El ejercicio de la conspiración estatal
El ejercicio de la conspiración estatal
Raúl Prada Alcoreza
Entre las muchas
paradojas de la política hay más de una que son sintomáticas; por ejemplo, que los que acusan de “conspiración” y
ven “conspiradores” por todas partes, sobre todo cuando se encuentran en
crisis, son los que más ejercitan la conspiración.
Como varias veces hemos aclarado, no creemos en las teorías de la conspiración, que nos parecen simples y excesivamente
esquemáticas, reduciendo los cursos
del mundo al manejo de grupos
secretos de conspiración. Estas
teorías suponen que los grupos de conspiración
dominan las variables y factores que mueven el mundo, entonces están en condiciones de incidir en sus desenvolvimientos de manera determinante. Esta
premisa es evidentemente insostenible e ingenua; nadie puede controlar la complejidad dinámica de los procesos inherentes al acontecimiento; tampoco hay conocimiento que pueda dar cuenta de la complejidad misma, sinónimo de realidad. Dicho de manera sencilla, la acción política
desata efectos masivos
incontrolables; entonces, desencadena efectos
inesperados. Sin embargo, también aclaramos, que esta apreciación sobre la complejidad del mundo efectivo no descarta que haya conspiradores y conspiraciones,
que creen que pueden incidir
determinantemente en los decursos de la realidad
social efectiva. Las actividades de estos dispositivos
conspirativos forman parte de la actividad política, son una variable más,
entre muchas, del funcionamiento y ejercicio del poder. Que hay que
tomarlos en cuenta, claro que sí, pero sin creer que son las hilanderas de la
luna, que maneja los destinos de las sociedades humanas.
Lo que llama la
atención, como dijimos al principio, es que resulta que los que más acusan de “conspiración”,
sobre todo a sus adversarios, son los que más ejercitan la práctica de la conspiración. Han convertido al Estado
en una gran máquina de la conspiración.
No solo conspiran contra sus
adversarios, sino también en cómo preservarse en el poder. Para tal efecto,
recurren a un antiguo procedimiento conspirativo,
incluso mucho antes que la palabra conspiración
se convierta en una definición política. Hablamos del procedimiento de la inquisición religiosa, que convirtió al diablo
en el gran conspirador contra el
orden celestial y el orden terrenal; en consecuencia, conspiraron contra los que consideraban endemoniados y
endemoniadas, monstruos y aberraciones. En la modernidad estas prácticas conspirativas se han actualizado,
beneficiándose de los recursos de legitimación, que presta la ideología, y de los recursos operativos del Estado. Dejando de lado, sin descartarlas,
las conspiraciones de gobiernos
conservadores y liberales, sorprende cómo los “revolucionarios” en el poder
convirtieron al Estado y al partido en un fabuloso aparato de conspiración.
No solo las clases
conservadoras, las clases económicas y políticas derrocadas, fueron objeto de la conspiración del Estado “revolucionario”, sino la sufrieron los
propios camaradas, incluso la padeció la propia clase que era considerada la
clase por excelencia revolucionaria,
el proletariado. También la padeció
masivamente el conglomerado estratificado de las clases campesinas. Por último, la padeció el propio pueblo
socialista, a nombre de quién se hizo la revolución.
Esta paradoja se ha repetido en todas las historias políticas modernas; en
América Latina se ha repetido, a su manera, en sus singularidades, con los gobiernos
populistas; en la actualidad se repite con los gobiernos neo-populistas.
La recurrencia a
estas prácticas y procedimientos conspirativos
suele aparecer notoriamente en las coyunturas y periodos de crisis política.
Los errores políticos y de gobierno, los fracasos de la gestión se endilgan a
los factores de la “conspiración” conservadora y reaccionaría, es más, de la “conspiración”
de potencias extranjeras. Puede o no que estas “conspiraciones” señaladas se
den; empero, esto no quiere decir, que explican el fracaso de la gestión y de
gobierno. Tampoco, como hemos dicho, la conspiración
es el factor preponderante para explicar lo que acaece social, económica y
políticamente. Es un factor más. Empero, lo que interesa analizar ahora es el funcionamiento de la maquinaria conspirativa del Estado
“revolucionario”. No solo para responder a preguntas comunes como por qué se lo
hace, sino a comprender como funciona el poder, las máquinas y los
aparatos del Estado. Leer esta secuencia como síntoma de ejercicio mismo del
poder. ¿Qué nos dice este síntoma del
funcionamiento mismo del Estado?
Antes dijimos que los
gobernantes no escapan al síndrome de
la paranoia, que es como una
enfermedad de la casta política en el
poder. Entonces, al sentirse acechados y perseguidos, se reacciona,
defendiéndose de las sombras que acechan y de los fantasmas que “conspiran”.
Incluso, sin darse cuenta, el pueblo mismo puede convertirse en el enemigo. Pero, también hay otras razones
de este ejercicio de la conspiración
estatal. La otra hipótesis interpretativa que expusimos es la que es el
poder el que se defiende del desborde
social, sobre todo cuando la sociedad
alterativa desordena los espacios
estriados del poder, los mapas
institucionalizados del Estado. El
Estado es, mas bien, el que resiste
al desborde social, pues ve a la
sociedad misma como una amenaza constante. Toda la arquitectura estatal puede
considerarse una fabulosa construcción de una fortaleza acechada y sitiada,
incluso atravesada por la sociedad misma. Estas dos hipótesis interpretativas y
otras más nos han ayudado a proponer nuestras tesis críticas del poder y de las
dominaciones. Ahora, requerimos
seguir avanzando en las interpretaciones críticas del poder, concentrándonos en
este síntoma del ejercicio conspirativo estatal.
Los gobernantes, en coyunturas de crisis, requieren
asegurarse el control no solo de sus mallas institucionales, tampoco solo de
sus partidarios y seguidores, de las organizaciones que componen la población
afín de la convocatoria, sino es
menester asegurarse el control de la sociedad misma. Es cuando se busca
justificar los procedimientos de emergencia, la actuación excepcional del
Estado, señalando la amenaza de una escalada de la “conspiración reaccionaria”.
La era aciaga del estalinismo ha sido prolífica en la invención demoledora de aparatos de control estatal de la
sociedad hasta llegar a ahogarla. Se ha llegado a criminalizar toda forma de raciocinio, para no hablar de crítica,
toda actividad social independiente, incluso de construcción socialista. Lo que
no venía del partido era inmediatamente sospechoso de “conspiración”. Cayeron
en la inquisición socialista
intelectuales revolucionarios,
vanguardias de la revolución, incluso
los propios camaradas. Los juicios llevados a cabo contra los enemigos de la patria socialista y
aliados al imperialismo son un
ejemplo alarmante desde y hasta a dónde puede llegar lo grotesco político.
Los “gobiernos
progresistas” han heredado estos procedimientos de la era calamitosa para el
socialismo, el estalinismo; obviamente en el barroco político, que conforma la forma de gubernamentalidad clientelar, no es la única herencia que tienen en
el ejercicio estatal de la conspiración.
Sorprendentemente, cuando, como se dice popularmente, las papas queman, sobre
todo cuando parte de lo nacional-popular o cuando los pueblos indígenas
interpelan y se movilizan, los “gobiernos progresistas” retoman los
procedimientos empleados en las dictaduras militares, como inventarse
guerrillas, la incursión de grupos armados, atentados, además de alianzas con
la “derecha”, en este caso.
Lo complicado de todo
esto es que no solo el Estado conspira
para desarmar a los contrincantes, incluso, en mayor escala, a la movilización social, proveniente del
descontento y el desencanto, sino que deriva en una conspiración a gran escala contra la misma sociedad, buscando subsumirla
completamente a la compulsión de poder de los gobernantes. Esta conspiración a gran escala corresponde a
la conformación de una demoledora maquinaria
de represión. Lo que se prepara es un ataque frontal a todos los espacios
de funcionamiento social, incluyendo a los funcionamientos civiles, ciudadanos,
comunicativos, de formación de opinión y de circulación de la información. Este
ataque tiene como eje la incursión militar y policial en los ámbitos de
prácticas sociales, propias de las iniciativas sociales.
Una figura singular de la conspiración estatal
Un gobierno que
recurre a la violencia, a las formas de violencia, la solapada, la
simbólica, la relativa al chantaje y la coerción, la de la amenaza, la
descarnada, la del terrorismo de Estado, es un gobierno acorralado. Recurre a
la violencia porque se siente sitiado
y acechado por la sociedad. El
“gobierno progresista” de Bolivia ha venido desencadenando las formas de violencia desde un principio. Esto
fue evidente por su descarada y desmedida compulsión por controlar la Asamblea Constituyente, incluso sabiendo que no
necesitaba hacerlo, pues casi las dos terceras partes de la Asamblea la
conformaban los representantes de organizaciones sociales de la movilización
prolongada (2000-2005); empero, lo hizo pues temía a la autonomía y al
comportamiento propio de la movilización
social. Impuso una directiva, de la parte mayoritaria que le correspondía,
obstruyendo el libre desempeño de los constituyentes, correspondientes a la movilización social anti-sistémica.
Prefirió imponer a gente obediente al ejecutivo y al partido de gobierno,
evitando el ejercicio democrático de la bancada de constituyentes de la
mayoría. En ese entonces, usó el prestigio que tenía por ser el gobierno que
emergía de la movilización prolongada.
Era difícil darse cuenta de que comenzaban las contradicciones entre el “gobierno progresista” y la irradiación
misma de la movilización social del
sexenio de luchas abiertas e insurreccionales.
Dejó que obreros
mineros de la empresa estatal se enfrasquen en un enfrentamiento sangriento con
los cooperativistas mineros. Este hecho lamentable, al inicio mismo de la
primera gestión de gobierno, ya mostraba o develaba las contradicciones inherentes al “proceso de cambio”. Lo que vino
después fue como una espiral desenvuelta de las contradicciones inherentes al proceso político desatado, una vez
que el caudillo fue elegido
presidente por una mayoría absoluta. Las pugnas partidarias comenzaron a
hacerse patentes, al principio como amagues, después como rupturas. Para no
hacer un seguimiento minucioso de las secuencias manifiestas de las contradicciones, podemos anotar las más
sobresalientes. Recurriendo al control del Congreso, que contaba con dos
tercios de los representantes parlamentarios, legalizó los Contratos de
Operaciones, que entregaban el control técnico de los recursos
hidrocarburíferos a las empresas trasnacionales extractivistas. Algo que no
había ocurrido en los gobiernos de la coalición
neoliberal, porque no se atrevieron a hacerlo. Empero, el hito que señala
el cruce del límite, cuando, a partir
del mismo, una vez cruzado, se está del otro lado de la vereda, enfrentando al
pueblo, aconteció con el llamado “gasolinazo”. El “gobierno revolucionario” cedió
a las presiones de las empresas trasnacionales, que amenazaban no invertir en
exploración si no se modificaba los artículos de la Constitución que exigen
abastecer al mercado interno, en los términos de los precios nacionales; una
vez garantizado este abastecimiento, las empresas podían exportar a precios
internacionales. La versión del gobierno fue de que se tenía que suspender las
subvenciones a los carburantes. Lo que no contó es que se “subvencionaba” con
papeles fiscales, no con el dinero del Tesoro del Estado. El pueblo se levantó,
se rebeló ante esta maniobra y sumisión del “gobierno progresista” al chantaje
de las empresas trasnacionales; la ciudad de El Alto se movilizó, bajó a la
hoyada de la ciudad de La Paz, en una marcha multitudinaria, donde se quemaron
las fotografías del presidente y del vicepresidente. La interpretación popular
fue clara: el gobierno nos engañó, no nacionalizó y ahora obedece a los mandos
de las empresas trasnacionales.
La segunda vez que se
cruzó el límite fue más patético; ocurrió en el conflicto del TIPNIS. El
“gobierno progresista” que se autonombra como “gobierno de los movimientos
sociales”, es más, como “gobierno indígena”, se desenmascara y muestra su
rostro político antiindígena. Este
gobierno, que ya para entonces, hace evidente su forma de gubernamentalidad
clientelar, ante la perdida paulatina de su convocatoria; al hacerlo hace patente que se trata de un gobierno
que hace de dispositivo del modelo colonial extractivista del
capitalismo dependiente. Se enfrenta a las naciones y pueblos indígenas,
desacatando abiertamente la Constitución, vulnerando los derechos colectivos
consagrados constitucionalmente, violando los derechos de y de los seres la
Madre Tierra.
También se efectúa violencia estatal contra los
contrincantes, descalificados como “derecha reaccionaria”. Se puede decir que el
procedimiento que emplea corresponde al que podemos tipificar como ostensible ejercicio de la conspiración. Al mejor
estilo estalinista, contrata unos mercenarios internacionales, conocidos en el
mercado de guerra, mientras infiltra agentes en los grupos de “conspiración” de
la “derecha”, denominada “separatista”. El desenlace no solamente es fatal sino
truculento; los mercenarios, que esperaban tranquilamente en un hotel las
instrucciones de los contratantes son
abatidos en una intervención policial “antiterrorista”. La versión del gobierno
hace gala de los procedimientos más pavorosos de la conspiración estatal; acusa a la “oposición” oriental de estar
inmiscuida en una “conspiración” contra la patria, al promover el separatismo
por la vía armada. Con este recurso de la conspiración
estatal, el gobierno logra desmantelar a la “oposición”, que se encontraba
en plena actividad movilizada contra las instituciones del Estado. El caso de lo ocurrido en el Porvenir no es
distinto a esta recurrencia estatal a la conspiración
maquinada. Se movilizan campesinos desde el Beni hacia Pando, concretamente
hacia Cobija, la capital, contra el prefecto Leopoldo Fernández y su estructura
de poder departamental conformada, desde los tiempos de las dictaduras
militares. El enfrentamiento se desata en las proximidades del Porvenir;
primero se asesina a dos ingenieros de la prefectura, que se encontraban en
plena tarea de cavado de zanjas, para evitar la llegada de los campesinos.
Después, con más contingentes, que llegan de Cobija, se desata la balacera. La
versión del gobierno es que los campesinos fueron masacrados. Con esto se
inculpa de Leopoldo Fernández como responsable de la masacre, se lo apresa y
hasta ahora no termina el juicio que se le hace. Cesar Brie, fundador del
Teatro de Los Andes, de quien no se puede sospechar ninguna inclinación por la
“derecha”, mas bien, siendo simpatizante del “proceso de cambio”, viaja a hacer
un reportaje audiovisual de la “masacre del Porvenir”. Se encuentra que
prácticamente nada coincide con los hechos; la versión gubernamental no se
sostiene.
Como se puede ver,
haciendo una anotación sobre esta breve descripción de parte de la historia reciente, vemos que el
“gobierno progresista” conspira tanto
contra la “izquierda” – aunque hay un analista que llego a decir que no hay
“izquierda” más allá de Evo - como contra la “derecha”. Las preguntas inocentes
se pronuncian: ¿Por qué lo hace? ¿Por qué no se alía con la “izquierda” más
“radical”, que la “izquierda” del gobierno, contra la “derecha”? Estas
preguntas son inocentes pues parten del esquematismo
ideológico y no toman en cuenta el funcionamiento
del poder. El poder no funciona como cree
la ideología que funciona,
circunscribiendo el funcionamiento
del poder al esquematismo simple y
estático de “izquierda” y “derecha”. Para el poder es irrelevante este esquematismo dualista; el poder se
reproduce tanto por medio de las expresiones discursivas de “izquierda”, así
como por las expresiones discursivas de “derecha”. El poder se reproduce en la reproducción continua de las dominaciones. Tanto “izquierda” y “derecha”
forman parte del círculo vicioso del
poder.
La conspiración estatal sigue su curso
expansivo; requiere conspirar contra
la sociedad misma. Pues ésta no puede
tener vida propia; el colmo del poder es que la sociedad sea como la imagen y semejanza del deseo del poder. Hay conspiraciones
que le salen mal al gobierno; por ejemplo, cuando se embarca en el referéndum sobre
la reforma constitucional, confiado lograr la victoria electoral en el plebiscito.
El 21 de febrero de 2016 el gobierno pierde el referéndum; el pueblo le prohíbe
hacer la reforma constitucional y habilitar al presidente y vicepresidente a
una nueva reelección; es más, a la reelección indefinida. Después de esta
derrota no escatima esfuerzos en desprender de la conspiración estatal nuevas figuras. Propone una interpretación
estrambótica del Convenio de San José y dice que nadie ni nada puede atentar
contra los “derechos humanos” del presidente a ser reelegido. Con este
argumento el Tribunal Constitucional Plurinacional decide modificar artículos de
la Constitución, argumentando, lo que no es cierto, que la Constitución no se
encuentra sobre los Convenios Internacionales. Lo estrambótico de la determinación
del TCP es que, primero, es chuto, pues ha sido impuesto, después de las
derrotas consecutivas en las elecciones de magistrados, donde ganó el voto
nulo; segundo, la interpretación del Convenio de San José es absurda, no hay “derechos
humanos” de un presidente, menos a ser reelegido; tercero, el Convenio no puede
estar sobre la Constitución.
Como se puede ver la conspiración estatal puede dar lugar a
maniobras estrambóticas, de por sí insostenibles, empero, que, a pesar de la
falta de decoro, se las impone, no por guardar las apariencias, pues no las
guardan, sino como inercia
discursiva, para acompañar la violencia
descarnada del Estado. No contento el gobierno
clientelar con este grotesco político,
empuja a uno de sus órganos de poder tomados, el Tribunal Supremo Electoral, ha
elaborar una ley amañada y torcida, a pesar de los esfuerzos de presentarla
como un logro del tecnicismo jurídico; hablamos de la Ley de las Organizaciones
Políticas. Esta ley, sin importarle su inconstitucionalidad,
pues hace caso omiso a la Constitución, a pesar de que enuncia algunas
definiciones y principios, pero solo para avalar la maniobra prorroguista;
reduce a las organizaciones indígenas
y a las agrupaciones ciudadanas al
molde de los partidos políticos. El
TSE propone elecciones primarias de las organizaciones
políticas, lo que requiere tiempo y cumplimiento de las condiciones para
hacerlo, y termina adelantando las elecciones primarias para el 2019, contraviniendo
su misma ley. Esta conspiración estatal
sube de escala, ya se trata de una conspiración
contra la sociedad y el pueblo.
Como era de esperar,
el panorama coyuntural se ha puesto candente. Sin embargo, el gobierno clientelar no para en su conspiración estatal. Ante lo que
concibe como beligerancia ciudadana, también beligerancia de organizaciones sociales, desmarcadas del
“proceso de cambio”, la conspiración
estatal tiene en manos una escalada extensiva e intensiva de la represión a
escala nacional. Los enfrentamientos con la movilización
de la rebelión de Achacachi contra el sistema
de la corrupción, los enfrentamientos con las organizaciones sindicales y gremiales de los Yungas atizan el fuego;
empujan al gobierno a optar por la recurrencia a la conspiración estatal de alta
intensidad. El inventarse guerrillas, incursión de grupos armados, ya los señalé
como paramilitares de los Cárteles o los señalé como levantamiento armado de la
“izquierda radical”, es ya síntoma de que está en curso una represión
demoledora contra la sociedad. No
encuentra otra salida que la de gobernar en base al terrorismo de Estado.
Habría que comparar lo
que está en ciernes en el “gobierno progresista” de Bolivia con lo que ya está
desenvuelto y desplegado en Venezuela y Nicaragua, países de otros “gobiernos
progresistas” entrampados en la crisis múltiple del Estado-nación y de la
decadencia de los “procesos de cambio”. El gobierno bolivariano de Venezuela
subsiste empleando el ejercicio de un sistema
de violencia montado y conformado, ejerciendo la conspiración estatal de una manera absoluta; lo mismo ocurre con el
gobierno de Daniel Ortega en Nicaragua. Lo que tiene en proyección el gobierno
boliviano es precisamente el uso sistemático
de las máquinas de la conspiración
estatal.
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