La muerte perpetrada y la muerte anunciada
La muerte perpetrada y la
muerte anunciada
Raúl Prada Alcoreza
Dedicado a Jonathan Quispe, asesinado por las huestes del
gobierno clientelar y corrupto.
¿Qué anuncia la muerte? Se acostumbra decir que la muerte es anunciada; desde la perspectiva de la medicina por los
avances demoledores de la enfermedad; desde la perspectiva de la biología por el
deterioro irreversible del funcionamiento vital del cuerpo; desde la
perspectiva de la física por la implosión o explosión de las estrellas. En las
ciencias sociales se habla del agotamiento de una civilización; en la filosofía
moderna se ha hablado del fin de la
historia; en la crítica de la filosofía de la muerte de la filosofía. En fin la muerte ha sido anunciada o se
anuncia con anticipación; pero la muerte
misma qué nos dice. Las muertes en la ciudad de El Alto, en octubre de 2003,
anunciaron la muerte del modelo neoliberal y de los gobiernos de la coalición;
sin embargo, hay que decirlo, este anuncio corresponde a una lectura
retrospectiva, después de la caída del gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada.
¿Podemos adelantarnos y decir que la muerte del joven estudiante, Jonathan
Quispe, de la UPEA anuncia la caída del gobierno progresista de Evo Morales
Ayma?
El estudiante muere por el impacto de una
canica en el pecho, en plena protesta de la UPEA y demanda por un incremento al
presupuesto que le corresponde. La versión del gobierno es que la canica ha
sido impulsada por un petardo; la versión de la UPEA es que la canica ha sido
disparada por una escopeta. Es por cierto insostenible la versión del gobierno;
esto lo ha explicado claramente David Vargas, docente de la UPEA y ex-policía[1].
La explicación de la UPEA es más sostenible, sobre todo por los efectos
destructivos y mortales del impacto. Pero, lo que nos tiene abocados es el signo de la muerte como anuncio.
Comencemos por abordar el tema por la situación;
cuando la represión desemboca en muertes, se ha llegado a niveles muy altos de
la confrontación. Eso es lo que está sucediendo; el gobierno no responde con
amagues de diálogo o puestas en escena
en este sentido, como lo hacía en otras situaciones,
sino con la desmesura de la violencia institucional del Estado. Esto ha venido
ocurriendo desde hace un tiempo; frente a la movilización indígena en defensa
de sus territorios ha respondido con la represión; frente a la movilización de
Achacachi ha respondido con la represión y la encarcelación de los dirigentes;
frente a la defensa de la hoja de coca tradicional ha respondido con la
violencia policial; frente a la movilización ciudadana contra el Código penal
inquisidor ha tratado de responder con violencia controlada, pero la movilización
ciudadana lo desbordó y tuvo que ceder abrogando el Código. Frente a la
movilización de la UPEA no solo ha reprimido sino que ya ha cometido un
asesinato.
Cuando un gobierno recurre a la violencia es
que ya no puede hacerlo con los mecanismos habituales e institucionalizados
para resolver conflictos. Esto ya es una muestra de debilidad, no de fortaleza.
La violencia estatal puede llegar a contener, de manera disuasiva, una
movilización, puede llegar incluso aplastar una rebelión; pero, esta es apenas una
solución momentánea. En la medida que no se ha resuelto el problema que agita la movilización y activa la rebelión no ha hecho
otra cosa que diferir la movilización y la rebelión, que vuelven a aparecer con
mayor ímpetu. ¿Es o no la muerte un anuncio de la caída pronta o mediata de
un gobierno? Ciertamente depende del contexto,
de la coyuntura, de la correlación de fuerzas, de los desenlaces; de lo que se trata depende
de cuál sea el problema y de la conexión del problema particular con otros problemas
colaterales y que componen la situación.
La crisis política del gobierno clientelar se
ha venido ahondando en la reciente gestión del “gobierno progresista”; se puede
decir que esta crisis adquiere un perfil singular desde la derrota
gubernamental en el referéndum sobre la reforma constitucional, que buscaba
habilitar al presidente a reelecciones indefinidas. Derrota acompañada por los
fracasos en las elecciones consecutivas de magistrados. Este conjunto de
derrotas electorales muestran que el oficialismo dejó de ser mayoría electoral.
La crisis política, por cierto, no se reduce a los impactos de las derrotas de
los sufragios mencionados, pues las causas son más profundas; tienen que ver,
en el substrato profundo de estos
eventos, con el círculo vicioso del poder,
su anacronismo y decadencia. Tiene que ver, en un substrato menos profundo, con la crisis de la forma de
gubernamentalidad clientelar; además, acompañada por la crisis estructural del sistema-mundo capitalista extractivista.
El gobierno populista ha perdido convocatoria, tampoco puede preservar su
clientela, menos su expansión; la estrategia clientelar del poder también se
agota. El Estado rentista está
agobiado por la restricción de sus ingresos, debido a la caída de los precios
de las materias primas. Trata de mantener la caja al alcance de sus manos
haciendo concesiones onerosas a la inversión de capital trasnacional. Hace lo
mismo que los gobiernos neoliberales, que vuelven a la escena política, después
de la caída de otros “gobiernos progresistas”, subir impuestos, generar
aumentos de los precios de los servicios, cobrar más. Por otra parte, como si
viviera en la bonanza que lo abandonó, hace
gala de ostentación al construir palacios
caros, que no mejoraran en absoluto la gestión, ni resolverán la herencia
inaudita de la mala administración y de la ineficiencia. La gestión, la
administración y la eficiencia no dependen de exuberantes palacios, sino de la coherencia y congruencia política. Lo que se
hace es magnificar la inoperancia; ya no se trata de elefantes blancos, como
los que acostumbra la política económica del despilfarro, sino de una monstruosidad superrealista que muestra
el esplendor de la inutilidad.
¿Para qué entonces una muerte? No era necesario. El tema es que los gobiernos se embarcan
en guerras imaginarias, pero con víctimas reales. La “guerra contra el
comunismo” ha sido una guerra tan imaginaria
como la “guerra contra el imperialismo”, salvo la guerra de Corea, en el primer
caso, y la guerra del Vietnam y la batalla de Bahía Cochinos, en el segundo
caso. El gobierno revolucionario bolivariano de Venezuela asesinó a jóvenes que
protestaron y se movilizaron contralas restricciones democráticas, la escasez y
el hambre; asesinó a nombre de una guerra contra la “conspiración de la derecha
y del imperialismo”. Lo que hizo es asesinar realmente a jóvenes venezolanos reales disparando contra fantasmas. En todo caso, si hay una “derecha”
efectiva, en relación a la Constitución bolivariana, esa es la que esta en el
gobierno, ejerciendo el poder despiadadamente. En Bolivia se dispara a un joven
estudiante real, que hace una
protesta real, a nombre de un “proceso
de cambio” que no existe.
La muerte
del joven estudiante alteño es la inscripción
de la violencia del Estado-nación en situación
de crisis del poder. La debilidad y
vulnerabilidad del gobierno clientelar
se inscriben en el cuerpo acribillado del joven. La muerte devela el miedo del poder ante la
protesta y la movilización; el terrorismo
de Estado expresa el terror del
gobierno ante la demanda social. Esta muerte
anuncia que la muerte puso huevos en
la maquinaria estatal y en los aparatos gubernamentales. Cuando se mata, el que
mata se mata a sí mismo; el que asesina y no sabe hacer otra cosa evidencia que
es un muerto viviente.
Entonces la muerte anuncia un después de la muerte,
el duelo. El duelo de la familia, el duelo
de los amigos, el duelo de la UPEA,
el duelo de El Alto, el duelo de los jóvenes del país, que son
el objeto de la violencia de Estado.
Un después donde el asesino o los
asesinos están encubiertos y protegidos, pues el gobierno ha dado su visto
bueno a la represión y su escalada de violencia. Un después donde la vida no vale nada. Es una especia de vacío y de
silencio; de vacío en los dolientes y silencio en los cómplices. Es la victoria
momentánea de la impunidad. El gobierno se atreve de dar explicaciones
estrambóticas de lo ocurrido y no se inmuta de sus delirantes conjeturas,
tampoco se sonroja de lo que dice; está acostumbrado a que el discurso sea una prolongación de la
misma violencia perpetrada, de
ninguna manera una argumentación coherente, ni si quiere como retórica.
Cuando se llega a esta exuberancia de
despropósitos, a esta exaltación de la impunidad, a este despotismo del poder,
se ha cruzado la línea; no solo, que ya se lo ha hecho antes, pasar al otro
lado de la verdeada enfrentando al pueblo; sino la línea donde más allá no
solamente no se respetan los derechos humanos sino la vida en su singularidad,
en la plenitud gozosa de la juventud. La vida
no vale nada; lo que importa es detener la protesta y la movilización, evitar
la rebelión. Cuando ocurre esto, los gobernantes creen o apuestan a que el
Estado, con todo el monopolio de la violencia legal que concentra, es más
fuerte que la protesta, la movilización y la rebelión. Se equivoca, pues el
Estado es una macro-institución, que
como tal depende para su funcionamiento
del concurso de la gente, la que tiene en su masa de funcionarios y la
que supuestamente debería atender, proteger y garantizar sus derechos
constitucionalizados. En cambio la protesta, la movilización y la rebelión forman
parte de las dinámicas de las sociedades alterativas, substrato de las sociedades institucionalizadas. La vitalidad se encuentra en éstas,
no en el Estado; el Estado solo puede actuar en el rango que le permite la captura de las fuerzas sociales. Este rango es restringido frente a lo que tiene
como horizonte nómada la sociedad alterativa.
Entonces, se puede decir que la muerte del joven estudiante asesinado
anuncia la muerte del gobierno clientelar; aunque la muerte del régimen sea una metáfora,
aunque no se tenga fechas de su periclitación definitiva, aunque tarde, la
muerte puso huevos en la máquina chirriante del Estado, en el gobierno
desbocado hacia su propio abismo.
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