La ofensiva del
neo-gamonalismo
Raúl Prada Alcoreza
El discurso esquemático llevado a la
simplicidad extrema, con pretensiones moralistas, además de convertirse en
referente indiscutible del acto de juzgar,
en el paradigma del bien, en el
modelo de lo correcto, en el encomio de la razón,
en el discurso que juzga a los
contrincantes como afectados y encarnando todos los males habidos y por haber. Un
ejemplo de este tipo de discurso es el reciente liberal de los últimos tiempos, que no es exactamente neoliberal, pues no hace tanto hincapié
en los temas neoliberales; en la
competencia, en el libre mercado y en la libre empresa. Aunque los tenga
implícitos, lo que remarca es el ideal
del Estado de Derecho, como si éste se hubiera dado tal cual en la historia política de la modernidad. Así
como la ideología socialista pregona el ideal de la sociedad justa, como si esta se hubiera dado tal cual en las
experiencias del socialismo real,
como si ésta se pudiera dar tal cual, sin intervención de las contingencias de
la realidad efectiva, sobre todo, de
los efectos masivos incontrolables,
que desatan las políticas de Estado.
El reciente discurso liberal, se ha dado a la tarea de criticar el populismo. Lo hace con recursos escasos,
quedándose en la centralidad de los prejuicios,
en la información selectiva, en la ausencia de investigación; sin hacer tampoco
referencia a investigaciones. Se desentiende de todo el debate político
anterior, teórico; no solo político, sino también económico y social; ingresa
campante como si el mundo, por lo
menos, el mundo moderno, comenzara
recién; entonces, se hace cargo, como si no hubiera pasado nada, de los mismos
argumentos trasnochados, vertidos por los conservadores
de antaño. El discurso tiene resonancia política, ante el desgaste y derrumbe de la última
versión del populismo latinoamericano
de los “gobiernos progresistas”, del llamado “socialismo del siglo XXI”. Esto
le da ventaja en la retórica, pero no
en el debate, que debe ser al menos riguroso.
El discurso liberal, que pretende
desplegar una crítica neutral, dicha
desde la límpida moralidad, confunde
en la historia del populismo todas
sus variedades singulares, de contextos y de coyunturas. Reduce el sentido del populismo al significado de demagogia. La narrativa de esta pretendida “crítica” liberal es pobre; los populistas o los caudillos, en su caso, serían personajes que dicen lo que quiere
escuchar la gente, en tanto que el emisor,
el caudillo, el líder populista, sabe
lo que quiere; en consecuencia, manipula.
Esta construcción ideológica es elemental. Otra vez el contrincante es el endemoniado, señalado por quienes se
consideran ángeles. La política se
reduce a la caricatura del guion simple de comedia burlesca, donde el pueblo se entrega ingenuamente a la promesa y resulta expoliado por avezados
políticos demagogos. El pueblo es víctima de aventureros, de demagogos, de
profetas de utopías; en tanto que los
caudillos y líderes populistas lo
expolian, se enriquecen y caen en la decadencia.
No se les entra en la cabeza, a estos pretendidos “críticos” liberales que no
habría caudillos ni lideres
populistas, sino hubiera habido antes levantamientos populares. Estos liberales de última hora olvidan que el pueblo se levantó contra la dominación imperante, contra el orden establecido, orden de la discriminación, de la explotación, del racismo solapado
o descarnado, orden patriarcal del sexismo. Olvida que los miserables, recurriendo al nombre de la
novela de Víctor Hugo, se revelaron contra el régimen oprobioso, que los
condena a la miseria. Este es el substrato
de las políticas y estilos populistas, de orientación de
“izquierda”; más aún, es el substrato
de la ideología socialista. No se
puede discutir y hablar sobre el populismo
desentendiéndose de este referente
crucial en la historia política.
Otra cosa que obvia esta reciente “crítica” liberal al populismo es su propia historia,
la historia política del liberalismo en el continente; y en la
historia reciente, la incidencia del proyecto
neoliberal. La historia del neoliberalismo en América Latina es la
continuidad intermitente del liberalismo,
en su versión más restringida de la ideología
liberal heredada. Es la historia,
en pleno sentido, relato de la ideología liberal, en su forma más
circunscrita al discurso pretendidamente “técnico”, sin embargo, reducido a una
aritmética elemental, que solo toma los recursos de la estadística en sus
indicadores elementales. Se trata de la recurrencia del ideal del Estado de Derecho en su forma aparentemente más estrecha, denominada reducción estatal, sin embargo, paradójicamente, en los hechos,
Estado ensanchado en la aplicación demoledora del ajuste estructural. También, efectivamente, Estado del itinerario
de contradicciones, al llevar adelante la aplicación sinuosa del Estado de
Derecho. Las prácticas liberales se
distancian de lo constituido jurídica y políticamente, pues se efectúan en las condiciones definidas por las correlaciones de fuerzas del momento. El
liberalismo en América Latina es
ejecutado por el estrato menos conservador, que adquiere una tonalidad progresista, de las clases dominantes,
cuyo perfil viene definido por las
llamadas profesiones liberales. El horizonte
liberal era, en su periodo, el de la revolución
industrial. Los líderes liberales latinoamericanos soñaban con la
industrialización como finalidad del desarrollo. En el imaginario de los caudillos
liberales el desarrollo era
concebido como despliegue de redes de ferrocarriles, que articulaban la
geografía política del país. Después, la concepción cambia, acompañando los
nuevos estereotipos de la modernidad. El significado de desarrollo adquiere la figura de la expansión del crédito, cuando los usuarios pueden
prestarse a su antojo, bajo el compromiso adquirido de la deuda, disponiendo de la masa dineraria del sistema financiero,
hasta los límites impuestos por las reglas
del juego financiero, aunque estos límites
pueden moverse con desplazamientos de refinanciación.
No importa aquí discutir el sentido que se le atribuye al desarrollo, en una coyuntura dada y en un determinado contexto, en una versión ideológica
o en otra; lo que importa es comprender
el desgaste continuo del concepto de desarrollo.
El concepto de desarrollo parece
corresponder a una hipótesis económica
evolucionista, que se va falsando
en la medida que avanzan las contrastaciones.
El discurso liberal comparte con el discurso socialista y el discurso populista el postulado del desarrollo. La diferencia radica en el
modo que pretenden conseguir el objetivo buscado. Unos pretenden lograr el
objetivo anhelado mediante el concurso de la mano invisible del mercado; otros pretenden lograrlo por medio de
la realización social. El compartir
el telos, es decir, la finalidad del desarrollo, los acerca tanto que no parecen ser opciones diferentes
y contrapuestas, sino, mas bien, complementarias;
los procedimientos son distintos.
El discurso
liberal critica del populismo lo
mismo que la práctica liberal contiene,
la manipulación mediática de las
masas. Se puede decir que esta manipulación
estriba sobre las distintas interpretaciones y políticas de desarrollo. El problema radica en que la
polisemia del concepto de desarrollo
no se reduce ni a la versión liberal,
tampoco a la versión socialista, así
como a la versión populista. No se
trata de la realización de la utopía; el desarrollo es una idea.
Todas estas manifestaciones de la ideología
moderna comparten la idea, aunque
lo hagan desde interpretaciones distintas. El desarrollo es una idea,
el ideal perseguido. Es también el
significado moderno otorgado al tiempo
social, institucionalmente asumido. Todas las versiones de la ideología moderna comparten este horizonte histórico-cultural.
En estas condiciones
de posibilidades históricas-culturales-sociales-económicas, pretender la
crítica al populismo sin considerar este horizonte
histórico-cultural compartido, resulta una diatriba ideológica,
circunscrita al esquematismo dual
moralista, donde se enfrentan los buenos
contra los malos. No hay ningún
aporte para la comprensión del fenómeno político del populismo. Solo se escucha o se lee la
letanía morosa del prejuicio
desplegado, así como se repite la estigmatización sobre el fenómeno efectivo
del populismo.
Para comenzar, deberíamos partir de la
diferencia conceptual del populismo ruso
y del populismo latinoamericano. El populismo ruso, anterior al populismo latinoamericano, es
básicamente campesinista; una
proyección social alternativa hacia el socialismo,
saltando al capitalismo. En cambio,
el populismo latinoamericano se
refiere a la convocatoria del mito,
el caudillo, el mesías político. La palabra que se refiere a ambas experiencias
políticas es la misma, pero los conceptos relativos al populismo son distintos. Sin embargo, como ocurre en el lenguaje,
el uso de términos iguales hace cruzar metáforas diferentes y connota
significados distintos. Entre las figuras históricas reaparece la metáfora campesinista, sobre todo en lo que
respecta a la reforma agraria. Pero,
de todas maneras, el populismo
latinoamericano es estatalista; en cambio, el populismo ruso es anti-estatalista; apuesta a la gestión comunitaria. Hablar de los
orígenes del populismo remontándose a
la revolución mexicana es un
desatino; la revolución mexicana
corresponde a una explosión social, particularmente campesina. La revolución campesina que tiene como
programa la reforma agraria no es populista. Puede decodificarse así en el
sentido del populismo ruso, pero no
en el sentido del populismo
latinoamericano. La revolución
mexicana no puede ser considerada como populista,
tampoco como el nacimiento del populismo. Esto es reducir la revolución mexicana a un esquematismo
simplón con proyecciones de generalización. La revolución mexicana es una revolución
social, la segunda revolución social en el joven sistema-mundo
capitalista; la primera fue la rebelión
de los guerreros Tai-ping, los guerreros del
cielo celeste, mal llamados “bóxer”; la tercera fue la revolución rusa, que se extiende intermitentemente desde 1905 hasta
1917. Estas revoluciones desbordan el campo
político, no solamente son revoluciones
políticas, sino también son revoluciones
sociales[1].
El problema de esta interpretación liberal es
que quiere encontrar en los sucesos seleccionados arbitrariamente una historia del populismo. La historia
del populismo, en el sentido
latinoamericano, comienza con Lázaro Cárdenas; este es el perfil y el modelo
inicial del populismo latinoamericano.
La convocatoria del mito, el caudillo que encarna el mito, la promesa del mesías político. Lo que no ve la
interpretación trivial liberal es que ese populismo,
de mediados del siglo XX, constituye e instituye el Estado-nación en sentido histórico-político, pues antes solo era
una caricatura jurídico-política. La ideología
liberal solo asume la idea de
Estado de Derecho sin contrastarlo con su realización efectiva. El Estado de Derecho
en América Latina no se ha materializado,
sino de manera barroca. Primero, excluyendo
a las mayorías indígenas, además de a la mitad de la población de mujeres. Se
trata de un Estado de Derecho que desconoce los derechos de las naciones y
pueblos indígenas y de las mujeres. Entonces, ¿de qué derechos se habla? ¿De
los derechos de la minoría criolla y mestiza masculina? Desde la perspectiva
enunciativa del Estado de Derecho, en los hechos, no hay Estado de Derecho. Se
trata de un Estado colonial, que
adquiere durante la forma aparente de
república, las características de
Estado-nación de la colonialidad;
este Estado se edifica sobre cementerios indígenas.
Después, en los periodos de su
desenvolvimiento, el liberalismo
avasalla los territorios comunitarios indígenas, privatizándolos, expandiendo
la frontera de las haciendas. La historia
del liberalismo, en los comienzos de las llamadas repúblicas, se despliega como guerra
contra las naciones y los pueblos indígenas. Este liberalismo es un instrumento de la continuidad colonial en la era republicana.
José Carlos Mariátegui caracterizó a la casta
liberal latinoamericana, la nombró claramente como gamonal. La materialización
social del liberalismo
latinoamericano es gamonal. Esto
quiere decir que se trata de la dominación
de los latifundistas y propietarios mineros, también de propietarios de
plantaciones cafetaleras y de caña. El liberalismo latinoamericano es gamonal; es decir, se trata de la casta dominante de propietarios
monopólicos de la tierra y de las minas, heredera de las propiedades coloniales
de los conquistadores.
El populismo
de mediados del siglo XX se enfrenta al gamonalismo
liberal, propone, en sus versiones
más radicales, la reforma agraria y
la nacionalización de los recursos
naturales y de las empresas trasnacionales que los explotan. El segundo nacimiento del Estado-nación, después
del nacimiento jurídico-político,
después de la independencia, se da con las nacionalizaciones;
las nacionalizaciones constituyen
actos soberanos del Estado-nación, en
sentido histórico-político. Este es
un momento constitutivo y de disponibilidad de fuerzas, como lo
define René Zavaleta Mercado. Frente a esta acción
nacional-popular, el liberalismo
latinoamericano resulta un discurso no solamente conservador, sino de legitimación
del entreguismo de los recursos naturales a las empresas extractivistas
monopólicas mundiales.
Desde la perspectiva de la convocatoria, el discurso liberal queda restringido a las castas latifundistas y de propietarios mineros, acompañadas por
sectores de “clase media” altos, correspondientes a las llamadas profesiones
liberales, al servicio de la administración de las empresas privadas
extractivistas. En cambio, el discurso populista es altamente convocativo, se
remite al pueblo, a todas las clases sociales, sobre todo a las subalternas. Esto no tiene que ver con
la característica retórica de la demagogia, sino con una empatía entre populismo y el pueblo. La
empatía no deriva, no podría, de la manipulación discursiva, entonces demagógica, sino de la interrelación intersubjetiva entre pueblo y populismo. No comprender
esto es reducirse a los prejuicios
encarnados en la casta gamonal, que
desprecia al pueblo y lo popular.
No es que los populistas manipulan desde un principio. Este es un enunciado de la
teoría de la conspiración, por
cierto, ingenuo y especulativo. La empatía
emerge de la interacción entre los estratos populares y el populismo, sobre
todo con el caudillo que encarna la convocatoria del mito. Se trata de un entramado afectivo. No es acertado decir
que el caudillo populista manipula
desde un principio, sino que forma parte de un entramado afectivo. Es el pueblo
demandante el que inventa imaginariamente al caudillo. Interpreta desde su aparato
hermenéutico lo que acontece; lo que acontece, según esta hermenéutica, tiene que ver con la
profecía mesiánica y la promesa.
Ahora bien, es importante remarcar las
diferencias entre el populismo de
mediados del siglo XX y el populismo
del siglo XXI. Para comenzar a señalar estas diferencias, empezaremos con la
auto-identificación de los discursos populistas. A mediados del siglo XX los populistas se identifican como nacionalistas-revolucionarios; son
expresiones políticas e ideológicas de lo nacional-popular.
En cambio, a fines del siglo XX y principios del siglo XXI los populistas se auto-identifican como
“socialismo del siglo XXI” o, en su caso, como “socialismo comunitario”. Lo nacional-popular corresponde al nacionalismo revolucionario; se trata de
la formación de la consciencia nacional,
de la convocatoria a la nación oprimida, a recuperar su soberanía, la soberanía sobre los recursos naturales. El proyecto
es nacionalizador; nacionalizar los
recursos naturales, nacionalizar las empresas que los explotan; en la versión
más radical del nacionalismo
revolucionario se postuló nacionalizar
incluso al Estado. En cambio el “socialismo del siglo XXI” considera que ha
superado el nacionalismo, incluso que
ha superado los errores del socialismo
real; se considera, mas bien, la expresión del “socialismo del siglo XXI”.
Esta es la pretensión; pretensión que radica en la diferencia entre ideología y realidad efectiva. ¿Es,
efectivamente, una nueva versión del populismo,
tal como asevera la “crítica” liberal reciente?
Se puede decir que hay analogías, que ciertas características del populismo latinoamericano del siglo XX se repiten, como, por
ejemplo, la convocatoria del mito;
sin embargo, es indispensable enfocar la mirada
en las diferencias, pues éstas nos darán las claves para comprender este neopopulismo
o lo que se llame. Una diferencia estriba en que no todos los “procesos de
cambio” de los “gobiernos progresistas” han efectuado las nacionalizaciones esperadas, tampoco la reforma agraria, como corresponde; solo el “gobierno progresista”
bolivariano de Venezuela las ha llevado acabo, al estilo de cómo lo hacían los gobiernos nacional-populares, mediante
el procedimiento de la expropiación.
En cambio el “gobierno progresista” boliviano solo llevó a cabo una sola nacionalización al estilo clásico, la nacionalización de los hidrocarburos;
empero, para desnacionalizarlos
después de un año, mediante los Contratos de Operaciones. Las demás
“nacionalizaciones” no fueron tales, fueron compras de acciones. El “gobierno
progresista” de Brasil tampoco efectuó nacionalizaciones,
mucho menos hizo la reforma agraria
esperada; se puede decir que lo que hizo es incrementar notoriamente la inversión social en salud y educación,
además de combinar medidas asistenciales con medidas de redistribución del
ingreso. Como en otros “gobiernos progresistas” se ampliaron las políticas de
bonos. Esto de la inversión social
más se parece a las políticas de tipo social-demócrata
que a políticas populistas. Se
trata, en este caso, mas bien, de analogías
con la socialdemocracia europea, mas
que con los gobiernos populistas de
mediados del siglo XX. Lo de los bonos ya aparecieron en las políticas de compensación de los gobiernos neoliberales; claro que en
estos últimos en una escala menor que la efectuada en los “gobiernos
progresistas”. ¿Qué es entonces lo que queda de las analogías con los gobiernos
populistas de mediados del siglo XX?
Se puede decir que la convocatoria del mito; mantienen una relación afectiva con el pueblo,
que puede ser llamada chantaje emocional.
Aunque el entusiasmo de la gente se agote, una vez constatado los parecidos con
los gobiernos anteriores, los gobiernos
neoliberales. Las políticas o, mas bien, el esquema estructural de las políticas neoliberales se mantuvo; sobre
todo en lo que respecta a la subsunción
en el Sistema Financiero Internacional. Esto aconteció a tal punto, llevando
lejos esta subsunción, que el Partido
de los Trabajadores (PT), de Brasil, se convirtió en un administrador de las
AFPs; parte de la jerarquía sindical asumió las funciones de administradores de
las AFPs, convirtiéndose en no solo burguesía
sindical sino también en burguesía
financiera.
Otra analogía, esta vez con los gobiernos liberales, corresponde a la
continuidad del modelo colonial
extractivista del capitalismo dependiente. Es más, incluso los “gobiernos
progresistas” habrían extendido e intensificado el modelo extractivista. Entonces, estamos ante gobiernos del llamado “socialismo
del siglo XXI”, que combinan analogías diferenciales, con los gobiernos populistas, con los gobiernos de la socialdemocracia y con
los gobiernos neoliberales. Este barroco político es ilustrativo de lo
que acontece. ¿En qué condiciones de
posibilidades históricas y políticas se llega al eclecticismo político? ¿En
que condiciones históricas y culturales
se mezclan estas formaciones discursivas
y estas formaciones ideológicas y
políticas distintas?
Podemos definir un perfil de estas combinaciones, que parecen heteróclitas, tomando en
cuenta las prácticas discursivas que
las sostienen, que sostienen los discursos
emitidos, además de las prácticas
políticas que hacen de substrato
de los discursos y de las prácticas discursivas. Primero, el discurso populista sirve para la convocatoria; es útil en la retórica política para convencer al
pueblo que se está en el “proceso de cambio”. Segundo, la práctica política socialdemócrata evidencia la actualidad de la
incursión política de los “gobiernos progresistas”; estos gobiernos se mueven
en un horizonte definido por los
postulados del bien estar, no del vivir bien, como pregonan; bienestar como finalidad de la socialdemocracia. Se trata de un socialismo light, suave y liviano,
dentro de lo que se viene en llamar Estado
de bienestar. Tercero, la práctica
económica neoliberal es útil en lo que respecta a la continuidad económica, sobre todo en lo relacionado a la
participación en la economía-mundo
capitalista, en las condiciones establecidas por la geopolítica del sistema-mundo capitalista.
En consecuencia, una hipótesis
interpretativa, correspondiente a las conclusiones, es que el discurso populista incumbe a la retórica política de la convocatoria; en cambio, las practicas políticas y las prácticas económicas corresponden a lo
que efectivamente se va dando como acontecer político y como acontecer
económico.
Volviendo a la “crítica” liberal reciente, el
problema es que toma en serio el discurso
populista, es más, lo confunde graciosamente con el discurso socialista; este tomar en serio el discurso es considerar que es el referente efectivo de la realidad política; no entiende que el discurso se sustenta en prácticas
discursivas y las prácticas
discursivas se sustentan en prácticas
de poder. Este problema se ahonda cuando se desentiende de las prácticas políticas y de las prácticas económicas, lo efectivamente dado,
pues el discurso sirve de retórica, ayuda apoyar las acciones. Esta inocencia, por decirlo
suavemente, lleva a esta “crítica” a conclusiones rápidas, sin que pueda
sostenerlas; conclusiones en extremo esquemáticas y restrictivas, reducidas
hasta donde llegan los prejuicios.
Por eso solo logran caracterizar sus propios miedos y fantasmas, sin lograr
definir claramente qué es el populismo.
Este discurso liberal reciente es un
reciclaje del substrato ideológico
del liberalismo latinoamericano, substrato que comparte con el conservadurismo que lo antecede, incluso
con el conservadurismo ultramontano
más recalcitrante. Este substrato
corresponde a la concepción gamonal del
mundo, tal cual lo definió lucidamente José Carlos Mariátegui. Entonces,
con relación a la pretendida “crítica” liberal reciente, se trata de la ofensiva neo-gamonal; ofensiva
desplegada no tanto, exactamente, contra el populismo,
que es figura delirante, en este caso, del imaginario fantástico de la casta gamonal y de sus herederos, sino
contra la potencia social, contra la potencia
popular. El sueño de este liberalismo de última hora es que se
retorne a la utopía liberal, que como
utopía jamás se dio en ningún lugar.
Fue solo una idea expresada en la ideología jurídico-política[2],
cuando, en la práctica, efectivamente, el ejercicio
gubernamental liberal sirvió para avasallar los territorios de las
comunidades indígenas, continuando la incursión, dejada pendiente, por el conservadurismo, que no es otra cosa que
la continuidad de la colonialidad,
por otros medios, esta vez liberales.
El liberalismo
de antaño consideraba que realizaba la modernización;
los caudillos liberales, que es
un fenómeno curioso latinoamericano,
soñaban con construir ferrocarriles por toda la geografía política del país;
soñaban con modernizar a sus pueblos, a los que consideraban bárbaros. Los liberales de última hora sueñan con un Estado
de Derecho institucionalizado, que sea como la norma absoluta de toda conducta ciudadana. Este Estado de Derecho
fue el ideal construido en los
inicios del liberalismo. Como idea racional es una finalidad y, a la vez, síntesis de significaciones políticas;
por lo tanto, expresa la voluntad que
se propone la modernización liberal y, a la vez, hacer operable esta voluntad,
supuestamente general, usando el significado que otorga a voluntad general Jean Jacques Rousseau. Sin embargo, la idea no necesariamente se realiza tal
cual. La idea se realiza en el mundo efectivo y, al hacerlo, lo hace
condicionado por las condiciones de
posibilidades históricas-políticas-económicas-sociales, con las que cuenta,
en el momento y en el contexto. Lo hace con los recursos al alcance en el mundo efectivo. Al ocurrir de esta
manera, se carga no de ideas, no de
imágenes y conceptos, sino de materialidades,
densidades y flujos, en espesores y
planos de intensidad de la complejidad
dinámica social. El Estado de Derecho, como idea, podríamos decir metafóricamente para ilustrar, como esqueleto, se hace de carne, de órganos,
de redes de venas y de arterias, de sistema nervioso. Al encarnarse deja de ser idea,
es cuerpo, se convierte en un Estado corpóreo, que concentra y
administra fuerzas, que enfrenta a otras fuerzas, que reúne discursos y los
difunde, enfrentando otros discursos.
El Estado liberal no es solamente Estado de Derecho,
lo que dice la ideología
jurídico-política, sino es un Estado
de hecho. El Estado de hecho, el
Estado en acción, en este caso. El Estado liberal, no tiene como referente solamente al ideal de Estado de Derecho, sino tiene
otros referentes, que no son ideales, sino materiales. Tiene ante sí una sociedad
compleja, que lo rebasa por todos lados; tiene colateralmente y
correlativamente a otros Estado-nación, con los que se relaciona. Se encuentra
en un mundo, mejor dicho, en un sistema-mundo, que lo contiene. En
consecuencia, no solo actúa con el instrumental jurídico de la Constitución y
su desarrollo legislativo, sino con los aparatos
de su malla institucional.
El Estado efectivo, comprendiendo su singularidad, genera efectos masivos no controlados. Los efectos masivos se convierten en terrenos o territorios sociales, que se coagularon. Se convierten, por así
decirlo, en realidad política, que es
distinto a decir realidad efectiva.
La realidad efectiva la contiene y
hace de substrato de esta realidad política. No se puede evaluar
al Estado liberal, comprendiendo sus singularidades,
como si fuesen el Estado de Derecho; tampoco se puede evaluarlo partiendo del
Estado de Derecho como referente;
pues se encuentran diferencias entre la idea
y la realidad, lo que efectivamente
es. La evaluación solo es posible si se toma en cuenta la complejidad misma de la genealogía
estatal. Lo mismo ocurre con el ideal
de Estado socialista, aunque sea concebido como transición. Lo que tiene la ideología socialista es también una idea racional; idea que resume el postulado fuerte de justicia, sobre todo de justicia
social. Pero, esta idea no puede
realizarse como tal en el mundo efectivo.
De la misma manera, al encarnarse, al
moverse a través de la malla
institucional, al concentrar fuerzas para enfrentar fuerzas, al reunir
discursos para enfrentar discursos, genera efectos
masivos que no controla. De esto hablamos en Paradojas de la revolución[3].
Por lo tanto, no se puede evaluar al Estado socialista como si fuese la realización de su ideal, tampoco tomar la idea
socialista como referente, aunque la ideología
considere que es así, que el Estado socialista real es inmediatamente la idea de socialismo. Solo se puede evaluar el Estado socialista
efectivamente dado, comprendiendo sus singularidades
y la complejidad dinámica social,
donde se encuentra y se mueve, así también comprendiendo las genealogías de poder que lo conforman.
A estas alturas del partido, de las historias políticas de la modernidad, no
se puede seguir restringiendo el debate
al mundo de las representaciones, es
decir, a la ideología, en sus
distintas formas y manifestaciones. Esto para lo único que sirve es para seguir
bregando en el círculo vicioso del poder,
legitimado por el círculo vicioso de la ideología, sin
salir de sus entramados y de sus tramas. Es menester encarar el acontecimiento político en su complejidad dinámica. Los que se ponen
en el papel de jueces, de un lado o
del otro, con un discurso o con otro, juzgan
desde la ideología, como si el mundo efectivo se redujera al mundo de las representaciones. En la
actualidad, los jueces son cada vez
más apócrifos y el acto de juzgar es
cada vez más claramente una impostura. En lo que corresponde a la ideología, comparando con su situación
inaugural, entusiasmada por la idea racional, las formaciones discursivas se han convertido en banalidades
recicladas, seleccionando argumentos trasnochados, pretendan unos defender el liberalismo, pretendan otros defender el
socialismo.
Volviendo al populismo, incluso en su versión neo-populista, en este caso no hay un Estado populista, aunque se de la forma de gubernamentalidad clientelar; lo que hay es el Estado
liberal adulterado, mutando en una forma abigarrada; menos se puede hablar
de aproximaciones al Estado socialista, incluso efectivamente dado. Por lo
tanto, no hay una idea racional de un
tipo de Estado distinto, que podría denominarse provisionalmente “Estado
populista”, sino, mas bien, estamos ante un símbolo
político, mejor dicho, ante una alegoría
simbólica, es decir, un mito. En
este caso, el “Estado mítico”, no es una construcción racional, no es una idea, sino una construcción afectiva, si se quiere, pasional. La narrativa populista no resuelve la construcción
del mito estatal por la vía de la voluntad, guiada por la razón, sino por la vía de la pasión guiada por el mito. No se trata de una finalidad sino, siguiendo las metáforas,
de la resurrección política. El
“Estado mítico” del populismo es una realización religiosa-política. De esto
hablamos en La convocatoria del mito.
Tampoco se puede evaluar el “Estado populista” por el mito que tiene de sí mismo, pues vamos a encontrar notorias
diferencias. Hay que evaluarlo en la salsa de su propia complejidad dinámica, en las genealogías
singulares del Estado liberal exuberantemente barroco.
A estas alturas del partido, como dice el
refrán popular, no se puede pretender “analizar” el “populismo” a partir del núcleo gravitacional de los prejuicios, que corresponden a conservadurismos recalcitrantes,
coagulados en conductas; de circunscribir este fenómeno político a las caricaturas que se tiene del mismo, como la
reductiva imagen de demagogia o la
otra imagen dramática de autoritarismo.
Todo Estado es autoridad y también es
autoritario, aunque lo sea en
distintas tonalidades, aunque, en algunos casos o muchos, dependiendo de las
circunstancias en la coyuntura, se matice la violencia, en cambio, en otros, se
la remarque, se llegue a formas extremas
de violencia desbocada, violencia concentrada patéticamente por la emergencia
estatal. En determinadas circunstancias de emergencia, como de crisis política
y económica, todo tipo de Estado recurre a su núcleo de emergencia: el Estado de excepción.
[1] Ver la
serie Acontecimiento político, en Cuadernos activistas. ISSUU. Raúl Prada
Alcoreza; La Paz.
[2] Ver Crítica de la ideología jurídico-política.
ISSUU. Raúl Prada Alcoreza; La Paz.
[3] Ver Paradojas de la revolución. En la serie Acontecimiento
político. ISSUU. Raúl Prada Alcoreza; La Paz.
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