El uso de las víctimas
El uso de las víctimas
Raúl Prada Alcoreza
En la historia de las sociedades humanas se ha dado
lugar un diagrama de poder que tiene como objeto y materia
a los cuerpos magullados; la arquitectura de este diagrama de poder hace
visible las heridas de los cuerpos, incluso hasta llegar a la morbosidad.
Requiere de la exaltación del dolor, sobre todo para justificar la función de
los que apalian el dolor, los que atienden a las víctimas. Quizás uno de
los nacimientos de la genealogía de este diagrama de poder de
la conmiseración tenga que ver con la religión, que se convierte en una
convocatoria el martirio. No nos vamos a detener aquí, aunque tengamos que
hacer remembranzas de ciertos rasgos, características y modalidades
repetitivas. Lo que nos interesa es atender a los desplazamientos y metamorfosis
de este diagrama de poder en la modernidad. En la modernidad el diagrama
de poder de la conmiseración reaparece en la convocatoria política.
La ideología política exalta a las víctimas para convertirlas en el
objetivo de sus discursos y acciones. El problema no radica en que atiende a
las víctimas, incluso en que se preocupa por las víctimas, el
problema es que las víctimas son usadas para erigir una forma de estructura
de poder, que las tiene a las víctimas como justificación de la dominación
que se erige, la de la casta de los salvadores, los justicieros, los hombres
preocupados por los “pobres”. El otro problema, es que esta estructura de
poder, al requerir de la existencia de las víctimas, las mantiene
como son para justificar el ejercicio de poder que desenvuelve.
La víctima es incorporada al funcionamiento de
la estructura de poder precisamente para activar el funcionamiento de
una maquinaria que la tiene como referente, también como existencia
dramática, en tanto que la máquina de poder funciona desplegando sus
dominaciones. Antes, en la antigüedad, este diagrama de poder tenía en
la cúspide a los sacerdotes, quienes eran los encargados de salvar las almas
y atender los cuerpos magullados. En la modernidad son los políticos
salvadores, justicieros, los que se encarga de labores parecidas. Se trata de
una estructura piramidal, además estratificada y hasta petrificada, pues las víctimas
no pueden dejar de existir, porque la estructura de poder de la
conmiseración dejaría de funcionar.
A diferencia del discurso dedicado a las víctimas,
el discurso guerrero convoca a la potencia social, a la potencia
corporal, a la vitalidad cultural; convoca a la lucha y liberación,
pone en claro que la liberación de los condenados de la tierra está en
manos de ellos mismos, no en manos y en la cabeza de intermediarios. Esta
diferencia es cualitativa, la víctima es el contenido del discurso
paternalista, el guerrero o la guerrera es la potencia social,
corporal, cultural, desencadenada. Esta diferencia permite identificar a los
que usan a las víctimas para empoderarse, para entronarse, para hacerse
del poder, como se dice vulgarmente; en contraste, a los y las activistas que
buscan activar la potencia que anida en los cuerpos, en el tejido
social, en las narrativas culturales.
La historia política de la modernidad tiene abundantes
ejemplos de formas de gubernamentalidad que se han edificado sobre los
cimientos de esas cavernas, donde se retiene y se exhibe a las víctimas.
Mientras que la casta gobernante regía, ordenaba, gobernaba y se enriquecía. La
crítica al capitalismo de Estado ha develado las estratificaciones
sociales de los Estados del socialismo real; la crítica del populismo
latinoamericano ha develado las estratificaciones perversas de regímenes
demagogos y carismáticos. Por más que haya mejorado la situación de las víctimas,
nunca han dejado de ser tales, pues el régimen las requiere, mucho menos han
adquirido la capacidad de autogobierno; esto sería la muerte del régimen
populista.
Las gestiones de gobierno de Evo Morales Ayma forman
parte de esta genealogía del diagrama de poder de la conmiseración,
transformado en diagrama de poder de la convocatoria carismática,
la convocatoria del padre de los desposeídos, del patriarca-mesías que viene a
salvar a las víctimas. El discurso populista latinoamericano, que es de
por sí barroco, emite una convocatoria popular y nacionalista, de cohesión
frente al imperialismo, incluso de profundización democrática, con
fuertes tonalidades de reforma agraria. Pero, también, convoca al mesías político,
heredero imaginario del mesías religioso; al hacerlo, convierte al
caudillo en semi-Dios, por lo tanto, en dueño de la palabra y de la verdad,
así como del destino del pueblo y la nación. Esta pretensión de verdad
es la premisa ideológica-política de posiciones políticas conservadoras,
sobre todo, vinculadas a la sumisión a las órdenes del patriarca. Si bien la
tonalidad nacional-popular del discurso populista convoca al pueblo a
luchar contra el imperialismo, en cambio la simbología religioso-política
convierte al pueblo en una masa obediente, acrítica y ciega ante los pedidos
del caudillo.
Entonces, el discurso populista es ambivalente, puede
llegar a ser interpelador frente a la dependencia y el imperialismo,
incluso cuando se trata de conquistas democráticas ser progresista.
Empero, esta proyección se halla limitada por el prejuicio de raigambre patriarcal-religioso,
lo que hace de substrato de actitudes, posiciones, prácticas, altamente
conservadoras. Se puede hablar de un ascenso y descenso en la curvatura de la
trayectoria política en el gobierno; en principio, de reformas y hasta de transformaciones
en algunos ámbitos del Estado y la sociedad; sin embargo, cuando se llega a la
cúspide de lo que puede el populismo, comienza el descenso, la regresión,
incluso la restauración de lo anterior, aunque se lo haga por caminos sinuosos
y demagógicos.
La etapa del descenso del ciclo populista es asombrosa
por sus contradicciones; se sigue pretendiendo estar en el proceso ascendente
cuando, en efecto, se esta en declive, en regresión, en decadencia.
Incluso, en esta etapa, se aplican políticas y medidas regresivas que no se
hubieran atrevido sus antecesores, liberales o neoliberales, según el caso y el
momento histórico. El discurso estridente de “defensa del proceso de cambio”
encubre estas regresiones y restauraciones. No es posible afirmar con certeza
si los gobernantes se dan cuenta de estos desplazamientos políticos hacia la “derecha”,
de acuerdo con los códigos del sentido común. Hay dos alternativas; que los
gobernantes no se den cuenta, por estar encerrados en sus burbujas, en
consecuencia, sean meras marionetas de los despliegues de las dinámicas de
poder; que se den cuenta y actúen a sabiendas, asumiendo lo que hacen o pragmática
u oportunistamente.
A estas alturas de la historia política, después de
una secuela de frustraciones y desencantos, debemos evaluar lo acontecido
críticamente. Podemos comenzar con lo siguiente: las llamadas vanguardias
han hecho apologías del referente de su convocatoria, el proletariado,
el campesinado, incluso el indígena; estas apologías son de
exaltación, convirtiendo al referente en el héroe y consciencia de la
epopeya moderna. Algo que se puede entender en la lucha ideológica. Pero,
cuando esta narrativa solo se queda en la exaltación y no evalúa críticamente
la experiencia social, se puede convertir en el instrumento para
mantener al referente en la condición de víctimas, substrato necesario
en la reproducción de la estructura de poder clientelar.
En las sociedades de clases, de las formaciones
sociales abigarradas modernas, donde, desde la perspectiva de la crítica
de la economía política, solo hay dos clases, que responden a la estructura
social del modo de producción capitalista; por un lado, la burguesía,
propietaria de los medios de producción; por otro lado, el proletariado,
la fuerza de trabajo, en su desnudez, expropiada de todo instrumento y medio de
producción. Las otras “clases sociales”, en realidad, no son tales, sino resabios
sociales de anteriores modos de producción, pre-capitalistas y
no-capitalistas. Ahora bien, el proletariado se constituye como clase
social en la lucha de clases, de clase en sí, pasa a clase para
sí, en la medida que toma consciencia de clase. Los trabajadores,
por el solo hecho de serlo no son exactamente proletariado, sino tan
solo eso, fuerza de trabajo, convertida en mercancía. Para que la
fuerza de trabajo conforme la composición asociada del proletariado
requiere de una toma de consciencia, además de una toma de posición, en
consecuencia, despliegue acciones y prácticas organizativas, correspondientes a
la lucha de clases contra la burguesía, contra el capital y contra el
Estado. En la historia política, no solamente de han plasmado las trayectorias
del proletariado en la lucha de clases, sino también, algo
distinto, las subsunciones políticas de los trabajadores a proyectos
anti-proletarios; en este caso actúan, como dice Karl Marx en el 18 de brumario
de Luis Bonaparte, como lumpen, es decir, como fuerza de choque de políticas
conservadora o bonapartistas.
En las sociedades de la colonialidad moderna,
herederas de las estructuras sociales coloniales, desde la perspectiva
de la formación discursiva histórico-política, se da lo que Michel
Foucault ha identificado la guerra de razas, entendiendo como raza
el tejido consanguíneo, que sostiene la noción antigua de nación. Este
concepto de guerra de razas no es racista, como el mismo Foucault lo ha
hecho notar, sino se trata de una guerra de liberación contra la ocupación,
una guerra de liberación que se opone a la guerra de conquista,
que ha instaurado el Estado, las leyes en otra lengua, las instituciones que
legitiman la conquista y la expropiación de tierras. El racismo como
tal, se genera con la colonización global del mundo por parte de las
conquistas europeas, cuando se establece lo que hemos denominado la economía
política colonial, que se basa en la distinción entre el hombre
blanco y el hombre de color, valorizando al hombre blanco, ideal
de la civilización, y desvalorizando al hombre de color, calificado
como bárbaro o salvaje. Después, en el contexto europeo, la ideología
racista se sofistica en la formación discursiva nazista. Entonces,
hay que diferenciar el concepto de la guerra de razas de la ideología
racista.
Frantz Fanon nos enseña que el racismo, como
mecanismo de dominación, asentado sobre procedimientos de discriminación, no es
una cuestión de piel, aunque el racismo precisamente use esta
señal para atacar, descalificar y marginar. El racismo responde a una estructura
de poder colonial, que supone precisamente la economía política racial.
En Máscaras blancas piel negra nos dice que no basta expulsar al
colonizador, pues, mientras no se destruya la estructura de poder colonial
persiste la dominación colonial, aunque lo haga en otros escenarios. Un “negro”
que ocupa el lugar del “blanco es un “blanco”, cumple las funciones de la
dominación, en la estructura de lo que se denomina el colonialismo interno.
Este colonialismo puede adquirir distintas tonalidades; en Bolivia adquirió la
forma de lo que René Zavaleta denominó la paradoja señorial. En
consecuencia, podemos decir que un “indio” que ocupa el lugar del “blanco-mestizo”
es un “blanco”, en tanto que no se ha destruido la estructura de dominación
colonial. Como se sabe y se ha podido constatar la promulgación de la Constitución
Plurinacional Comunitaria y Autonómica no bastó ni basta para que se destruya la
estructura de dominación colonial; para que esto ocurra se requiere de la
diseminación de las mallas institucionales que sostuvieron y
sostienen al Estado-nación; esto es precisamente lo que no ha ocurrido en
Bolivia, donde se ha restaurado el Estado-nación colonial, solo se le ha cambiado
de nombre, como si este bautizo bastara para conformar el Estado Plurinacional
Comunitario y Autonómico.
En consecuencia, cuando la lucha anticolonial no es
recogida por el indio guerrero, en un proyecto radical
anti-colonial y, más bien, se usa este denominativo para referirse a la víctima,
la que muestra sus heridas pidiendo conmiseración, estamos ante la utilización
simbólica de lo “indio”, también de lo indígena, para legitimar
formas barrocas de dominación colonial. Esto es precisamente lo que ha ocurrido
tanto en Bolivia como en Ecuador durante los llamados “gobiernos progresistas”.
Con el animo de desprender una interpretación de la
coyuntura boliviana, caracterizada, ahora, como crisis constitucional, también crisis
institucional, así como crisis relativa al fraude electoral. Vamos a sugerir
una interpretación somera:
Los que apoyan el escandaloso fraude del gobierno
clientelar y corrupto, además de pirómano y agente encubierto de las
transnacionales extractivistas, apoyan la desnacionalización de los
hidrocarburos con los Contratos de Operaciones, apoyan el ataque sistemático a
las naciones y pueblos indígenas, cuyo síntoma más escabroso fue el conflicto
del TIPNIS. Apoyan la tercera derrota de
la guerra del Pacífico en la Haya, cuando el caudillo déspota confundió la
demanda marítima con una campaña electoral. Apoyan la quema de 5,3 millones de hectáreas
del Chaco y la Amazonia, que el gobierno efectuó veladamente, para entregar la
tierra arrasada a la burguesía agroindustrial, a los ganaderos, a los
traficantes y a los colonizadores. Estos que apoyan al caudillo déspota son
cómplices de la traición a la patria. Por más populares que se reclamen son también
traidores a la patria, en consecuencia, tienen que ser tratados como tales. Lo
popular, el pueblo es un concepto ligado a la democracia y a la república,
a los derechos conquistados y constitucionalizados; es el referente de la voluntad general. La clase proletaria,
opuesta a la clase burguesa – pues solo hay dos clases, las demás son
herencias de modos de producción anteriores al capitalismo -, es clase
como tal, se constituye como tal, en la lucha de clases contra la
burguesía, el capital y el Estado. Cuando los que se dicen “proletarios” y
apoyan a un gobierno clientelar, al servicio del capitalismo dependiente, y
operador político de la burguesía rentista que saquea a Bolivia, no lo
son, no son clase proletaria, pues no se han constituido como tal, son
lumpen al servicio de los amos que gobiernan - se trata de una impostura de la burguesía
sindical. Lo “indio”, en la jerga indianista, corresponde a la lucha
radical anticolonial, lo indígena, lo nativo, lo originario, lo
comunitario, está íntimamente ligado a los entramados y tejidos de la Madre
Tierra; cuando se usa los “indio” y lo “indígena” al servicio de un gobierno que
responde al modelo colonial extractivista del capitalismo dependiente,
no es más que una máscara “india” o un antifaz “indígena” al servicio de una
dominación de la colonialidad heredada y extendida por el gobierno
clientelar, impostor y déspota. Esto es precisamente lo que ocurre en el conflicto
de la crisis constitucional en Bolivia; el gobierno de Evo Morales monta
escenarios grotescos políticos, usa el disfraz de “proletariado”, se pone
máscara de “indio” y antifaz “indígena”, para perpetrar la destrucción de la
Madre Tierra y para continuar con la explotación perversa de la mayoría del proletariado,
que trabaja a destajo. Esta es la caracterización de la lucha actual; por un
lado, un pueblo, cansado de la impostura, se levanta contra una dictadura a
secas, impuesta por un fraude escandaloso y craso; por otro lado, la casta política
gobernante, apoyado por la masa elocuente de llunk’us, serviles a un proyecto que
ha destruido el proceso de cambio, abierto por el pueblo, que destruye
la Madre Tierra, que destruye la Democracia, que saquea Bolivia.
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