El hombre que no ha nacido, pero gobierna
El hombre que no ha nacido,
pero gobierna
Sebastiano Mónada
¿Quién interpreta a su gusto y antojo las palabras,
convertidas en comodines de barajas
confunde arbitrariamente liberar con destruir?
Alquimia de la muerte que asesina el porvenir.
¿Quién dice que quiere evitar el genocidio
y repetidamente lo comete?
¿Quién opta por la guerra e invade
demoliendo todo a su paso?
¿Quién amenaza con el juicio final,
nombrando Satán a su operación especial,
y se cree Dios entre los mortales?
¿Es mortal o es el profundo miedo a la finitud,
al imaginar su cuerpo en el lúgubre ataúd?
¿Acaso se diferencia de los otros señores,
amos del mundo, los patrones y gobernantes?
Todo se reduce a la disputa entre los caballeros,
ángeles exterminadores en corceles montados.
Ciclo repetido del eterno retorno de la guerra
y de la acumulación destructora del capital.
Amenazantes máquinas ostentando ojivas nucleares,
que anuncian la clausura en celajes crepusculares.
Los juzgareis por sus actos, hacen lo mismo,
obsesión pragmática por el vulgarismo,
por lo tanto, en el espejo, son iguales,
enemigos de los pueblos y sociedades,
demoledores del planeta, quedando inhabitable.
Creen que liberar un pueblo es asesinar a los otros pueblos,
consideran la seguridad del Estado un mandamiento divino.
Por eso, pueden matar, devastar países, arrasar territorios.
Son los ángeles exterminadores, los jueces supremos.
¿Están convencidos de semejante megalomanía
o solamente es un ardid, una astucia política?
Alguien que habla de esa manera no aprecia la vida,
su sensibilidad ha sido rota, su mirada enceguecida,
su piel ha quedado sin descifrar el canto de los fenómenos,
que llegan aposentándose en los poros que respiran
los códigos que derrocha el universo bondadoso.
Alguien enmudecido de sensaciones no escucha,
no tiene el goce, el placer, ni la auditiva dicha
la melodía de las brisas y la polifonía de los pájaros,
que componen en pentagrama de ramas en los aledaños;
no huele el aroma de las flores y el olor penetrante
de las yerbas y las poblaciones proliferantes
de las plantas, de árboles con frutos y flores.
Alguien así es un muerto viviente,
una triste sombra sin espesores,
sin manifestaciones estéticas ni colores.
Esta sombra es la muerte que se arrastra por el suelo,
que despliega su ausencia triste y sin consuelo,
que repta con sus miedos y frustraciones.
Es un hombre inhibido hasta el húmero tuétano,
clausurado en su cascaron que no ha quebrado.
No ha nacido porque teme vivir y por eso
se ha transformado en un monstruo que asesina,
ha convertido el crimen en una doctrina.
Estos hombres son patriarcas otoñales,
Estériles jerarcas petrificados en mármoles,
recluidos en sus fortalezas imaginadas,
defendidos por ejércitos acorazados,
vanagloriados por ceremonias pomposas,
donde sus vacíos se ocultan en las pantallas,
que lanzan figuras estereotipadas sin gracias,
ritualmente envueltas con alabanzas y zalamerías.
Estos hombres sin atributos y sin hazañas,
estas vacuas emulaciones mediáticas,
estos cuadros apócrifos colgados en las paredes
de oficinas burocráticas y en salones de reuniones
son los que ordenan guerras y matanzas.
Se vuelven paranoicos cuando se aposentan en sus tronos,
sospechan de todo y de todos, hasta de las sombras,
por eso caminan en alargadas alfombras rojas.
Sueñan con tormentas y conspiraciones,
no duermen, el insomnio los tiene despiertos,
tienen los ojos muy abiertos, rondando las habitaciones
de palacios somnolientos y de las ciudades dormidas.
Por eso cuando toman decisiones son crueles,
quieren espantar a los fantasmas que asechan
densos dormitorios donde las pesadillas atormentan.
Pero los fantasmas no se van, se quedan,
rumor de ruinas y urbes derruidas.
Están por convocatoria, para acosar a los gobernantes,
que dan ordenes en desiertos sin habitantes,
quienes los despertaron de su inacabable letargo,
aguijoneados por su inconmensurable ego,
atormentados por sus pesadillas,
por los enemigos que merodean
y sitian sus fortalezas amuralladas.
Nunca serán felices, se despidieron de la alegría,
solo conocen la más alta jerarquía,
en ella la más pretensiosa altanería.
Dese allí, desde sus cumbres borrascosas
miran, desde la oscuridad de cavidades orbitarias,
el paisaje tormentoso que se extiende ante sus ojos,
que no ven sino los cuadros que ofrecen sus aduladores,
como fidedignas representaciones de sus personalidades,
los zalameros eunucos que entregaron al déspota
sus castrados órganos muertos como ofrenda.
Constreñidos en sus furias consabidas,
labradas en incrustados resentimientos,
cosechan los frutos de la venganza,
liderando al inventado pueblo,
supuestamente sometido,
que imaginan disperso en la diáspora nacional,
canto espurio del innovado mito original.
Dejan poblaciones de cadáveres
y a su paso desparraman el mensaje de la muerte,
el recuerdo inolvidable de los cementerios,
que son de la ausencia sus fundamentos.
Viven un mundo paralelo, bizarro,
donde sus decisiones son leyes,
tanto para humanos como para enseres,
que rigen el mundo ensombrecido
de los mortales adormecidos.
El mundo efectivo ha desaparecido,
no existe, no es noticia ni espectáculo,
pues no está en las pantallas y periódicos,
tampoco en la audición de las radios.
Solo existe la realidad producida por los medios,
El imaginario delirante divagando en las mentes
confundidas y difusas de los gobernantes,
de los estrechos entornos palaciegos
y de la élite enriquecida de los oligarcas,
que externalizan sus riquezas mal habidas.
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