Desierto
Desierto
Sebastiano Mónada
Aparecen en pantalla declarando orondos.
Canto de gallo al amanecer, en alborada crepuscular.
Descuella la pretensión, el desgarbo, el gesto altanero;
estridente mimesis apoteósica de arlequín.
El parloteo repetido enmudece el lenguaje;
se evidencia vacuidad inconmensurable,
bulliciosamente galardonada en carnaval.
Muere el colibrí con la desaparición de las flores.
La muerte del colibrí anuncia el Apocalipsis.
No se inmutan en actuaciones bufonas,
se esfuerzan los aprendices de brujo,
en legendario teatro cruel y burlesco.
Confunden el acontecimiento con delirio,
elocuentemente, afiebrado del imaginario,
apabullante beodo del resentimiento,
y trastornan las representaciones con deseo,
convulsivo, frustrante y reiterado,
largamente insatisfecho del oscuro objeto.
Mueren las abejas por contaminación tóxica,
depredación de cuencas y paisajes,
destrucción de territorios y nichos vitales.
La huella de la muerte se extiende,
descomunal gangrena planetaria.
Gobernantes quiméricos, monarcas tuertos
en anacrónico reino de ciegos;
sátrapas modernos del entorno palaciego.
Caricaturas mediáticas de dominación senil,
elocuencias del absurdo proliferante,
vacuidades llenadas con abalorios.
Mueren los bosques incinerados,
mueren con ellos los animales cobijados,
la profusa potencia de la vida campeante.
Perfiles de decadencia en crepusculo civilizatorio,
elogian sus ruinas, el deterioro asolador,
presentándolas como pujantes urbes,
cuando solo ofrecen proliferantes miserias.
El desierto avanza con sequedad implacable,
oleadas lerdas de arena se mueven soñando
amargamente en el paraiso perdido.
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