Metáforas intempestivas
Metáforas intempestivas
Sebastiano Mónada
Hay que odiarse a sí mismos,
aterradoramente,
para traspasar ese odio
a la destrucción descomunal
de ciudades.
Hay que odiar a la vida y culparla de todo
para asesinarla en cada manifestación vital
donde proliferante y pletórica aparece.
Hay que labrar largamente un rencor infernal
para desgargar endemoniadamente esta furia
sobre el cuerpo martirizado de poblaciones ocupadas.
Hay que convertirse en monstruosidades espantosas
para cometer genocidios y sembrar el horror.
Hay que ser extremadamente indolentes
para decir que son puestas en escena,
después de haber perpetrado crímenes
atroces,
reiterados de lesa humanidad.
La imaginación del burócrata delirante
y extravagante
considera,
en descargo,
que la destrucción apocalíptica
de ciudades
es montaje mediático.
El despotismo posmoderno confunde
la realidad con sus deseos de grandeza,
hundido en sus frustraciones acumuladas
como cordilleras volcánicas.
Inventa una realidad inexistente,
fantasmagórica,
para aplacar sus confusiones abrumadoras
y su diseminación arenosa.
La pesadilla atormenta al tirano dormido,
cuando despierta la realiza
con desesperación culpable.
Siembra muchedumbres de cadáveres
como semillas fúnebres,
haciendo crecer urbes demolidas
y cementerios humanos.
Sus enemigos imaginados y concretos
lo acusan de ser despiadado,
acarreando,
ellos,
los otros,
en sus sinuosos recorridos
anteriores genocidios archivados
en los recovecos de la memoria empolvada
de las narraciones burocráticas.
Amigos y enemigos se enfrentan
en toda clase de guerras,
sucias, comunicativas, cibernéticas,
discursivas,
frías, tibias, calientes, gélidas
e infernales.
Creen que están solo ellos en el mundo,
convertido en teatro cruel de la concurrencia
de los señores de la guerra y del capital.
Amigos y enemigos ignoran a sus pueblos.
Son apenas sombras confundidas
en la sala oscura de la platea
y en lo opacos palcos,
colgados en la pared de la marea
silenciosa y anónima.
Son reducidos a públicos silenciosos
que aplauden o lloran el drama
de los gobernantes,
la casta política apoltronada
y escandalosa,
de las celebridades fotografiadas
y radiantes,
de los empresarios más ricos
puestos en la lista de Forbes.
Lloran los desamores de las noblezas pagadas
por el erario de la monarquía constitucional.
Pero las propias tragedias y dramas
de multitudes son invisibilizadas,
de pueblos nativos persistentes
son borradas por la pulcra afasia
de las dominaciones institucionalizadas.
Los pueblos no existen para el imaginario burocrático
del orden apoteósico de las instituciones mundiales
y añejadas nacionalidades,
vernáculas racialidades reclamadas
como autóctonas.
Solo aparecen en las crónicas rojas o amarillas,
o cómo víctimas de los enemigos endemoniados.
Los pueblos solo están para aplaudir o votar,
cuando interpelan y se movilizan
son interceptados por guardias pretorianos,
son minuciosamente interrogados
por sus soterradas intenciones conspirativas,
son acusados de despertar al fantasma
del repentino terrorismo,
son juzgados por jueces obedientes
y encarcelados por policías matones.
Si los pueblos tenaces
insisten en sus demandas
y movimientos masivos
son,
por último,
fusilados para escarmiento,
dejando como ejemplo la huella amenazante
de las pisadas hendidas en el suelo desierto
por los pasos siniestros de la represión
y el anquilosado Estado de excepción.
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