos de inflexión, donde el poder utiliza la revolución para restaurarse; olvidan que a partir de esos puntos de inflexión, comienza la regresión; se hace difícil, incluso imposible, la continuidad de las transformaciones. Olvidan que el acto heroico de las multitudes puede ser una tormenta para llevar en la cresta de las olas a las nuevas oligarquías y élites.
Puede que estas nuevas versiones “socialistas” no sean tan cruentas como la inicial, puede que las nuevas versiones “socialistas” no logren desplegar del todo las consecuencias de la compulsión absoluta del poder, sin embargo, dejan sus consecuencias, de altos costos sociales, de altos costos políticos, desarmando a las multitudes. El problema radica en lograr reencausar la crítica, que es la mejor defensa del proceso revolucionario, iniciado y perdido al momento de tomar el poder. El problema se manifiesta desmesuradamente cuando las masas apuestan por la esperanza, a pesar del desencanto, cuando la esperanza no es posible sin la iniciativa creativa de las multitudes rebeldes. El problema se hace patente y pesado cuando, usando la disponibilidad de fuerzas del Estado, los “revolucionarios” de pacotilla hacen exigencias desmedidas e incongruentes, demandando la lealtad al “proceso de cambio”, acusando a cualquier duda como sembrada por la “conspiración” de la “derecha” y del “imperialismo”. De esta manera dejan en shock a las multitudes agobiadas por las preguntas que emergen de circunstancias altamente contradictorias.
¿Cuál es el quid de esta cuestión insoslayable? Ya lo dijimos antes, lo repetimos, la clave de la dominación, la clave de la vigencia del poder, no radica en la disponibilidad de fuerzas de los que asumen y monopolizan los dispositivos del poder, no radica en los votos que pueden ostentar, como si fueran ganados por el prestigio, que no lo tienen; el secreto del poder radica en el mismo pueblo que deja hacer a los gobernantes, representantes y delegados suyos, lo que les antoje a estos.
La crítica del poder, por lo tanto, de las dominaciones, no solamente estriba en el funcionamiento de las máquinas de poder, sino en la crítica a las estructuras de las subjetividades construidas por los diagramas de poder. Crítica del comportamiento nihilista de las masas, presas fáciles de la irradiación destructiva de la propaganda, de la publicidad y de los medios de comunicación.
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