Avatares ideológicos y políticos
Raúl Prada Alcoreza
Las preguntas, podríamos decir, epistemológicas que se hizo Emmanuel
Kant, fueron: ¿Qué puedo conocer?, ¿qué puedo hacer?, ¿qué puedo esperar? Hoy
podríamos hacernos las preguntas: ¿En qué condiciones
de posibilidades puedo conocer más y mejor e ir más lejos?, ¿en qué condiciones de posibilidades puedo hacer
más y mejor e ir más lejos?, ¿en qué condiciones
de posibilidades puedo esperar más? Pero, también podemos entrelazar las preguntas: ¿Cómo incide
el conocimiento en lo que puedo hacer y en lo que puedo esperar?, ¿cómo incide
cuando mejora lo que puedo hacer y va más lejos en el conocimiento?, ¿cómo
incide cuando mejora lo que puedo hacer y va más lejos en lo que puedo esperar?
De todas maneras, todas las preguntas que podamos hacernos de esta manera
siguen siendo antropocéntricas, sino
son egocéntricas. Desde la perspectiva compleja ya no se trata de
nada de esto; se abandona el antropocentrismo.
De lo que se trata es comprender cómo
funciona la vida en su complejidad
dinámica e integral y como participamos reinsertándonos
en la proliferante creación de la potencia
de la vida.
En lo que respecta a la vida social humana, también se trata de comprender cómo funciona la vida
social en su complejidad dinámica e
integral, entonces, comprender
por qué las sociedades humanas han conformado mallas institucionales que separan
a la humanidad de la “naturaleza”,
por lo tanto, que la colocan como si estuviera sobre la vida, lo que es imposible; comprender
las consecuencias de esta separación
institucional de la “naturaleza”. Esta comprensión es útil para salir de la
crisis ecológica ocasionada por las
sociedades humanas modernas; sobre todo para comenzar a reinsertar a las sociedades humanas a los ciclos vitales del planeta.
Esta separación
tiene que ver con la economía política
generalizada; heurística de las máquinas de poder de la civilización moderna. La ideología que es una máquina de fetichización, responde a
esta economía política, pues funciona como máquina de legitimación de la economía
política generalizada, donde la dominación
es producto de la economía política del
poder; economía política que separa poder
de potencia, separando a la potencia de lo que puede, capturando parte de sus fuerzas,
utilizadas para la reproducción del poder.
Durante y a lo largo de la modernidad,
considerando sus distintos contextos, coyunturas y periodos, hemos asistido a
una variedad impresionante de la discusión interminable ideológica, discusión,
por cierto, sin salida y solución. Cada ideología
se encierra en sí misma, se encaracola;
se considera la verdad en sí misma.
Por así decirlo, la ideología no
tiene consciencia de su propio cuerpo, de todo el funcionamiento corporal para que se de el efluvio imaginario de la ideología. Se considera autosuficiente y
autónoma, como si tuviera vida
propia, cuando apenas es una elucubración fantasmática. Sin embargo, la ideología ha provocado acciones
sanguinarias; todo a nombre de la inmaculada verdad o de la religión o de la política. A nombre de Dios, de la
Libertad y de la Justicia se han cometido crímenes de lesa humanidad. La
pregunta es: ¿Por qué los pueblos son capaces de emprender campañas apasionadas
y hasta delirantes, incluso llegando a desencadenar guerras santas y guerras
políticas a nombre de una idea?
Solo se puede hacer esto en condición de enajenación,
usando este concepto psicológico y filosófico discutible, empero ilustrativo.
Entonces, la otra pregunta es: ¿Por qué y cómo llegan los pueblos a esta condición de enajenación colectiva, en
determinadas circunstancias? No parece adecuado encontrar la causa en la crisis, como se acostumbra, pues si se
desataran en la crisis estos
comportamientos, es por que ya anidaban antes de la crisis. Por lo tanto, lo que parece más adecuado es encontrar el problema en las mismas composiciones y estructuras sociales
institucionalizadas.
Comencemos con el mito moderno, el de el hombre
como el fin la evolución y destinado
a dominar la “naturaleza”. Mito que revela el substrato simbólico de las ideologías
de la modernidad; ideologías, que, a su vez, revelan la orientación
constitutiva de las sociedades modernas. Se trata de sociedades conformadas
contra la “naturaleza”; en otras palabras, contra la vida. ¿Cómo ha podido acontecer esta predisposición estructural social contra la vida? Se puede estar tentado a decir que esta orientación se halla en la misma “naturaleza” humana; pero, esta interpretación es parecida o derivada de
la que supone que el mal se encuentra
en la “naturaleza” humana. Enunciado dado como premisa de la religión.
Enunciado que llega a la conclusión anticipada sin darse el trabajo de conocer
la llamada “naturaleza” humana. Descartando estas “teorías” de la culpabilidad, sobre todo por su
insostenibilidad “científica”, para decirlo rápidamente, es indispensable
encarar el problema en las tecnologías constitutivas de las subjetividades humanas; subjetividades
que permiten hablar de esta “condición humana”, distinguiéndola de la “condición
animal”. La humanidad de la que se
habla es una producción y reproducción social. Por cierto, se trata del reconocimiento de la especie, pero este reconocimiento no sería posible sin los
bagajes imaginarios acumulados, que expresan la humanidad en sus realizaciones.
La humanidad se reconoce en el espejo, por así decirlo, de sus producciones. Sobre todo el arte desata sentimientos de reconocimiento y autosatisfacción. Por lo tanto, la humanidad no es un a priori, sino, mas bien, realización; si se quiere, exteriorización de capacidades,
facultades, es decir, de la potencia.
Lo que vamos a decir va parecer una tautología,
pero parece acertada: la humanidad
sería una hechura de los propios
humanos. Sin embargo, no es tautología,
pues los humanos no serían propiamente humanidad
antes de haberla producido. La humanidad es un arte, en el sentido de la techné,
concepto griego antiguo.
La otra pregunta es entonces: ¿Por qué los
humanos han producido una humanidad
paradójica, que se realiza en el arte,
pero también cae en la destrucción?
En pocas palabras: ¿Por qué produce y
crea, en el sentido de techné, pero, también destruye? No parece adecuado recurrir a
las tesis del psicoanálisis, aunque sea de la versión más esquemática, que habla
de instintos o, mejor dicho, pulsaciones, tanáticas, contrapuestas a las de vida. Con estas tesis ya estaría resuelto semejante problema de la paradójica humanidad, mediante la conjetura de esta estructura básica instintiva y de pulsaciones. El ser humano estaría
condenado al juego eterno entre vida
y muerte. Esto se parece demasiado a
la estructura de la trama inaugural
del mito. Es difícil aceptar instintos enclavados en la carne,
diluidos en la sangre, cristalizados en los huesos; no vamos a hablar de inscritos en el genoma, esto sería ir
muy lejos, no solo de una manera especulativa, sino insostenible, dado el
avance de la biología molecular. Las tesis sobre los instintos está, ahora, muy cuestionada por la propia psicología,
fuera de no aparecer como tal en la biología contemporánea. Es preferible
observar la complejidad dinámica vital,
que comprende el entrelazamiento
entre estructuras, composiciones y combinaciones corporales con las dinámicas sociales que inciden en los esquemas de comportamientos y de conductas.
Entonces el problema planteado se
puede replantear del modo siguiente: ¿Por qué no solamente se constituyen esquemas de comportamiento tan
paradójicos como los mencionados, sino por qué se conforman condiciones de posibilidades corporales,
subjetivas y sociales como para que estallen las paradojas? Propondremos
hipótesis interpretativas prospectivas.
Hipótesis
sobre la humanidad paradójica
1.
Las claves
de una humanidad tan paradójica, que crea y también destruye, parece encontrarse en la conformación y consolidación
institucional de relaciones conflictivas
de las sociedades humanas con sus ecos-sistemas, con los ciclos vitales y el Oikos. Las rupturas institucionales con las armonizaciones ecológicas parecen haber conformado frentes de guerra de las sociedades
modernas contra lo que la ideología
moderna llama “naturaleza”.
2.
En esta
acumulación de situaciones conflictivas
y saturación de frentes, en una geografía de
guerra, parece que se conforman las condiciones
de posibilidades que predisponen a la estructuración
de esquemas de comportamiento no
solamente conflictivos sino, incluso, hasta antagónicos, con la vida.
3.
La tendencia
conflictiva con la “naturaleza”, es decir, con la vida, no es, obviamente la única orientación de las conductas humanas, aunque sea, por así decirlo,
la hegemónica, por el momento. La
tendencia al arte y a la techné es
sobresaliente; tiene que ver con la potencia
creativa de la vida. Tiene que ver con las capacidades y facultades humanas
más desbordantes; aquellas capacidades y facultades que abren horizontes, que muestran la intrepidez
humana en su heroica hermosura.
4.
Se podría
decir que si el planeta y las sociedades humanas se han salvado de la destrucción anticipada, es por esta otra
tendencia creativa, muy propia de la potencia
de la vida. Lo que falta saber es si la tendencia destructiva va terminar de imponerse, trayendo como consecuencia la
destrucción planetaria y la desaparición de las sociedades humanas, o si, por
el contrario, la tendencia vital creativa de la potencia de la vida va desbordar, dejando atrás, como un ciclo
dramático y hasta trágico, la era de la hegemonía
de la tendencia destructiva.
5.
Este desenlace, por así decirlo, como que
depende de la posibilidad de de-construir
las narrativas de la ideología, de diseminar las mallas
institucionales, que hacen de máquinas
de poder, de desandar el camino
emprendido equivocadamente contra la vida.
6.
Esta no es
una tarea intelectual, sino una tarea
social y colectiva, donde el intelecto
general desborda a las ceremonialidades del poder, que ungen de plus-valor simbólico al intelectual. Es una tarea que tiene que
ver con la activación de la potencia
social, que se encuentra comprimida por las mallas institucionales.
7.
La reinserción de las sociedades humanas a
los ciclos vitales del planeta está
en manos de los propios humanos, de los pueblos y sociedades. Retornar a los procesos vitales, a la
potencia de la vida, creativa y proliferante, requiere de la diseminación de las mallas institucionales heredadas, convertidas en orígenes y fines, cuando apenas son instrumentos
de la sobrevivencia y el potenciamiento de la vida humana, así como requiere de devolver a las instituciones su carácter meramente instrumental y en constante mutación y
transformación, dependiendo de las adaptaciones, adecuaciones y equilibraciones
de las sociedades humanas en la armonización
y sincronización planetaria.
A modo
de introducción
Avatares
ideológicos y políticos reflexiona
sobre las contingencias ideológicas y políticas en las historias políticas de la modernidad en el continente,
particularmente sobre los avatares de
las formaciones ideológicas y políticas que
incidieron en el decurso de las historias
singulares y de las genealogías
estatales; hablamos del liberalismo,
del populismo, del neoliberalismo y el neo-populismo. Encuentra analogías
y diferencias en las narrativas ideológicas, empero más analogías que diferencias en las prácticas
políticas de las formaciones
ideológicas y políticas mentadas. Distingue debate de diatriba y
encuentra que lo que más ha proliferado es la diatriba, eludiendo el debate,
aunque éste se haya dado escasamente, dejando de todas maneras una referencia importante para que el debate sea retomado colectivamente,
sobre todo como pedagogía política.
Por otra parte, más que analogía, encuentra que las formaciones
discursivas ideológicas y las prácticas
políticas comparten un mismo paradigma
del mito de la modernidad, el paradigma del desarrollo. Al sur del Río Grande prepondera la práctica desarrollista del modelo extractivista colonial del capitalismo dependiente y al norte
preponderó, a lo largo de la historia
económica, el modelo industrial,
para derivar en la etapa decadente
del ciclo del capitalismo vigente a
la dominancia del capitalismo financiero y especulativo.
Estas expresiones ideológicas y
procedimientos políticos conformados se han turnado el ejercicio del poder, haciéndose cargo del Estado-nación e
implantando sus distintas formas de
gubernamentalidad, sin embargo, los pueblos padecieron los efectos masivos incontrolables de las prácticas políticas de estas formaciones ideológicas. Este
padecimiento hay que entenderlo no como sufrimiento
de la víctima, sino como renuncia a la potencia social, como subordinación
casi voluntaria a las formas de poder;
en términos filosóficos, como deseo del
amo. Entonces, la responsabilidad
de lo que ha acaecido y de lo que ocurre se encuentra en los mismos pueblos y
sociedades, que dejan hacer a los gobiernos de turno y dejan ejercer el Estado,
por lo tanto el poder, prácticamente al gusto y antojo de la “clase política”.
Asumir la responsabilidad plenamente
es hacerse cargo de la democracia, es
decir, del gobierno del pueblo; esto equivale a conformar autogobiernos y
desenvolver autogestiones.
Populismus[1]
La convocatoria
al pueblo; ese referente donde reside la soberanía o, por lo menos, la potencia social, de donde emerge esa condición de posibilidad jurídica y política
que se nombra como soberanía. La
convocatoria ha levantado a los populistas rusos, durante el siglo XIX, que son,
en realidad, campesinistas y no como
se significa en América Latina, como caudillos,
que encarnan la convocatoria del mito.
La convocatoria al pueblo se ha
convertido en el substrato político de estos caudillos. Por lo tanto, la convocatoria al pueblo no se
circunscribe a las connotaciones populistas,
en el sentido latinoamericano. Por otra parte, pueblo es el referente primordial de la democracia. En griego demo
es pueblo y cracia es poder o
gobierno; entonces, democracia
significa e implica gobierno del pueblo.
La convocatoria al pueblo ya se
encuentra, en su sentido inaugural, en la democracia
misma.
Pretender descalificar la convocatoria al pueblo mediante una
supuesta crítica al populismo, usando además el término populismo en su tonalidad ya descalificada,
es asumir la posición de la aristocracia
o de la oligarquía, en el sentido
griego antiguo; es decir, de los que tienen título de nobleza y de los que
tienen riqueza. La discusión en la esfera de la filosofía política griega era
sobre cuál es el mejor gobierno; ¿el
gobierno de la aristocracia, el gobierno de la oligarquía o el gobierno del
pueblo (democracia)? La posición de Aristóteles y de Platón es notoriamente
conservadora; critican el gobierno del
pueblo; incluso llegan a decir que el gobierno
del pueblo lleva a la tiranía, en
determinadas circunstancias. Fue en el periodo de Pericles cuando se establece
la democracia en Atenas; también
cuando se constituye Atenas en una metrópoli antigua; lo que se denomina
Ciudad-Estado. Fue cuando Pericles se vio obligado a llevar los huesos de los
antepasados, que moraban enterrados en el campo, a la ciudad, para que las
familias campesinas vinieran a radicar a la ciudad. Pericles demostró, en los
hechos, que el mejor gobierno es la democracia,
a pesar de las críticas filosóficas posteriores de Aristóteles y Platón.
Esta discusión se renueva en las condiciones de posibilidades históricas y
culturales de la modernidad. Para
resumir, de manera ilustrativa, los liberales
constituyen la democracia moderna,
pero restringida a los que tenían propiedad y sabían leer y escribir; es decir, restringida a los estratos
privilegiados masculinos, excluyendo a las mayorías y a las mujeres. Son los gobiernos populistas de mediados del
siglo XX los que establecen el voto universal, la reforma agraria y la reforma
educativa, implantando la enseñanza pública y gratuita. En consecuencia, fueron
los populistas los que extendieron
los derechos democráticos, civiles y políticos, los derechos del trabajo, los
derechos sociales, retomando estas nuevas generaciones de derechos de los socialistas. Entonces, los liberales no se pueden reclamar per se
como demócratas, menos como ejemplo
de la democracia; al contrario,
encarnan la “democracia” restringida de la pretendida aristocracia criolla latinoamericana, heredera de los
conquistadores y de la oligarquía, los ricos mineros y comerciantes, sobre todo
portuarios.
La democracia
moderna se instituye con los populismos
del siglo XX. Esta versión nacional-popular
de la democracia en América Latina
corresponde al ejercicio de la democracia
mediante la convocatoria al pueblo.
Ahora bien, estos gobiernos
nacional-populares vivieron sus ciclos. Se clausuraron ataviados por las
contradicciones inherentes desatadas; contradicciones relativas no solo a los
avatares de la forma de gubernamentalidad
populista, sino también y sobre todo correspondientes al círculo vicioso del poder[2],
que atinge a toda forma de
gubernamentalidad[3].
En algunos casos, como en Bolivia, se clausuran con un golpe militar, que abre
el ciclo de las dictaduras militares, en plena intensidad de la guerra fría.
Los gobiernos
populistas muestran elocuentemente el desarrollo de la forma de gubernamentalidad clientelar. Después del entusiasmo del
principio viene el desencanto, entonces, una vez perdida la convocatoria
espontánea, pretenden preservarla con la expansión de las redes y circuitos
clientelares. No preservan la convocatoria, pero sí conforman una gran masa
clientelar, que incluso les ayuda a ganar las elecciones. Esto no quiere decir
que los gobiernos conservadores y los
gobiernos liberales no conformaron
sus clientelas; lo hicieron en escalas menores, pues no necesitaban más ante el
reducido contingente electoral. Las dictaduras militares continuaron con las prácticas clientelares, convirtiendo al
ejército y a las fuerzas armadas en un gran aparato clientelar corporativo. De
avanzada corrosión institucional y galopante corrupción.
Hay que distinguir la crítica de la práctica populista,
crítica en el sentido kantiano, de la
pretendida “crítica” liberal reciente. Aquélla crítica sitúa al fenómeno
político populista en las condiciones
de posibilidad históricas y culturales de donde emerge; en cambio, la
pretendida “crítica” liberal descalifica, de entrada, al populismo. Lo hace desde el núcleo de sus prejuicios de casta y de clase. Tampoco se trata, por lo tanto, de
descalificar a esta pretendida “crítica” liberal, sino situarla en el contexto, así como identificar lo que es y describir
lo que hace, en el marco de su ideología.
La pretendida “crítica” no busca comprender,
tampoco entender, menos conocer, el fenómeno populista; sino que lo considera enemigo. Puede añadir que se trata de un “enemigo de la
democracia”. Lo trata en el discurso político y en la retórica política como enemigo, a quien hay que atacar y del
que hay que defenderse. Esta actitud forma parte del debate ideológico, pero no del análisis,
menos si se trata del análisis crítico;
el análisis supone investigación. Se entiende que en plena crisis de los llamados
“gobiernos progresistas”, en pleno derrumbe y decadencia, se den estas ofensivas ideológicas conservadoras, de
parte de las castas y de las clases dominantes, de los intelectuales a su
servicio. Se trata, en América latina, como dijimos, de una ofensiva neo-gamonal.
Esta distinción entre crítica y diatriba no
busca, como es obvio, ninguna defensa del populismo.
Nos remitimos, al respecto, a los escritos de crítica del populismo,
tomando en cuenta sus genealogías y la crisis múltiple del Estado-nación[4].
Lo que buscamos, ahora, es comprender el funcionamiento de la pretendida
“crítica” liberal reciente, en los contextos
de la crisis política y la caída de los gobiernos
populistas. Se trata de un discurso ideológico liberal, que busca restaurar
las formas de dominación de las
castas y las clases dominantes, a nombre del Estado de Derecho. La problemática
democrática, como tal, como situaciones que la limitan y como
porvenir mismo de la democracia, los
tiene sin cuidado a estos “críticos” del populismo
de última hora. Lo que se pone en mesa es la institucionalidad, como debería funcionar; no como funciona
efectivamente, tampoco como ha funcionado durante los gobiernos liberales y
neoliberales. Tampoco interesa discutir las condiciones
de posibilidad para que la institucionalidad
funcione como debería funcionar. Lo que interesa es tener como referente el ideal del Estado de Derecho, para
restregarlo en las caras de los caudillos
e ideólogos populistas, aunque este Estado de Derecho no funcione efectivamente,
en ninguna forma gubernamental, como
debería funcionar. Incluso aunque no
llegue a funcionar como debería, si es que estas versiones liberales de los
últimos tiempos ejerzan el gobierno. Esto se observa patentemente en el gobierno neoliberal de Temer, en Brasil,
y en el gobierno neoliberal de Macri,
en Argentina. Lo que interesa es descalificar al enemigo. No dejar nada de lo que se pueda decir algo positivo. Esta
es la guerra política, que arremete
contra el enemigo, al que se tiene
que destruir. Son los clarines de guerra que llaman a la batalla para desterrar
al populismo de la faz de la tierra.
Debate
y no diatriba
Ahora bien, lo que decimos no quiere decir
que no hay análisis liberal, fuera de
la diatriba atrapada en la estrategia
de la descalificación, que es como un a guerra
ideológica ordinaria. Lo hay, aunque se da de manera escasa, en comparación
con el apabullante traqueteo de la diatriba.
Por el momento, basta citar dos nombres connotados; el de Mario Vargas Llosa y
el de Hugo Celso Felipe Mansilla; el primero peruano, premio nobel; el segundo
boliviano, filósofo liberal, formado en la escuela de Frankfurt, siendo
partidario de la corriente conservadora de la Escuela y no de la tradición
marxista, a la que pertenecían Max Horkheimer y Teodoro Adorno. Mario Vargas
Llosa publica una serie de ensayos críticos, donde sobresalen los dedicados a
la crítica del socialismo, también a
las tradiciones caudillistas
latinoamericanas. Aparte de estos ensayos, cuenta con una investigación teórica
y literaria, de donde elabora un análisis crítico del indigenismo. Se puede considerar la ensayística crítica de Vargas
Llosa como parte de lo mejor del ensayo contemporáneo; así como se puede
considerar esta crítica al indigenismo como un aporte riguroso al debate
sobre la problemática aludida, que en términos no de Vargas Llosa se denomina
de la herencia colonial y de la colonialidad, por más que termine
considerando la “cuestión” indígena
como victimización. De lo que se
trata es de considerar la crítica vertida en los ensayos y en el análisis sobre
el indigenismo. Crítica que
considera, a su modo, los contextos
donde se desenvuelven las historias tratadas; contextos históricos
culturales que pueden aproximarse a las condiciones
de posibilidades históricas y culturales. Contextos bien manejados y bien descritos por la pluma del
escritor; contextos descifrados a
partir de sus tramas; que son
interpretados desde el postulado liberal de la libertad; además de ser ponderados en las premuras de la
modernización.
La crítica de Hugo Celso Felipe Mansilla, en
cambio, se desenvuelve desde la reflexión filosófica. Se coloca, desde un
principio, en la perspectiva de una crítica
de la modernidad, podríamos decir,
desde claves ecológicas. La crítica
adquiere, en su exposición, una tonalidad irónica cuando se refiere a las “modernidades
imitativas” de las sociedades latinoamericanas. En otros textos, Mansilla
critica tanto al indigenismo como al indianismo, distinguiendo las dos
variantes de la cuestión social nativa de la herencia colonial; siendo el indianismo una expresión político
cultural radical, según el filósofo liberal, “fundamentalista”. La crítica al socialismo efectivamente dado es elocuente y polémica, sobre todo
en lo que respecta a los estilos burocráticos de un exacerbado estatalismo y
una patética modernización. Ambas críticas tocan temáticas y problemáticas
rememoradas y recurrentes en América Latina. Es posible un debate no ideológico con esta crítica liberal y
análisis académico.
Del otro lado, del lado del populismo y también del lado del socialismo, se han dado reflexiones
profundas y penetrantes, así como investigaciones históricas políticas y
análisis iluminadores. Citemos solo algunos nombres; Sergio Almaraz Paz y René
Zavaleta Mercado, de Bolivia; Abelardo Ramos,
de Argentina, y Eduardo Galeano de Uruguay. Estas reflexiones, ensayos,
investigaciones y análisis son más conocidos que los otros; nos remitimos a las
obras de los nombrados autores. La pregunta es: ¿Por qué no se ha dado un
debate saludable?
Recientemente, Hugo Celso Felipe Mansilla ha
publicado un libro crítico del
pensamiento de René Zavaleta Mercado[5].
Se puede decir que ya es ya un aporte para el debate, aunque el libro se circunscribe a una interpretación
esquemática del pensamiento de
Zavaleta; se considera como enfoque
de partida la contradicción entre nacionalismo
y coloniaje, definida por Carlos Montenegro, para entender la paradoja señorial[6].
De entrada, se recorta la mirada,
ocultándose los distintos enunciados referidos a otras contradicciones,
definidas por el teórico marxista. También, de manera presurosa, se ponderan
los “aportes” conservadores y liberales, sobre todo y esto es lo que llama la
atención, antes de la revolución nacional de 1952. No parece necesario caer en
esta exaltación conservadora poniéndose vulnerables ante el hecho de la igualación de los hombres, como dice el
mismo Zavaleta Mercado, mediante la reforma
agraria. El autor mencionado se concentra en Lo nacional-popular en Bolivia, libro póstumo, que reúne varios
ensayos del último periodo en vida de Zavaleta; ensayos, por cierto, que
desbordan su intensidad reflexiva. Se notan los requerimientos demandantes del
teórico marxista de lo nacional-popular,
que aborda la cuestión colonial y de la colonialidad, sobre todo a partir de la
insurgencia indígena. No observar las
tensiones en Lo nacional-popular en
Bolivia es patentizar la falta de sensibilidad lectora ante los avatares de
la escritura apasionada y crítica, auscultadora de las condiciones de posibilidades históricas-sociales-económicas-culturales
de la formación social boliviana[7].
Nos preguntamos por qué no se dio el debate
entre ensayistas, teóricos y analistas, compungidos por sus realidades históricas,
que les tocó padecer, precisamente, al encontrarse en enfoques distintos y contrapuestos. Sin embargo, éste, el de
ignorarse mutuamente, no es un problema solamente latinoamericano, sino
mundial. Es sorprendente que esta mutua ignorancia se haya repetido incluso en
corrientes teóricas hasta afines; por ejemplo, entre la Escuela de Frankfurt y
las teorías nómadas francesa, siendo
la primera antecesora de la segunda. De entre las corrientes teóricas que se
ignoraron mutuamente, algunas prácticamente se desconocieron, a pesar de
coincidir en los temas y hasta compartir los mismos periodos. Otra buena
pregunta es inquirir sobre esta conducta de los intelectuales.
En todo caso, hemos querido dejar constancia
de que sí se han dado reflexiones y análisis teóricos que abren las puertas del
debate. Sin embargo, también hay que
anotar que es indispensable la pedagogía
política, es decir, la construcción colectiva las comprensiones y saberes
sociales. Por otra parte, el debate
adquiere claridad cuando se lo hace a la luz de las condiciones de posibilidades históricas y culturales y de los procesos desatados en el acontecimiento político. Empero, cuando
nos referimos a la pretendida “crítica” liberal
reciente, no hablamos de esto, del debate,
sino de la diatriba, de la descarnada
lucha ideológica; cuando los grupos,
las instituciones, las organizaciones, los apologistas, de un lado y de otro,
no se ignoran, al contrario, se tienen en cuenta constantemente. Son los enemigos
y confunden esta exacerbada enemistad
con la lucha de clases, que es, mas
bien, una teoría. El enemigo es
inolvidable; es el sentido de vida del amigo,
del que está en guerra permanente con el enemigo.
Los populistas, generalizando, a
pesar de las diferencias contenidas en el fenómeno político mentado, consideran
al neoliberal como execrable, poco más o menos como un canalla, que ha
entregado las riquezas nacionales. Así mismo, los neoliberales consideran a los populistas
como encarnación misma del mal de la corrupción, desbordada en el marco de
una mala administración pública, tanto de las empresas como del Estado. La
reciente “crítica” liberal de los últimos tiempos considera al populismo como el mal que atraviesa la historia política latinoamericana. La falta de
desarrollo se debe a la incidencia descalabrada de la demagogia populista; los
rezagos en la modernización se deben al despilfarro y la corrosión institucional, irradiadas por el populismo. Con este tipo de explicaciones todo está resuelto; no
hay necesidad de nada más, sino de expulsar al execrable animal político. El problema es que estos acertijos ideológicos no
se contrastan; el discurso ideológico
no requiere de contrastación; sus
interpretaciones esquemáticas son tomadas como verdades en sí mismas. Sin embargo, las incursiones políticas de
conservadores, liberales, nacionalistas, neoliberales, populistas, las padecen
los pueblos.
La
clase política
Conservadores, liberales, nacionalistas,
neoliberales y populistas no son expresiones políticas de la lucha de clases, son formas de
convocatoria y formas organizativas ideológicas embarcadas en la lucha por el poder. Si las clases sociales estuviesen en lucha, como dice la teoría marxista, no
entablaran la lucha a través de
intermediaciones, ni por medio de interpretes; lo harían directamente, por así
decirlo. La lucha de clases, tal
cual, no tendría que pasar por la toma de consciencia
de clase, pasar de la consciencia de clase en sí a la consciencia de clase para sí. La lucha de clases, como tal, sería
inmediata. Si esta lucha de clases no
se da “naturalmente”, para decirlo metafóricamente, es porque tampoco las clases sociales son “naturales”; son históricas. Es decir, son construcciones sociales; así también la lucha de clases es una construcción
social, una construcción teórica; es decir, una interpretación. Si bien la teoría
de la lucha de clases ha permitido interpretar
la sociedad, conformada históricamente a partir de la guerra, desde la inaugural,
siguiendo con las recurrentes, guerra
que hace inteligible la formación social, guerra que atraviesa la institucionalidad estatal, esta
interpretación de la lucha de clases ha dejado pendiente explicar por qué la
guerrea es madre de la institucionalidad estatal; así como ha dejado pendiente
la explicación de las dinámicas sociales que conforman a las clases sociales como bloques contrapuestos. En todo caso,
tendrían que contrastarse las
hipótesis interpretativas de la teoría de
la lucha de clases empíricamente. La contrastación,
para corroborar las hipótesis, se tendría que encontrar estos bloques de clase empíricamente. Si no los halla es porque estos bloques de clase no están.
Lo que se muestra, mas bien, es una distribución de singularidades sociales en los contextos variados de la geografía
humana, que combina densidades
demográficas con dispersiones
demográficas, además de flujos
poblacionales, en distintas escalas. Donde se pueden observar diferencias
en los hábitats. Las diferencias son, para decirlo rápidamente, de calidad de vida. ¿Estas diferencias
hablan de clases sociales o, mas bien, de ocupaciones territoriales
diferenciales, de variados controles de recursos, de congregados controles de
medios de producción, distribución y servicios, así como de centralizadas y
descentralizadas formas de administración y de gestión, también, en
consecuencia, de distintas formas de apropiación de la producción social? Esta
observación nos lleva a mirar las complejidades
de las dinámicas sociales, no bloques estancos de clases sociales. Se
puede decir que la teoría de la lucha de
clases fue una aproximación a la complejidad
social, sinónimo de realidad social.
Pero no se puede confundir la teoría
con la realidad.
El tema es que en el acontecimiento social, de multiplicidades singulares, de
pluralidades de procesos singulares concatenados, se conforman e instituyen prácticas sociales de diferenciación, no solo de clases, sino
de grupos, asociaciones, corporaciones, así como de mandos, de formas de
administración, incluso coagulando simbolizaciones
institucionalizadas en el imaginario
social. La complejidad social no
se presenta bajo la configuración de bloques
de clase, sino de actividades,
cualitativamente diferenciadas, que tienen que ver tanto con dinámicas moleculares sociales y con dinámicas molares sociales. Dinámicas que producen y reproducen las diferenciaciones sociales singulares en
los distintos planos de intensidad. Las
diferenciaciones se dan en sus plurales y múltiples singularidades
proliferantes; no como generalizaciones estadísticas y homogéneas. Esta
exposición sobre el acontecimiento social
puede ser más extensa y detallada; para aludir el alcance, por lo menos
teórico, nos remitimos a lo escrito en Imaginación
e imaginario radicales[8].
A donde apuntamos en esta exposición es a hacer comprensible y entendible,
de otra manera, las funciones y los
papeles de los intermediarios políticos y de las mediaciones ideológicas
respecto al conglomerado de las estratificaciones sociales, en constante
dinámica y devenir.
Si siguiéramos usando el término de clase, que es un término taxonómico,
diríamos que hablamos de la “clase política”, como lo hemos hecho antes, en
anteriores ensayos. Esto equivaldría decir que hay varias maneras de clasificar
clases sociales; si se trata del campo político, si se trata del campo económico, si se trata del campo cultural, retomando la concepción
de los campos de Pierre Bourdieu. Pero,
a pesar de la complejización de la taxonomía social, llegaríamos a algo
parecido a lo que criticamos, solo que en distintos planos de intensidad. La categoría de “clase política” es homogénea
en su acepción; en cambio lo que efectivamente es la hace heterogénea. Esto
ocurre no solo porque pregona distintas variaciones ideológicas, porque postula
distintos programas políticos, incluso porque acciona en distintas formas gubernamentales, sino que sus
variadas composiciones responden a asociaciones
singulares, de acuerdo a contextos, a coyunturas, periodos, incluso, se
puede decir, múltiples historias. Entonces estamos ante mapas de predisposiciones, disposiciones, dispositivos, políticos,
que funcionan como instrumentos de la máquina
abstracta de poder. La distinción, en este caso, es decir, la economía política particular, se da
entre los representantes, voceros, intermediarios e intérpretes políticos y sus
bases. Las bases delegan sus voluntades
y sus potestades a los delegados y representantes.
Ahora bien esta distinción se apoya en otra separación,
en la separación de intelectuales y no-intelectuales, que podríamos llamar economía política del saber, que distingue al que sabe del que no
sabe. Toda economía política
establece una dominación sobre la
base de la valorización abstracta.
Entonces, la dominación no es única
en la economía política generalizada,
sino que comprende múltiples dominaciones
singulares entrelazadas. Aunque la dominación
del intelectual sobre el no-intelectual aparezca más como prestigio no deja de ser dominación, basada en el prestigio simbólico de la intelligentsia y en el control institucional del saber. El
político de profesión o circunstancial apoya la legitimidad de su intermediación en este halo intelectual; aunque
también puede apoyarse en el prestigio que conlleva la dirigencia, que es otra
manera de ser intelectual, como anotó ya Antonio Gramsci.
No hay pues la dominación única, absoluta, homogénea, como si fuera una entidad
reconocible o un instrumento detectable inmediatamente. Lo que hay son múltiples dominaciones singulares que convergen, se entrelazan, se
refuerzan, dando lugar a formaciones de
dominaciones singulares. La “clase política, sosteniendo todavía el término
discutible, con fines de exposición y de ilustración, refuerza su dominación, apoyándose en otras dominaciones singulares, proliferantes
en las prácticas sociales.
Conservadores, liberales, nacionalistas,
neoliberales, populistas, entonces, forman la gama variopinta de la “clase
política”. No deberíamos incorporar en esta gama a los socialistas, quienes deberían propugnar y luchar por lo que dicen,
una sociedad sin clases; sin embargo,
han convertido al socialismo, es
decir, la preponderancia absoluta de lo social, el substrato de las dinámicas sociales, la facticidad del
empoderamiento de lo social, en un estatalismo.
Hablando con propiedad, lo que hacen y practican los “socialistas” no es socialismo sino estatalismo. Por lo tanto, los incorporamos también en esta gama
variopinta de la “clase política”. En este sentido, también están embargados en
la lucha por el poder, no en la lucha de clases, como dicen. Pero, el tema
de fondo no es encontrar nuevas clasificaciones,
nuevas clases en distintos campos, ni saturar el entramado clasificatorio para descifrar
las conductas sociales, sino comprender
los funcionamientos de las máquinas de poder, de los juegos de poder de las distintas
conformaciones asociativas, entrabadas en la lucha por el poder. Lo que hay que comprender es cómo funcionan las prácticas de dominación polimorfas; cómo son usadas,
cómo se las enlaza para reforzar determinada forma de dominación singular.
Las historias
efectivas en América Latina, sobre todo las historias políticas, no pueden
circunscribirse a la historia de las narrativas políticas, tampoco a las teorías, que toman como fuentes estas narrativas. Si las narrativas
políticas conforman la recurrencia ideológica, las teorías, que se
sustentan en estas fuentes,
consideran que estas fuentes, es
decir, estas narrativas, como si
fuesen el referente incontestable de
la realidad; cuando solo se trata de
otras interpretaciones más
inmediatas, menos elaboradas, más descarnadamente ideológicas. Entonces, la
teoría repite la ideología en una
versión más elaborada. Para descifrar
las mismas narrativas políticas es
menester inmiscuirse en las prácticas;
decodificar sus lógicas, develar sus modos
de funcionamiento, sus sentidos prácticos. Dicho de manera directa,
los discursos políticos e ideológicos encubren prácticas de dominación. El liberalismo
latinoamericano ha encubierto prácticas
de dominaciones coloniales y patriarcales, fuera de legitimar formas de
explotación de la fuerza de trabajo, en las formas concretas y particulares
dadas en la periferia del sistema-mundo-capitalista. Es decir, en
los términos de la sobreexplotación permitidos por las relaciones coloniales.
El nacionalismo
revolucionario ha ampliado los derechos ensanchando la “democracia”
restringida liberal, sin embargo, no sale del horizonte de la colonialidad.
La modernización nacional-popular, si
bien arranca con el voto universal, con la reforma agraria, la reforma
educativa y las nacionalizaciones de los recursos naturales y de las empresas
privadas que los explotan, solo concibe la ciudadanía
abstracta y generalizable del individuo
moderno. Aunque también retoma, haciéndolos mutar, los derechos corporativos. La modernización supone olvidar su origen colonial, como si lo acontecido
se borrara ante el avance del desarrollo capitalista. Esta actitud es solo una
pretensión. Lo acontecido no se borra de la experiencia
social y de la memoria social; no
es pasado, como lo entiende la historia; es presente, constantemente actualizado, de manera dinámica. Mientras no haya descolonización, aunque esta palabra
haya sido desgastada por el discurso y las prácticas populistas, no se puede
aseverar seriamente que se ha logrado la mentada soberanía, mucho menos la independencia. Tampoco se habría
constituido e instituido efectivamente la república;
para que tal suceso ocurra se requiere de condiciones
de posibilidades históricas y culturales de fusión de horizontes.
El proyecto
neoliberal banaliza y reduce la modernización al espacio abstracto restrictivo
de realización de la competencia
económica, del libre mercado y de la libre empresa; haciendo que la
modernización se mida cuantitativamente por la estadística del acceso al
crédito. Se desentiende, con un gesto
que pretende ser “técnico”, de los problemas heredados; como si solo los
problemas relativos al equilibrio
económico fuesen los únicos y reales. El discurso neoliberal no solo es
pretensioso, sino trivial en lo que respecta al análisis de la problemática
económica y de la crisis. En la práctica, el Estado, del que dice
desentenderse, despliega las mismas prácticas correspondientes a la colonialidad.
El llamado neo-populismo de los “gobiernos progresistas”, retoma, en parte, lo
que podríamos nombrar como las tradiciones
populistas, empero, las banaliza al extremo. Convirtiendo aquellos actos
heroicos de las nacionalizaciones en comedias espectaculares, empero, sin efecto estatal, como aconteció con los gobiernos nacional-populares de mediados
del siglo XX. Paradójicamente, es con los “gobiernos progresistas” cuando se
hace más evidente la dependencia, la
reiteración expansiva e intensiva del modelo
extractivista colonial del capitalismo periférico.
La ofensiva del
neo-gamonalismo
El discurso esquemático llevado a la simplicidad extrema, con pretensiones moralistas, además de convertirse en referente indiscutible del acto de juzgar, en el paradigma del bien, en el modelo de lo correcto, en el encomio de la razón, en el discurso que juzga a los contrincantes como afectados y encarnando todos los males habidos y por haber. Un ejemplo de este tipo de discurso es el reciente liberal de los últimos tiempos, que no es exactamente neoliberal, pues no hace tanto hincapié en los temas neoliberales; en la competencia, en el libre mercado y en la libre empresa. Aunque los tenga implícitos, lo que remarca es el ideal del Estado de Derecho, como si éste se hubiera dado tal cual en la historia política de la modernidad. Así como la ideología socialista pregona el ideal de la sociedad justa, como si esta se hubiera dado tal cual en las experiencias del socialismo real, como si ésta se pudiera dar tal cual, sin intervención de las contingencias de la realidad efectiva, sobre todo, de los efectos masivos incontrolables, que desatan las políticas de Estado.
El reciente discurso liberal, se ha dado a la tarea de criticar el populismo. Lo hace con recursos escasos,
quedándose en la centralidad de los prejuicios,
en la información selectiva, en la ausencia de investigación; sin hacer tampoco
referencia a investigaciones. Se desentiende de todo el debate político
anterior, teórico; no solo político, sino también económico y social; ingresa
campante como si el mundo, por lo
menos, el mundo moderno, comenzara
recién; entonces, se hace cargo, como si no hubiera pasado nada, de los mismos
argumentos trasnochados, vertidos por los conservadores
de antaño. El discurso tiene resonancia política, ante el desgaste y derrumbe de la última
versión del populismo latinoamericano
de los “gobiernos progresistas”, del llamado “socialismo del siglo XXI”. Esto
le da ventaja en la retórica, pero no
en el debate, que debe ser al menos riguroso.
El discurso liberal, que pretende
desplegar una crítica neutral, dicha
desde la límpida moralidad, confunde
en la historia del populismo todas
sus variedades singulares, de contextos y de coyunturas. Reduce el sentido del populismo al significado de demagogia. La narrativa de esta pretendida “crítica” liberal es pobre; los populistas o los caudillos, en su caso, serían personajes que dicen lo que quiere
escuchar la gente, en tanto que el emisor,
el caudillo, el líder populista, sabe
lo que quiere; en consecuencia, manipula.
Esta construcción ideológica es elemental. Otra vez el contrincante es el endemoniado, señalado por quienes se
consideran ángeles. La política se
reduce a la caricatura del guion simple de comedia burlesca, donde el pueblo se entrega ingenuamente a la promesa y resulta expoliado por avezados
políticos demagogos. El pueblo es víctima de aventureros, de demagogos, de
profetas de utopías; en tanto que los
caudillos y líderes populistas lo
expolian, se enriquecen y caen en la decadencia.
No se les entra en la cabeza, a estos pretendidos “críticos” liberales que no
habría caudillos ni lideres
populistas, sino hubiera habido antes levantamientos populares. Estos liberales de última hora olvidan que el pueblo se levantó contra la dominación imperante, contra el orden establecido, orden de la discriminación, de la explotación, del racismo solapado
o descarnado, orden patriarcal del sexismo. Olvida que los miserables, recurriendo al nombre de la
novela de Víctor Hugo, se revelaron contra el régimen oprobioso, que los
condena a la miseria. Este es el substrato
de las políticas y estilos populistas, de orientación de
“izquierda”; más aún, es el substrato
de la ideología socialista. No se
puede discutir y hablar sobre el populismo
desentendiéndose de este referente
crucial en la historia política.
Otra cosa que obvia esta reciente “crítica” liberal al populismo es su propia historia,
la historia política del liberalismo en el continente; y en la
historia reciente, la incidencia del proyecto
neoliberal. La historia del neoliberalismo en América Latina es la
continuidad intermitente del liberalismo,
en su versión más restringida de la ideología
liberal heredada. Es la historia,
en pleno sentido, relato de la ideología liberal, en su forma más
circunscrita al discurso pretendidamente “técnico”, sin embargo, reducido a una
aritmética elemental, que solo toma los recursos de la estadística en sus
indicadores elementales. Se trata de la recurrencia del ideal del Estado de Derecho en su forma aparentemente más estrecha, denominada reducción estatal, sin embargo, paradójicamente, en los hechos,
Estado ensanchado en la aplicación demoledora del ajuste estructural. También, efectivamente, Estado del itinerario
de contradicciones, al llevar adelante la aplicación sinuosa del Estado de
Derecho. Las prácticas liberales se
distancian de lo constituido jurídica y políticamente, pues se efectúan en las condiciones definidas por las correlaciones de fuerzas del momento. El
liberalismo en América Latina es
ejecutado por el estrato menos conservador, que adquiere una tonalidad progresista, de las clases dominantes,
cuyo perfil viene definido por las
llamadas profesiones liberales. El horizonte
liberal era, en su periodo, el de la revolución
industrial. Los líderes liberales latinoamericanos soñaban con la
industrialización como finalidad del desarrollo. En el imaginario de los caudillos
liberales el desarrollo era
concebido como despliegue de redes de ferrocarriles, que articulaban la geografía
política del país. Después, la concepción cambia, acompañando los nuevos
estereotipos de la modernidad. El significado de desarrollo adquiere la figura de la expansión del crédito, cuando los usuarios pueden
prestarse a su antojo, bajo el compromiso adquirido de la deuda, disponiendo de la masa dineraria del sistema financiero,
hasta los límites impuestos por las reglas
del juego financiero, aunque estos límites
pueden moverse con desplazamientos de refinanciación.
No importa aquí discutir el sentido que se le atribuye al desarrollo, en una coyuntura dada y en un determinado contexto, en una versión ideológica
o en otra; lo que importa es comprender
el desgaste continuo del concepto de desarrollo.
El concepto de desarrollo parece
corresponder a una hipótesis económica
evolucionista, que se va falsando
en la medida que avanzan las contrastaciones.
El discurso liberal comparte con el discurso socialista y el discurso populista el postulado del desarrollo. La diferencia radica en el
modo que pretenden conseguir el objetivo buscado. Unos pretenden lograr el
objetivo anhelado mediante el concurso de la mano invisible del mercado; otros pretenden lograrlo por medio de
la realización social. El compartir
el telos, es decir, la finalidad del desarrollo, los acerca tanto que no parecen ser opciones diferentes
y contrapuestas, sino, mas bien, complementarias;
los procedimientos son distintos.
El discurso
liberal critica del populismo lo
mismo que la práctica liberal contiene,
la manipulación mediática de las
masas. Se puede decir que esta manipulación
estriba sobre las distintas interpretaciones y políticas de desarrollo. El problema radica en que la
polisemia del concepto de desarrollo
no se reduce ni a la versión liberal,
tampoco a la versión socialista, así
como a la versión populista. No se
trata de la realización de la utopía; el desarrollo es una idea.
Todas estas manifestaciones de la ideología
moderna comparten la idea, aunque
lo hagan desde interpretaciones distintas. El desarrollo es una idea,
el ideal perseguido. Es también el
significado moderno otorgado al tiempo
social, institucionalmente asumido. Todas las versiones de la ideología moderna comparten este horizonte histórico-cultural.
En estas condiciones
de posibilidades históricas-culturales-sociales-económicas, pretender la
crítica al populismo sin considerar este horizonte
histórico-cultural compartido, resulta una diatriba ideológica,
circunscrita al esquematismo dual
moralista, donde se enfrentan los buenos
contra los malos. No hay ningún
aporte para la comprensión del fenómeno político del populismo. Solo se escucha o se lee la
letanía morosa del prejuicio
desplegado, así como se repite la estigmatización sobre el fenómeno efectivo
del populismo.
Para comenzar, deberíamos partir de la
diferencia conceptual del populismo ruso
y del populismo latinoamericano. El populismo ruso, anterior al populismo latinoamericano, es
básicamente campesinista; una
proyección social alternativa hacia el socialismo,
saltando al capitalismo. En cambio,
el populismo latinoamericano se
refiere a la convocatoria del mito,
el caudillo, el mesías político. La palabra que se refiere a ambas experiencias
políticas es la misma, pero los conceptos relativos al populismo son distintos. Sin embargo, como ocurre en el lenguaje,
el uso de términos iguales hace cruzar metáforas diferentes y connota
significados distintos. Entre las figuras históricas reaparece la metáfora campesinista, sobre todo en lo que
respecta a la reforma agraria. Pero,
de todas maneras, el populismo
latinoamericano es estatalista; en cambio, el populismo ruso es anti-estatalista; apuesta a la gestión comunitaria. Hablar de los
orígenes del populismo remontándose a
la revolución mexicana es un
desatino; la revolución mexicana
corresponde a una explosión social, particularmente campesina. La revolución campesina que tiene como
programa la reforma agraria no es populista. Puede decodificarse así en el
sentido del populismo ruso, pero no
en el sentido del populismo latinoamericano.
La revolución mexicana no puede ser
considerada como populista, tampoco
como el nacimiento del populismo. Esto es reducir la revolución mexicana a un esquematismo
simplón con proyecciones de generalización. La revolución mexicana es una revolución
social, la segunda revolución social en el joven sistema-mundo
capitalista; la primera fue la rebelión
de los guerreros Tai-ping, los guerreros del
cielo celeste, mal llamados “bóxer”; la tercera fue la revolución rusa, que se extiende intermitentemente desde 1905 hasta
1917. Estas revoluciones desbordan el campo
político, no solamente son revoluciones
políticas, sino también son revoluciones
sociales[9].
El problema de esta interpretación liberal es
que quiere encontrar en los sucesos seleccionados arbitrariamente una historia del populismo. La historia
del populismo, en el sentido
latinoamericano, comienza con Lázaro Cárdenas; este es el perfil y el modelo
inicial del populismo latinoamericano.
La convocatoria del mito, el caudillo que encarna el mito, la promesa del mesías político. Lo que no ve la
interpretación trivial liberal es que ese populismo,
de mediados del siglo XX, constituye e instituye el Estado-nación en sentido histórico-político, pues antes solo era
una caricatura jurídico-política. La ideología
liberal solo asume la idea de
Estado de Derecho sin contrastarlo con su realización efectiva. El Estado de Derecho
en América Latina no se ha materializado,
sino de manera barroca. Primero,
excluyendo a las mayorías indígenas, además de a la mitad de la población de
mujeres. Se trata de un Estado de Derecho que desconoce los derechos de las
naciones y pueblos indígenas y de las mujeres. Entonces, ¿de qué derechos se
habla? ¿De los derechos de la minoría criolla y mestiza masculina? Desde la perspectiva
enunciativa del Estado de Derecho, en los hechos, no hay Estado de Derecho. Se
trata de un Estado colonial, que
adquiere durante la forma aparente de
república, las características de
Estado-nación de la colonialidad;
este Estado se edifica sobre cementerios indígenas.
Después, en los periodos de su
desenvolvimiento, el liberalismo
avasalla los territorios comunitarios indígenas, privatizándolos, expandiendo
la frontera de las haciendas. La historia
del liberalismo, en los comienzos de las llamadas repúblicas, se despliega como guerra
contra las naciones y los pueblos indígenas. Este liberalismo es un instrumento de la continuidad colonial en la era republicana.
José Carlos Mariátegui caracterizó a la casta
liberal latinoamericana, la nombró claramente como gamonal. La materialización
social del liberalismo
latinoamericano es gamonal. Esto
quiere decir que se trata de la dominación
de los latifundistas y propietarios mineros, también de propietarios de
plantaciones cafetaleras y de caña. El liberalismo latinoamericano es gamonal; es decir, se trata de la casta dominante de propietarios
monopólicos de la tierra y de las minas, heredera de las propiedades coloniales
de los conquistadores.
El populismo
de mediados del siglo XX se enfrenta al gamonalismo
liberal, propone, en sus versiones
más radicales, la reforma agraria y
la nacionalización de los recursos
naturales y de las empresas trasnacionales que los explotan. El segundo nacimiento del Estado-nación, después
del nacimiento jurídico-político,
después de la independencia, se da con las nacionalizaciones;
las nacionalizaciones constituyen
actos soberanos del Estado-nación, en
sentido histórico-político. Este es
un momento constitutivo y de disponibilidad de fuerzas, como lo
define René Zavaleta Mercado. Frente a esta acción
nacional-popular, el liberalismo
latinoamericano resulta un discurso no solamente conservador, sino de legitimación
del entreguismo de los recursos naturales a las empresas extractivistas
monopólicas mundiales.
Desde la perspectiva de la convocatoria, el discurso liberal queda restringido a las castas latifundistas y de propietarios mineros, acompañadas por
sectores de “clase media” altos, correspondientes a las llamadas profesiones
liberales, al servicio de la administración de las empresas privadas
extractivistas. En cambio, el discurso populista es altamente convocativo, se
remite al pueblo, a todas las clases sociales, sobre todo a las subalternas. Esto no tiene que ver con
la característica retórica de la demagogia, sino con una empatía entre populismo y el pueblo. La
empatía no deriva, no podría, de la manipulación discursiva, entonces demagógica, sino de la interrelación intersubjetiva entre pueblo y populismo. No comprender
esto es reducirse a los prejuicios
encarnados en la casta gamonal, que
desprecia al pueblo y lo popular.
No es que los populistas manipulan desde un principio. Este es un enunciado de la
teoría de la conspiración, por
cierto, ingenuo y especulativo. La empatía
emerge de la interacción entre los estratos populares y el populismo, sobre
todo con el caudillo que encarna la convocatoria del mito. Se trata de un entramado afectivo. No es acertado decir
que el caudillo populista manipula
desde un principio, sino que forma parte de un entramado afectivo. Es el pueblo
demandante el que inventa imaginariamente al caudillo. Interpreta desde su aparato
hermenéutico lo que acontece; lo que acontece, según esta hermenéutica, tiene que ver con la
profecía mesiánica y la promesa.
Ahora bien, es importante remarcar las
diferencias entre el populismo de
mediados del siglo XX y el populismo
del siglo XXI. Para comenzar a señalar estas diferencias, empezaremos con la
auto-identificación de los discursos populistas. A mediados del siglo XX los populistas se identifican como nacionalistas-revolucionarios; son
expresiones políticas e ideológicas de lo nacional-popular.
En cambio, a fines del siglo XX y principios del siglo XXI los populistas se auto-identifican como
“socialismo del siglo XXI” o, en su caso, como “socialismo comunitario”. Lo nacional-popular corresponde al nacionalismo revolucionario; se trata de
la formación de la consciencia nacional,
de la convocatoria a la nación oprimida, a recuperar su soberanía, la soberanía sobre los recursos naturales. El proyecto
es nacionalizador; nacionalizar los
recursos naturales, nacionalizar las empresas que los explotan; en la versión
más radical del nacionalismo
revolucionario se postuló nacionalizar
incluso al Estado. En cambio el “socialismo del siglo XXI” considera que ha
superado el nacionalismo, incluso que
ha superado los errores del socialismo
real; se considera, mas bien, la expresión del “socialismo del siglo XXI”.
Esta es la pretensión; pretensión que radica en la diferencia entre ideología y realidad efectiva. ¿Es,
efectivamente, una nueva versión del populismo,
tal como asevera la “crítica” liberal reciente?
Se puede decir que hay analogías, que ciertas características del populismo latinoamericano del siglo XX se repiten, como, por
ejemplo, la convocatoria del mito;
sin embargo, es indispensable enfocar la mirada
en las diferencias, pues éstas nos darán las claves para comprender este neopopulismo
o lo que se llame. Una diferencia estriba en que no todos los “procesos de
cambio” de los “gobiernos progresistas” han efectuado las nacionalizaciones esperadas, tampoco la reforma agraria, como corresponde; solo el “gobierno progresista”
bolivariano de Venezuela las ha llevado acabo, al estilo de cómo lo hacían los gobiernos nacional-populares, mediante
el procedimiento de la expropiación.
En cambio el “gobierno progresista” boliviano solo llevó a cabo una sola nacionalización al estilo clásico, la nacionalización de los hidrocarburos;
empero, para desnacionalizarlos
después de un año, mediante los Contratos de Operaciones. Las demás
“nacionalizaciones” no fueron tales, fueron compras de acciones. El “gobierno
progresista” de Brasil tampoco efectuó nacionalizaciones,
mucho menos hizo la reforma agraria
esperada; se puede decir que lo que hizo es incrementar notoriamente la inversión social en salud y educación,
además de combinar medidas asistenciales con medidas de redistribución del
ingreso. Como en otros “gobiernos progresistas” se ampliaron las políticas de
bonos. Esto de la inversión social
más se parece a las políticas de tipo social-demócrata
que a políticas populistas. Se
trata, en este caso, mas bien, de analogías
con la socialdemocracia europea, mas
que con los gobiernos populistas de
mediados del siglo XX. Lo de los bonos ya aparecieron en las políticas de compensación de los gobiernos neoliberales; claro que en
estos últimos en una escala menor que la efectuada en los “gobiernos
progresistas”. ¿Qué es entonces lo que queda de las analogías con los gobiernos
populistas de mediados del siglo XX?
Se puede decir que la convocatoria del mito; mantienen una relación afectiva con el pueblo,
que puede ser llamada chantaje emocional.
Aunque el entusiasmo de la gente se agote, una vez constatado los parecidos con
los gobiernos anteriores, los gobiernos
neoliberales. Las políticas o, mas bien, el esquema estructural de las políticas neoliberales se mantuvo; sobre
todo en lo que respecta a la subsunción
en el Sistema Financiero Internacional. Esto aconteció a tal punto, llevando
lejos esta subsunción, que el Partido
de los Trabajadores (PT), de Brasil, se convirtió en un administrador de las
AFPs; parte de la jerarquía sindical asumió las funciones de administradores de
las AFPs, convirtiéndose en no solo burguesía
sindical sino también en burguesía
financiera.
Otra analogía, esta vez con los gobiernos liberales, corresponde a la
continuidad del modelo colonial
extractivista del capitalismo dependiente. Es más, incluso los “gobiernos
progresistas” habrían extendido e intensificado el modelo extractivista. Entonces, estamos ante gobiernos del llamado “socialismo
del siglo XXI”, que combinan analogías diferenciales, con los gobiernos populistas, con los gobiernos de la socialdemocracia y con
los gobiernos neoliberales. Este barroco político es ilustrativo de lo
que acontece. ¿En qué condiciones de
posibilidades históricas y políticas se llega al eclecticismo político? ¿En
que condiciones históricas y culturales
se mezclan estas formaciones discursivas
y estas formaciones ideológicas y
políticas distintas?
Podemos definir un perfil de estas combinaciones, que parecen heteróclitas, tomando en
cuenta las prácticas discursivas que
las sostienen, que sostienen los discursos
emitidos, además de las prácticas
políticas que hacen de substrato
de los discursos y de las prácticas discursivas. Primero, el discurso populista sirve para la convocatoria; es útil en la retórica política para convencer al
pueblo que se está en el “proceso de cambio”. Segundo, la práctica política socialdemócrata evidencia la actualidad de la
incursión política de los “gobiernos progresistas”; estos gobiernos se mueven
en un horizonte definido por los
postulados del bien estar, no del vivir bien, como pregonan; bienestar como finalidad de la socialdemocracia. Se trata de un socialismo light, suave y liviano,
dentro de lo que se viene en llamar Estado
de bienestar. Tercero, la práctica
económica neoliberal es útil en lo que respecta a la continuidad económica, sobre todo en lo relacionado a la
participación en la economía-mundo
capitalista, en las condiciones establecidas por la geopolítica del sistema-mundo capitalista.
En consecuencia, una hipótesis
interpretativa, correspondiente a las conclusiones, es que el discurso populista incumbe a la retórica política de la convocatoria; en cambio, las practicas políticas y las prácticas económicas corresponden a lo
que efectivamente se va dando como acontecer político y como acontecer
económico.
Volviendo a la “crítica” liberal reciente, el
problema es que toma en serio el discurso
populista, es más, lo confunde graciosamente con el discurso socialista; este tomar en serio el discurso es considerar que es el referente efectivo de la realidad política; no entiende que el discurso se sustenta en prácticas
discursivas y las prácticas
discursivas se sustentan en prácticas
de poder. Este problema se ahonda cuando se desentiende de las prácticas políticas y de las prácticas económicas, lo efectivamente
dado, pues el discurso sirve de retórica, ayuda apoyar las acciones. Esta inocencia, por decirlo
suavemente, lleva a esta “crítica” a conclusiones rápidas, sin que pueda
sostenerlas; conclusiones en extremo esquemáticas y restrictivas, reducidas
hasta donde llegan los prejuicios.
Por eso solo logran caracterizar sus propios miedos y fantasmas, sin lograr
definir claramente qué es el populismo.
Este discurso liberal reciente es un
reciclaje del substrato ideológico
del liberalismo latinoamericano, substrato que comparte con el conservadurismo que lo antecede, incluso
con el conservadurismo ultramontano
más recalcitrante. Este substrato
corresponde a la concepción gamonal del
mundo, tal cual lo definió lucidamente José Carlos Mariátegui. Entonces,
con relación a la pretendida “crítica” liberal reciente, se trata de la ofensiva neo-gamonal; ofensiva
desplegada no tanto, exactamente, contra el populismo,
que es figura delirante, en este caso, del imaginario fantástico de la casta gamonal y de sus herederos, sino
contra la potencia social, contra la potencia
popular. El sueño de este liberalismo de última hora es que se
retorne a la utopía liberal, que como
utopía jamás se dio en ningún lugar.
Fue solo una idea expresada en la ideología jurídico-política[10],
cuando, en la práctica, efectivamente, el ejercicio
gubernamental liberal sirvió para avasallar los territorios de las
comunidades indígenas, continuando la incursión, dejada pendiente, por el conservadurismo, que no es otra cosa que
la continuidad de la colonialidad,
por otros medios, esta vez liberales.
El liberalismo
de antaño consideraba que realizaba la modernización;
los caudillos liberales, que es
un fenómeno curioso latinoamericano,
soñaban con construir ferrocarriles por toda la geografía política del país;
soñaban con modernizar a sus pueblos, a los que consideraban bárbaros. Los liberales de última hora sueñan con un Estado
de Derecho institucionalizado, que sea como la norma absoluta de toda conducta ciudadana. Este Estado de Derecho
fue el ideal construido en los
inicios del liberalismo. Como idea racional es una finalidad y, a la vez, síntesis de significaciones políticas;
por lo tanto, expresa la voluntad que
se propone la modernización liberal y, a la vez, hacer operable esta voluntad,
supuestamente general, usando el significado que otorga a voluntad general Jean Jacques Rousseau. Sin embargo, la idea no necesariamente se realiza tal
cual. La idea se realiza en el mundo efectivo y, al hacerlo, lo hace
condicionado por las condiciones de
posibilidades históricas-políticas-económicas-sociales, con las que cuenta,
en el momento y en el contexto. Lo hace con los recursos al alcance en el mundo efectivo. Al ocurrir de esta
manera, se carga no de ideas, no de
imágenes y conceptos, sino de materialidades,
densidades y flujos, en espesores y
planos de intensidad de la complejidad
dinámica social. El Estado de Derecho, como idea, podríamos decir metafóricamente para ilustrar, como esqueleto, se hace de carne, de órganos,
de redes de venas y de arterias, de sistema nervioso. Al encarnarse deja de ser idea,
es cuerpo, se convierte en un Estado corpóreo, que concentra y
administra fuerzas, que enfrenta a otras fuerzas, que reúne discursos y los
difunde, enfrentando otros discursos.
El Estado liberal no es solamente Estado de Derecho,
lo que dice la ideología
jurídico-política, sino es un Estado
de hecho. El Estado de hecho, el
Estado en acción, en este caso. El Estado liberal, no tiene como referente solamente al ideal de Estado de Derecho, sino tiene
otros referentes, que no son ideales, sino materiales. Tiene ante sí una sociedad
compleja, que lo rebasa por todos lados; tiene colateralmente y
correlativamente a otros Estado-nación, con los que se relaciona. Se encuentra
en un mundo, mejor dicho, en un sistema-mundo, que lo contiene. En
consecuencia, no solo actúa con el instrumental jurídico de la Constitución y
su desarrollo legislativo, sino con los aparatos
de su malla institucional.
El Estado efectivo, comprendiendo su singularidad, genera efectos masivos no controlados. Los efectos masivos se convierten en terrenos o territorios sociales, que se coagularon. Se convierten, por así
decirlo, en realidad política, que es
distinto a decir realidad efectiva.
La realidad efectiva la contiene y
hace de substrato de esta realidad política. No se puede evaluar
al Estado liberal, comprendiendo sus singularidades,
como si fuesen el Estado de Derecho; tampoco se puede evaluarlo partiendo del
Estado de Derecho como referente;
pues se encuentran diferencias entre la idea
y la realidad, lo que efectivamente
es. La evaluación solo es posible si se toma en cuenta la complejidad misma de la genealogía
estatal. Lo mismo ocurre con el ideal
de Estado socialista, aunque sea concebido como transición. Lo que tiene la ideología socialista es también una idea racional; idea que resume el postulado fuerte de justicia, sobre todo de justicia
social. Pero, esta idea no puede
realizarse como tal en el mundo efectivo.
De la misma manera, al encarnarse, al
moverse a través de la malla
institucional, al concentrar fuerzas para enfrentar fuerzas, al reunir
discursos para enfrentar discursos, genera efectos
masivos que no controla. De esto hablamos en Paradojas de la revolución[11].
Por lo tanto, no se puede evaluar al Estado socialista como si fuese la realización de su ideal, tampoco tomar la idea
socialista como referente, aunque la ideología
considere que es así, que el Estado socialista real es inmediatamente la idea de socialismo. Solo se puede evaluar el Estado socialista
efectivamente dado, comprendiendo sus singularidades
y la complejidad dinámica social,
donde se encuentra y se mueve, así también comprendiendo las genealogías de poder que lo conforman.
A estas alturas del partido, de las historias políticas de la modernidad, no
se puede seguir restringiendo el debate
al mundo de las representaciones, es
decir, a la ideología, en sus
distintas formas y manifestaciones. Esto para lo único que sirve es para seguir
bregando en el círculo vicioso del poder,
legitimado por el círculo vicioso de la ideología, sin
salir de sus entramados y de sus tramas. Es menester encarar el acontecimiento político en su complejidad dinámica. Los que se ponen
en el papel de jueces, de un lado o
del otro, con un discurso o con otro, juzgan
desde la ideología, como si el mundo efectivo se redujera al mundo de las representaciones. En la
actualidad, los jueces son cada vez
más apócrifos y el acto de juzgar es
cada vez más claramente una impostura. En lo que corresponde a la ideología, comparando con su situación
inaugural, entusiasmada por la idea racional, las formaciones discursivas se han convertido en banalidades
recicladas, seleccionando argumentos trasnochados, pretendan unos defender el liberalismo, pretendan otros defender el
socialismo.
Volviendo al populismo, incluso en su versión neo-populista, en este caso no hay un Estado populista, aunque se de la forma de gubernamentalidad clientelar; lo que hay es el Estado
liberal adulterado, mutando en una forma abigarrada; menos se puede hablar
de aproximaciones al Estado socialista, incluso efectivamente dado. Por lo
tanto, no hay una idea racional de un
tipo de Estado distinto, que podría denominarse provisionalmente “Estado
populista”, sino, mas bien, estamos ante un símbolo
político, mejor dicho, ante una alegoría
simbólica, es decir, un mito. En
este caso, el “Estado mítico”, no es una construcción racional, no es una idea, sino una construcción afectiva, si se quiere, pasional. La narrativa populista no resuelve la construcción
del mito estatal por la vía de la voluntad, guiada por la razón, sino por la vía de la pasión guiada por el mito. No se trata de una finalidad sino, siguiendo las metáforas,
de la resurrección política. El
“Estado mítico” del populismo es una realización religiosa-política. De esto
hablamos en La convocatoria del mito.
Tampoco se puede evaluar el “Estado populista” por el mito que tiene de sí mismo, pues vamos a encontrar notorias
diferencias. Hay que evaluarlo en la salsa de su propia complejidad dinámica, en las genealogías
singulares del Estado liberal exuberantemente barroco.
A estas alturas del partido, como dice el
refrán popular, no se puede pretender “analizar” el “populismo” a partir del núcleo gravitacional de los prejuicios, que corresponden a conservadurismos recalcitrantes,
coagulados en conductas; de circunscribir este fenómeno político a las caricaturas que se tiene del mismo, como la
reductiva imagen de demagogia o la
otra imagen dramática de autoritarismo.
Todo Estado es autoridad y también es
autoritario, aunque lo sea en
distintas tonalidades, aunque, en algunos casos o muchos, dependiendo de las circunstancias
en la coyuntura, se matice la violencia, en cambio, en otros, se la remarque, se llegue a formas extremas de violencia
desbocada, violencia concentrada patéticamente por la emergencia estatal. En
determinadas circunstancias de emergencia, como de crisis política y económica,
todo tipo de Estado recurre a su núcleo de emergencia: el Estado de excepción.
[1]
Este ensayo forma parte de un ensayo mayor, que contiene dos partes; la
primera, Populismus; la segunda, Ofensiva neo-gamonal. El ensayo mayor
tiene el titulo provisional de Avatares
ideológicos y políticos.
[2] Ver Círculo vicioso del poder. ISSUU. Raúl Prada
Alcoreza; La Paz.
[3] Ver la
serie Acontecimiento político. ISSUU. Raúl Prada Alcoreza; La Paz.
[5] Leer de
Hugo Celso Felipe Mansilla Una mirada crítica sobre la obra de René Zavaleta
Mercado. Rincón Ediciones; Colección Abrelosojos. La Paz 2015.
[7] Ver
Pensamiento propio. ISSUU. Raúl Prada Alcoreza; La Paz.
[9] Ver la
serie Acontecimiento político, en Cuadernos activistas. ISSUU. Raúl Prada
Alcoreza; La Paz.
[10] Ver Crítica de la ideología jurídico-política.
ISSUU. Raúl Prada Alcoreza; La Paz.
[11] Ver Paradojas de la revolución. En la serie Acontecimiento
político. ISSUU. Raúl Prada Alcoreza; La Paz.
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