¿Qué es el poder y cómo funciona?
¿Qué es el poder y cómo funciona?
Raúl Prada Alcoreza
No hay nada mejor que
el aprendizaje por la experiencia; ella enseña a través de la
asimilación de los fenómenos percibidos, también de los contrastes con las
representaciones improvisadas, donde las hipótesis, por más provisorias que
fueran, que suponían una verdad, se derrumban. El error sobresale y al corregirlo se mejora la comprensión mediante el aprendizaje.
Llamemos este proceso el de la fenomenología
del aprendizaje. Empero, cuando nos negamos a reconocer el error, cuando nos cegamos ante las
contrastaciones, y preferimos mantenernos en la representación institucionalizada, asumida como verdad, entonces no aprendemos. Nos estancamos, nos quedamos anclados en el puerto
clausurado, donde ya no llegan ni salen embarcaciones; un puerto que rumia sus
nostalgias, peor aún, que persiste en verdades
derrumbadas por las contrastaciones. Esto, dicho de manera sencilla, es el
papel de la ideología.
Podemos partir de la
siguiente premisa: el poder está
íntimamente asociado a la ideología.
Pues la ideología le permite auto-contemplarse; el poder es hedonista,
está enamorado de sí mismo. La ideología
es el espejo donde se ve; la ideología
le dice que es la consagración de la historia.
Empero, ahora, no nos ocupamos de esto, que fue tema de anteriores ensayos. Lo
que nos interesa es el aprendizaje de
lo que es el poder a través de la experiencia y las contrastaciones. Por ejemplo, el poder, que recurre a la ideología para legitimarse, se representa
de una determinada manera, a través de las narrativas
estatales; sin embargo, en la experiencia nos muestra su desencarnado
desenvolvimiento y se pueden observar las diferencias entre el discurso y las
prácticas, entre la auto-representación
del poder y las huellas que deja, las mallas institucionales que construye y
consolida, los efectos masivos y sociales que ocasiona. Vemos, en pocas
palabras, el funcionamiento del
poder.
El Estado de Derecho
supone que la Justicia, es decir, la administración
de justicia, funciona según la ley, de acuerdo con la Constitución; sin
embargo, la experiencia destaca
ampliamente los contrastes. La Constitución ni la ley son los referentes
normativos de la práctica de justicia; esta práctica responde a los
requerimientos de la dominación, que
es la finalidad misma del funcionamiento del poder. Que se haya
creído que la Justicia funciona como manda la ley y la Constitución o que, por
lo menos, debería hacerlo, forma
parte de la ideología. La ideología es como la retórica, busca
convencer; la diferencia radica en que la retórica
es el arte del convencimiento en el auditórium,
donde hace gala de su elocuencia y su destreza; en cambio, la ideología pretende convencer por que se
declara la narrativa de la verdad. No
hay arte, sino una grosera pretensión de “ciencia”, sin contar con las condiciones de posibilidad para serlo.
Si hay administración de justicia en el Estado
moderno es para cumplir con un requisito de legitimación
de la república, que la res-publica
garantiza el cumplimiento de los derechos constitucionales. Lo que le interesa
al Estado, aunque no sea sujeto, hablemos
metafóricamente, es la legitimación;
por eso lo hace, por cumplir con la formalidad del caso. El problema es que el
pueblo llega a creer que es así, que así debería funcionar la Justicia; por
eso, demanda e interpela cuando no ocurre esto. Esta en su derecho, pues la Constitución
expone esta composición ideal del
Estado, por lo menos como ideal
jurídico-político.
A pesar de la justeza
de la demanda y de la interpelación popular, de su movilización contra las prácticas
que vulneran los derechos constitucionalizados, el problema estriba en no comprender cómo funciona el poder. Para
decirlo crudamente, a pesar de la exageración, pero lo diremos por motivos
ilustrativos, el poder no funciona a
través de los dispositivos jurídico-políticos,
constituidos e instituidos por la Constitución, aunque la tengan como referente del discurso político; el poder funciona a través de los
engranajes, desplazamientos, de fuerzas,
que conforman máquinas de poder.
Para decirlo de una
vez, esta incongruencia entre el funcionamiento del poder y el deber ser de la Constitución pasa en todas partes, en el mundo de la
modernidad tardía. Es cierto, que acaece de distintas maneras, con distintos
grados de diferencias y aproximaciones, de manera más sutil y solapada o, en
contraste, de manera descarnada y desvergonzada. Sin embargo, cuando se quiere comprender el funcionamiento del poder es menester atender a sus prácticas, a sus maneras de ejercer las dominaciones, a las máquinas involucradas en su facticidad
fatal. Ahora bien, si se quiere denunciar la incongruencia, ciertamente es importante no desentenderse del deber
ser. Hay que dejar en claro lo que se quiere hacer. Como queremos entender los funcionamientos del poder, tendremos al deber ser como referente de lo que no se acata ni se cumple.
Ahora bien, el ejercicio de las dominaciones puede
efectuarse de variadas maneras, desde el ejercerlo a través de procedimientos
más próximos a la Constitución, administrando
ilegalidades de manera sutil, hasta ejercerlo de manera descarnada y
grotesca, evidenciando palmariamente la vulneración de los derechos consagrados
en la Constitución, aunque se diga, por inercia o, mejor dicho, por cinismo,
que lo que se está haciendo es precisamente cumplir con la Constitución. Lo que
importa es entender que las tecnologías del
poder de las máquinas del poder hacen
funcionar a las máquinas por la preformación
misma de estas tecnologías; no por los ideales
expresados en la formación discursiva y enunciativa jurídico-política.
¿A dónde apuntamos,
fuera de hacer puntualizaciones metodológicas y epistemológicas para abordar la
comprensión y el entendimiento del funcionamiento
del poder? Apuntamos también a que no es suficiente señalar las incongruencias del ejercicio político respecto a la Constitución y las leyes, para
cambiar el estado de cosas, las situaciones problemáticas que aprisionan
al pueblo, sino que es indispensable salir de la crítica jurídico-política, elaborada y pronunciada desde el deber ser, y apuntar al despliegue de
las fuerzas sociales alterativas a
deconstruir la ideología, a
desmantelar y destruir las máquinas de
poder, a diseminar la civilización de la muerte, que es la civilización
moderna.
En la historia política inmediata de Bolivia
asistimos a lo que podemos llamar el descalabro
del ejercicio del poder, del ejercicio de la política, del ejercicio de la ideología. Para decirlo
de una manera esquemática, aunque ilustrativa, el ejercicio de poder requiere de cierta congruencia entre los planos
de intensidad donde se desplaza, entre los campos sociales donde se mueve - político, económico, cultural -, entre
las estructuras componentes del
Estado, entre las interacciones entre
Estado y sociedad. Cuando esta congruencia
se pierde, aunque sea la mínima requerida, teniendo en cuenta los puntos críticos de lo apropiado, tanto
para jugar a disfuncionamientos tolerables,
así como a exigir moldes demasiado
apretados, entonces se ingresa a una suerte de desmembramiento del Estado, por lo menos, en su estructura y malla
institucional. Cuando pasa esto en los contextos del funcionamiento del poder se afecta a los engranajes mismos de las máquinas de poder; se averían y pueden
colapsar.
Ya no se trata de la crisis múltiple del Estado-nación, de la
que hablamos teóricamente, sino de la crisis
técnica del funcionamiento mismo
de las máquinas de poder, de las tecnologías de poder. Ciertamente,
depende desde qué perspectiva se observa
esta crisis técnica del poder; si se trata de una perspectiva crítica del poder
e interpeladora de las dominaciones, puede
hasta llegarse a tomar como una corroboración, en la práctica, de la crisis
múltiple del Estado; si se trata de una perspectiva de la ciencia política,
entonces la crisis técnica del Estado se
interpreta como crisis institucional,
como colapso del Estado de Derecho, es más, como derrumbe de la democracia, por cierto formal. Sin
embargo, sin desentenderse de ambas perspectivas, que incluso pueden debatir,
lo que importa, en el caso que nos compete, es el aprendizaje del funcionamiento
del poder en coyunturas de crisis, es más, en la situación de crisis técnica
del Estado.
¿Por qué se llega a
una situación de crisis técnica del Estado? Dejamos claro que estamos lejos de la búsqueda
de culpabilidades, como si la crisis múltiple
del Estado-nación se debiera solo o preponderantemente al manejo personal de la
casta política en el gobierno. No es el perfil personal de los gobernantes lo
que explica el colapso estatal, aunque contribuya al deterioro de los
funcionamientos de la maquinaria estatal. Estos perfiles personales son parte de la crisis, quizás, exagerando un
poco, son la parte anecdótica de la crisis
política; empero, no explican la crisis
estructural del Estado. ¿Qué hace, en qué incide, la forma de gubernamentalidad clientelar, en el desenvolvimiento de la
crisis del Estado? Para decirlo directamente, la forma de gubernamentalidad clientelar exacerba los usos patrimoniales del Estado, sobre
todo exacerba el uso del Estado para cumplir fines ideológicos, todavía manteniéndonos en las características menos
perversas del uso estatal. Ingresando a los usos no institucionales del Estado,
la forma de gubernamentalidad clientelar
hace uso del Estado como dador de
prebendas. Entonces, ocurre como forzamiento extremo a la maquinaria
estatal, ocasionando, para decirlo metafóricamente, calentamientos en el aparato maquínico.
Cualquier máquina si es forzada a ir más allá de
sus capacidades, será empujada a un recalentamiento,
con lo que se pone en peligro la propia maquinaria, pues el calentamiento
anuncia el colapso de la máquina.
Aunque se diga lo que se dice de manera metafórica, las analogías son válidas y
útiles en la comparación que empleamos entre máquina estrictamente técnica y
máquina social, política y económica. Puede que la máquina social tenga más chance, tenga un margen de maniobra más
amplio, por sus características sociales; sin embargo, tampoco escapa a los
efectos del calentamiento maquínico.
La ideología populista, para hablar de una
manera general, claro que inadecuada, pues se salta las diferenciales y
variedades, cree, por eso se siente segura, que la convocatoria popular basta para lograr las condiciones adecuadas de
la continuidad del poder. Esto es un error de apreciación, de entrada, pues el
poder no funciona por la convocatoria; la convocatoria sirve en el proceso de legitimación, no en el ejercicio del poder. La maquinaria de poder
requiere de energía, requiere de fuerzas, que dinamicen el funcionamiento
maquínico del poder. No se trata, entonces, de convocatoria, en el caso del despliegue
de las fuerzas, sino de disponibilidad de fuerzas. La disponibilidad de fuerzas se da no solo por captura de fuerzas, como acontece con toda máquina de poder, sobre todo con las máquinas de guerra, sino por la subsunción
de la energía de las fuerzas a los fines de la máquina estatal. Esto ocurre cuando se captura energía y se la conduce al movimiento mismo de la maquinaria. Se
puede hablar, provisionalmente, de una ingeniería
de la disponibilidad de las fuerzas sociales
y del manejo de la energía social. La convocatoria,
en el caso populista, la convocatoria del
mito no dispone de fuerzas ni captura la energía para dinamizar la maquinaria estatal, sino
que se estanca en el círculo vicioso de
la ideología, que solo puede legitimar,
pero no hace funcionar la maquinaria estatal.
Los ideólogos populistas,
neopopulistas, del llamado “socialismo del siglo XXI”, no entienden la
diferencia de legitimación y funcionamiento de la maquina del poder;
es más confunden legitimación con ejercicio del poder. Por un lado, creen
que basta la retórica ideológica para
mantener la convocatoria; por otro lado,
creen que el uso forzado de los aparatos de Estado ayuda a la legitimación, cuando, mas bien, se ocasiona
lo contrario. La manera de ejercer el
poder por la forma de gubernamentalidad
clientelar es ineficiente, pues no lo ejerce, sino empuja la maquinaria al calentamiento. Al abocarse
a la compulsión ideológica, que
deriva en una exacerbación de la propaganda y publicidad, se estanca en la
interacción retórica con la sociedad, dejando pendientes el mantenimiento
adecuado de la maquinaria estatal.
Por esta razón,
apresuran la crisis del Estado-nación por la vía de la exacerbación ideológica.
Apresuran la crisis técnica del
Estado por el uso forzado que conduce al calentamiento maquínico. Las formas de la crisis del Estado-nación por
las prácticas de la forma de gubernamentalidad
neoliberal son otras; aunque no es tema del ensayo, y remitiéndonos a
ensayos anteriores, podemos adelantar que se trata de una obsesión “técnica” por
el modelo del equilibrio económico lo
que los arrastra a la crisis del Estado. Esta vez es la ortodoxia de un
economicismo simplón, reducido al equilibrio
de la oferta y la demanda, del equilibrio
entre ingresos y egresos, de equilibrio
entre las balanzas comerciales, del ideal del déficit cero, lo que lleva al
colapso del Estado.
Lo que hemos expuesto
es todavía abstracto, empero, puede ayudar a descifrar mejor lo anecdótico de la política, las manifestaciones
singulares del barroco político populista. Ahora bien, fuera de buscar una mejor comprensión del funcionamiento del poder, para mejorar la crítica de las dominaciones, lo que en el fondo interesa, es
encontrar salidas al círculo vicioso del
poder. Buscar propuestas, entre muchas, a la deliberación colectiva de las sociedades alterativas en emergencia y
en movilización. A estas alturas del partido, de la crisis ecológica, ya no se puede seguir perdiendo el tiempo en el
juego dramático de las “vanguardias”, que ofrecen nuevas versiones de la promesa; tampoco a seguir jugando en la
inocencia, dramática también, de los que creen que todo se arregla por el
retorno a la institucionalidad y el cumplimiento del deber ser.
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