La ciudad de la humareda
La ciudad de la humareda
Sebastiano Mónada
He visto una ciudad ocupada por el polvo
de cenizas de incendios.
Una ciudad invadida por la diseminación
de cadáveres de bosques,
de plantas y animales.
He visto al sol detenido en el aire,
atrapado por la telaraña invisible
de cenizas dispersas.
En la maraña inaudible
de los gritos congelados
para siempre
en el cielo ceniciento.
He visto a la gente que deambula,
fantasmas en espesor parecido a la niebla,
diseminándose en la concavidad de la muerte.
Mis ojos no lograban prolongar la mirada
más allá del polvo amarillento,
coloreado por la acuarela del sol congelado.
He visto una ciudad agonizando
en su lecho de muerte.
Una ciudad pálida como la anemia,
Una urbe sin voluntad ni memoria.
Mientras en las pantallas,
el gabinete reunido en el escenario,
se atribuye el mando de la guerra contra el fuego.
Cuando ellos mismos fueron los portadores
de las antorchas asesinas,
que encendieron los pastizales y los bosques.
Cuando ellos mismos dieron órdenes
a sus destacamentos pirómanos
para clausurar la vida en los espesores territoriales.
Cuando ellos mismos promulgan leyes
que desatan el avasallamiento,
el estallido de incendios contra la vida.
Ellos, los traficantes de tierra.
Ese es el teatro de la comedia,
donde la mueca pretende ser una sonrisa.
Donde la indecencia pretende ser una cordura.
Donde la palabra deambula como mariposa muerta,
que cae suavemente, una hoja de otoño,
perdida en la tormenta.
La voz muda que no se pronuncia,
la oratoria que no se dice,
el discurso que no se emite,
la frase que no tiene sentido,
el argumento desarticulado,
el cadáver que pide la palabra.
Asistimos a la clausura del tiempo,
al acabamiento de la historia,
a la suspensión del ser en la nada.
Existencia que se manifiesta en ausencia,
desvanecida en las manos del Dios muerto,
hace mucho tiempo.
Sé que este polvo de cenizas deviene de la destrucción,
de la huella diseminada de holocaustos repetidos,
de la catástrofe inaudita recurrente,
que hace desaparecer todo hálito de vida.
Sé que la condena la dieron los jueces de la muerte,
en una reunión secreta, en un lugar opaco,
en un rincón del laberinto de la soledad,
los celosos dueños del mundo,
los aprendices de magos de cavernas,
los anacrónicos alquimistas póstumos,
que convierten las sombras en dinero.
También sé que artefactos de captura,
que infernales máquinas de guerra,
que destacamentos pirómanos,
se desplazan implacables por las selvas,
para hacerlas desaparecer.
Son los jinetes del Apocalipsis,
verdugos empedernidos,
castigos de Dios,
avanzan mortíferos arrasando con todo.
De los nichos de vida salen aterrorizados
en estampida interminable,
muchedumbres de animales despavoridos,
inermes, vulnerables, condenadas,
buscando desesperadamente sobrevivir al fuego,
buscando escapar a la condena del fetiche.
Esta ciudad desolada no podrá resistir
a la densidad de la atmósfera de muerte.
No podrá resistir al peso de la angustia acumulada.
no podrá escapar a la culpa que le embarga.
Al mercadeo y al consumo embriagantes,
de abalorios, de mercancía desechables,
de productos inútiles, de cosas no durables,
de ganados sacrificados en el altar del capital.
La ciudad diseminada se ha agazapado en mi piel,
como plasma, como saliva disecada,
último aliento de los condenados de la tierra.
Se pega a mi cuerpo como enfermedad,
se queda en mi cuerpo como su refugio,
cogelada en los recovecos de mi memoria.
Los bosques ya no están, han muerto,
las familias de animales y plantas ya no están,
Han dejado de existir.
Queda la ciudad perdida en el desierto,
cementerio que espera a sus muertos,
casas solariegas que esperan a sus fantasmas.
Cuándo vuelva, algún día,
no encontraré la misma ciudad,
tampoco los mismos habitantes.
Habrán cambiado para siempre,
después del múltiple genocidio
de poblaciones indefensas.
Ya no habrá árboles, ni canción de ramas,
ya no habrán nidos, ni pájaros,
que compongan polifonías.
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