Una mirada retrospectiva al proceso constituyente
Una mirada retrospectiva al proceso constituyente
Raúl Prada Alcoreza
¿Se trata de hacer una evaluación del proceso constituyente, incluyendo a la
Asamblea Constituyente y los posteriores desenlaces?
¿O, mas bien, se trata de comprender
el sentido y significado histórico-político-cultural
del mismo proceso constituyente? Aunque
ambas opciones pueden complementarse, incluso contenerse mutuamente, sin
embargo, cuando abordamos la problemática del sentido histórico político del proceso
constituyente convertimos al proceso constituyente
en una composición de códigos, de signos, que requieren ser decodificados e interpretados. En un escrito anterior, a propósito del tema,
escribimos:
Pensar
el proceso siempre ha sido un desafío, no tanto por el pensamiento mismo, que
también parece ser un proceso, sino por las formas de fijación del pensamiento.
Una de esas formas de fijación es la conceptualización. Aunque no es la única,
pues cuando se recurre al arsenal del lenguaje, fijamos figuras, metáforas,
relaciones, hipótesis, tramas, cuadros, modelos. Estas maneras de fijar el
pensamiento terminan obstaculizando la mimesis del proceso, que no puede
hacerse sino a través de otro proceso. Un proceso de pensamiento que imita otro
proceso efectivo. Proceso efectivo que afecta al cuerpo viviente, proceso que
es vivido como experiencia, experiencia memorizada y efectivamente vivida como
pensamiento. Se trata de pensar el acontecimiento mediante el acontecimiento
del pensamiento. Por eso es menester descentrarse, desprenderse y desligarse de
las formas de fijación del pensamiento, para abrir los cauces del pensamiento
mismo a los cauces de los procesos.
Ahora
nos compete pensar uno de los procesos políticos que afectan la historia
reciente de las luchas sociales en Bolivia. Este proceso es el proceso constituyente.
Llamemos proceso constituyente al proceso mediante el cual el poder
constituyente de las multitudes se hace carne. El poder constituyente se hace
acción y cuerpo, se hace movilización, el poder constituyente recorre la
geografía política y modifica los mapas. El poder constituyente busca cambiar
el mapa institucional. El poder constituyente persigue trastrocar el ámbito de
las relaciones, las estructuras, las instituciones, modificar el paradigma de
relaciones entre el campo social y el campo político. El poder constituyente
busca constituirse en la nueva forma política. Se puede decir que este proceso
pasa por más de tres etapas, la etapa preconstituyente, la etapa constituyente
misma y la etapa postconstituyente. La etapa preconstituyente tiene que ver con
la apropiación colectiva y orgánica de los instrumentos constituyentes. La
etapa constituyente, es la etapa propiamente deliberativa, propositiva y de
consensos. Y la etapa postconstituyente es la relativa a la aplicación de los
cambios. Dijimos que se trataba de más de tres etapas. Si, pues en el preludio
de todo esto, como matriz de los desenlaces, se encuentra el desarrollo y el
despliegue de las luchas sociales, que recogen de las entrañas de la sociedad
las contradicciones sustantivas y las arrojan como piedras a los emblemas del
orden. En el epílogo de este proceso podemos situar la constitución de los
nuevos sujetos y los nuevos ámbitos de relaciones, desprendidos de la
materialización institucional de los cambios. Es entonces, como se ve, todo un
proceso, este del proceso constituyente, proceso de creación multitudinaria y
afectiva, pasional y deseante. Por eso política, en el pleno sentido de la
palabra[1].
Ahora, en el presente,
vemos el recorrido del proceso constituyente,
incluyendo sus desenlaces. El proceso constituyente desembocó en la
promulgación de la Constitución el 2009; después, derivó en su suspensión, es
decir, en su incumplimiento por parte del “gobierno progresista” y los órganos
de poder del “Estado Plurinacional de Bolivia”. La pregunta que parece
necesaria es: ¿Por qué ocurrió esto? ¿Por qué la Constitución no fue acatada
nada más ni nada menos por el gobierno expresamente encargado a cumplirla,
autoproclamado como “gobierno de los movimientos sociales”, más
pretensiosamente como “gobierno indígena”? Al respecto, nos remitimos a los
ensayos publicados[2],
con este propósito, el de responder a la pregunta. Para resumir las hipótesis
interpretativas recogeremos la tesis que parece abarcar a las demás; esta considera
que en la medida que se está dentro del círculo
vicioso del poder, los entramados políticos, sociales, económicos y
culturales se encuentran como condicionados y empujados a los desenlaces implícitos en las formas de reproducción del poder, es
decir, de las dominaciones.
Esta tesis descarta, de antemano, las hipótesis de
la conspiración, como aquélla, la más
simple, de la “traición” al proceso de
cambio. Sin despejar la responsabilidad
de los gobernantes, lideres y conductores del llamado “proceso de cambio”, que
la tienen, obviamente, lo importante es no atribuir lo ocurrido a la mera
incidencia subjetiva o caprichosa de los conductores. En pocas palabras, los
caudillos no se tragan, de ninguna manera, todo el acontecimiento político; al contrario, forman parte del acontecimiento político; es más, para decirlo
exageradamente, empero ilustrativamente, son como marionetas de entramados que no controlan. Hay que,
mas bien, explicar, la participación dramática de los caudillos como acciones provisorias o, mejor dicho, singulares en la composición de la trama ya tejida.
Volviendo al proceso
constituyente, la pregunta es: ¿por qué el pueblo movilizado apostó a una
salida jurídico-política, la de la
Asamblea Constituyente, y no, mas bien, a una radical salida histórica-política, la de la revolución, en el sentido clásico del
término. Qué se haya llamado “revolución
democrática y cultural” al proceso de
cambio, dado en Bolivia, es más bien parte de la retórica de legitimación del mismo proceso, pero,
sobre todo, de los gobernantes y las estructuras
de poder que se instalan en el
palacio quemado y en los alrededores de la plaza de armas. Puede incluso
aceptarse las connotaciones semánticas de la “revolución democrática y cultural”,
pero ¿qué revolución no es, a la vez, democrática y cultural? Las revoluciones son esencialmente
democráticas, para decirlo de ese modo. Es el pueblo el que se subleva y con la
subversión de la praxis abre otros
decursos históricos.
El problema
radica en que el proceso de cambio no
fue, en sentido clásico una revolución.
Emergió de la movilización prolongada
(2000-2005), empero, no destruyó el Estado; es decir, no destruyó las estructuras estructurantes del anterior
régimen, que podemos decir, se derrocó. Incluso, en el caso, que la movilización prolongada hubiera
desembocado en una revolución,
tampoco necesariamente, de manera inmediata y directa, se hubiera salido del círculo vicioso del poder. Por ejemplo,
las revoluciones socialistas, que
destruyeron el Estado burgués y restauraron el Estado, en las condiciones
burocráticas exacerbadas, no escaparon del círculo
vicioso del poder; es más, se hundieron dramáticamente en el mismo. Por lo
tanto, al no desembocar en una revolución,
el proceso de cambio estaba amarrado doblemente
a los condicionamientos del círculo
vicioso del poder; por un lado, al mantenerse en las estructuras institucionales del Estado nación; por otro lado, al no
cuestionar, interpelar, deconstruir y diseminar las estructuras, diagramas,
cartografías de poder que sostienen al Estado y a la sociedad institucionalizada.
Si el pueblo, concretamente, en el caso boliviano y ecuatoriano,
optó, como desemboque de sus movilizaciones antineoliberales, por la salida jurídico-política, específicamente por
la Asamblea Constituyente, es por que creyó sinceramente en esta posibilidad,
en la posibilidad de transformar el
Estado con la elaboración de una nueva Constitución. En resumen, creyó en la ideología jurídico-política[3].
No vamos a discutir aquí si fue o no un error popular; hasta resultaría inocuo
poner en la mesa de discusión esta situación comprometedora. Lo que importa es
develar la predisposición subjetiva de las multitudes movilizadas. La mayoría
de los movimientos sociales anti-sistémicos prefirieron el camino de la
Asamblea Constituyente ante la alternativa de una guerra civil.
La historia de la Asamblea Constituyente fue, a la
vez, altamente convocativa y turbulenta. Las amplias mayorías sublevadas se
encontraban en la Asamblea, compartiendo el escenario con las representaciones
tradicionales de los partidos políticos tipificados como neoliberales. El
decurso de la Asamblea Constituyente se decidió en el campo de la correlación de fuerzas, fuerzas que pugnaban en los
escenarios nacionales y regionales. Internamente, la correlación de fuerzas estaba de lado de las mayorías representadas.
Sin embargo, se les dio a los
constituyentes poca autonomía, casi nada, para decidir el ejercicio del proceso constituyente en la Asamblea. El
control de la Asamblea se encontraba en manos del “gobierno progresista”, que
no llegaba a comprender el acontecimiento constitutivo de la Asamblea;
prefirió confiar en la conducción centralizada de los gobernantes.
Es así como, bajo estas circunstancias, se puede
explicar la debilidad orgánica de la Asamblea Constituyente, donde el partido
de gobierno contaba con la amplia mayoría. En la dirección de la Asamblea el
partido contaba con amplia mayoría; sin embargo, se conformó una dirección sin
voluntad; ésta estaba encomendada a la voluntad del ejecutivo. La falta de
autonomía de la Asamblea Constituyente incidió gravemente en un comportamiento
sinuoso, que llevó a cometer varios errores. Dos ejemplos son altamente
ilustrativos, el conflicto de los 2/3 y el conflicto de la “capitalía”. A pesar
de contar el partido de gobierno con la amplia mayoría, prefirió imponer a discutir con la “oposición”. Quiso imponer la determinación por mayoría absoluta, a pesar de que en la ley
de convocatoria congresal a la Asamblea Constituyente se estableció decidir por
2/3; es más, cuando la “oposición” propuso definir por mayoría absoluta, como quería el partido de gobierno, excepto en el
texto final, revisión del reglamento y desafuero, la dirección de la Asamblea
decidió imponer la mayoría absoluta
en una sesión dramática y caótica, que casi derivó en una tragedia. La
consecuencia fue la primera crisis de la Asamblea Constituyente, que no pudo
sesionar por un lapso imprescindible.
La segunda crisis de la Asamblea Constituyente
estalló con el conflicto de la “capitalía”, es decir, de la sede de gobierno. Después
de la guerra federal (fines del siglo XIX), la sede de gobierno se trasladó de
Sucre, la capital, a La Paz; lo mismo ocurrió con el poder legislativo. Lo que
se mantuvo en Sucre fue el poder judicial. La demanda de las “instituciones chuquisaqueñas”,
del departamento de Chuquisaca, concretamente del Comité Interinstitucional,
fue de que la sede de gobierno retorne a Sucre; después se convirtió en
exigencia de la “oposición movilizada”, definida como “media luna”. El partido de
gobierno contaba con la amplia mayoría; sin embargo, amparado por una
concentración de dos millones, en defensa de la sede de gobierno en La Paz, que
prohibió tratar el tema en la Asamblea Constituyente, decidió acatar este
mandato popular paceño. Esta decisión ocasionó el más peligroso conflicto de la
Asamblea Constituyente, que casi le valió su propia abrupta desaparición.
Estos dos ejemplos son aleccionadores, pues nos
brindan la oportunidad de visualizar las profundas debilidades de una Asamblea
Constituyente, que, sin embargo, era, por su convocatoria popular, fuerte. ¿A
dónde vamos? En una Asamblea se debate, se delibera, se busca consensos o, por
lo menos, consistentes mayorías, legitimadas en el debate. El partido más
grande de la Asamblea no quiso debatir, prefirió imponer. La imposición es muestra,
más bien, de debilidad, sobre todo de inseguridad. Se desperdició un gran momento constitutivo, de disponibilidad concentrada de fuerzas;
todas las localidades, los territorios, las regiones, los estratos del pueblo, mujeres
y hombres, estaban presentes en la Asamblea Constituyente. Se miraban, se
escuchaban, se olían, se percibías; ya no eran estampas ni fotografías. La Asamblea
Constituyente podría haber culminado en un acto
fundacional, en el pleno sentido de la palabra. Para hacerlo fácil, en un
contrato social y político, es decir, en un consenso constitutivo. Empero, el
partido gobernante, perdido es una soberbia inexplicable, prefirió imponer
decisiones no consensuadas. Si bien, por la participación de minorías de la “oposición”,
de todas maneras, se llegaron a acuerdos, de esta manera, a la construcción
incompleta del pacto social, el hecho
de que no se haya agotado el debate, sobre todo, que no se haya dado cabida a
la reflexión colectiva, merma preponderantemente las posibilidades de realización
de la propia Constitución.
En conclusión, el decurso dramático de la Asamblea
Constituyente concluyó en una Constitución aprobada por la mayoría absoluta y
las pragmáticas minorías de la “oposición”. Sin embargo, la pretensión fundacional
requería del consenso completo y la participación de todos, por lo menos, de
casi todos, después de una apropiada deliberación.
Lo que viene después es menos dramático, empero, es más desconstitutivo de la propia Constitución.
Si bien, en la etapa postconstituyente hubo
avances constitucionales, como los relativos al régimen autonómico, avanzando sobremanera en el entramado de las
competencias autonómicas, además, entendiendo que se trata del pluralismo
autonómico, que incluye significativamente a las autonomías indígenas, tampoco
se aprovechó este avance para corregir las falacias que conllevaba una
Constitución aprobada en una sesión dramática en Oruro. El entramado de
competencias autonómicas resulta en un régimen autonómico altamente avanzado,
en el marco todavía del Estado, supuestamente, tipificado, en transición. Empero, una vez promulgada
la Constitución, el ejecutivo maniobró por mantener un anacrónico régimen centralista, en concordancia con
la antigua Constitución. El ejemplo categórico de esto es la Ley Marco de Autonomías.
Un resumen apropiado de lo que ocurrió después, en
la etapa de implementación de la Constitución, puede ilustrarse de la manera
siguiente: el desarrollo legislativo del
“gobierno progresista” y de la “Asamblea Legislativa Plurinacional”, el Congreso,
es inconstitucional; no deriva de la Constitución Plurinacional Comunitaria y
Autonómica, sino del espíritu anacrónico de la antigua Constitución.
Lo más avanzado en la Constitución boliviana es lo
que podemos denominar el régimen de las naciones y pueblos indígenas-originarios-campesinos,
que es como se denominan en la Constitución. Se consideran previos a la Colonia;
en consecuencia, con derechos colectivos, culturales y territoriales propios,
validados por la anterioridad mencionada. Entre los derechos sobresalientes se
encuentran el relativo al autogobierno, al territorio, a las normas y
procedimientos propios, a sus instituciones, lenguas y cultura. Entre los
derechos, podríamos decir de transición, se encuentra el destacado derecho a la
consulta previa, con consentimiento,
libre e informada. Articulando estos derechos con el sistema de gobierno, establecido en la Constitución, de la democracia participativa, definida como
democracia directa, comunitaria y representativa, además de conectarlos con el
apartado constitucional de la participación
y control social, que establece la construcción
colectiva de la decisión política y de la ley, los autogobiernos indígenas adquieren una condición de autodeterminación. Sin embargo, son
estos derechos, sus irradiaciones y proyecciones descolonizadoras lo que conculca
el “gobierno progresista” de Bolivia.
Ya se puede ver por donde va el decurso postconstituyente;
el “gobierno progresista” y los órganos de poder del Estado se encargan de
desmontar las obligaciones que exige la Constitución. No se trata de hacer una
evaluación exhaustiva de lo ocurre, en su aplicación, con toda la estructura del
texto constitucional. Nos remitimos a los análisis que hicimos anteriormente[4].
De lo que se trata es de comprender
este decurso desmantelador de la
Constitución, que efectúa el “gobierno progresista”. Otra hipótesis interpretativa que usamos para
explicar este decurso postconstituyente es que se trata de un Estado rentista y de una economía extractivista. A pesar de una
Constitución anticolonial, el “gobierno progresista” no dejó de ser un
dispositivo del modelo colonial extractivista
del capitalismo pendiente. Su ubicación y articulación en la geopolítica del sistema-mundo no es otro
que el de la reproducción de la
condición de transferencia de los recursos naturales, desde la periferia a los centros cambiantes del sistema-mundo.
En este sentido, se entiende, que a pesar del régimen “indígena” de la
Constitución, el gobierno despliegue políticas anti-indígenas, beneficiando a
las estructuras de poder mundial y a
las estructuras dominantes de la
economía-mundo. Esta contradicción profunda del “gobierno progresista” se hace
patente en el conflicto del Territorio Indígena y Parque Nacional
Isiboro-Sécure (TIPNIS).
Entonces, para lo que nos lleva y ocupa este ensayo,
vemos que el proceso constituyente
desemboca en un proceso desconstitutivo.
La hipótesis que explica este desemboque es la que diferencia entre el ejercicio jurídico-político y el ejercicio-histórico político. Los
límites de la ideología jurídico-política
se encuentran en que ésta se mueve en el mundo
abstracto del deber ser; empero,
no tiene asidero en el mundo efectivo del
hacer, de la efectuación práctica, de las dinámicas de la realidad efectiva. Lo destacable y
sugerente es el hecho de que las multitudes lograron abrir un proceso constituyente mediante la movilización social anti-sistémica
prolongada; sin embargo, acotaron el alcance de esta movilización
anti-sistémica a los límites del imaginario
jurídico-político. Creyeron que bastaba con una Constitución transformadora
para transformar el mundo efectivo.
Recurriendo a los ensayos publicados, recordaremos
que los desenvolvimientos histórico-políticos
se expresan, en su ancestralidad, como guerra
de razas, en la contemporaneidad, como lucha
de clases. La interpelación histórica-política
es contra las dominaciones; cuestiona
la legitimidad del régimen impuesto;
lo señala como erigido sobre la base de una guerra
inicial de conquista. En consecuencia, o, una de sus consecuencias, es que
no acepta la legitimidad del
soberano, del rey, del emperador, del régimen, del Estado. El desemboque
exigido por el discurso histórico-político
es el de la destrucción del anterior régimen, además de no aceptar la
estrategia de legitimación, pues reconoce
que la política es inicialmente guerra.
En la medida que el “gobierno progresista” opta por la estrategia de legitimación, en decir, por la ideología, y no por la transformación estructural e institucional, entonces retrocede
del acontecimiento político de la sublevación de las multitudes al espectáculo
del teatro político, que busca
convencer de que la “revolución” se dio porque la nueva élite está en el poder.
Desde la perspectiva de la decodificación e
interpretación del proceso constituyente,
podemos ver que las multitudes sublevadas se hallan atrapadas, a pesar de su
rebelión, en la ideología
jurídico-política. En pocas palabras, se hallan atrapadas en el imaginario del Estado; en el mito del contrato social, en el mito de la voluntad general, en el mito del aparato o el instrumento que se
puede situar sobre o suspendido de la lucha
de clases. Los actos heroicos de las multitudes que sitiaron al Estado-nación
durante seis años (2000-2005), terminaron circunscribiendo el alcance desbordante
de sus acciones a los acotados límites de la ilusión jurídica-política.
Lo anterior tiene que ver con la responsabilidad del pueblo movilizado en
el decurso del acontecimiento político.
Si bien, esta responsabilidad es
crucial, por cuanto se trata de múltiples y proliferantes
voluntades singulares asociadas como pueblo,
la responsabilidad de los actores
gubernamentales tiene que ver con su incidencia en los márgenes de maniobra, definidos
por la geopolítica del sistema-mundo
capitalista. A diferencia del socialismo
real del siglo XX, el “socialismo del siglo XXI” y el “socialismo
comunitario”, éstos redujeron sus impactos histórico-políticos, acatando los
mandatos del orden mundial, de las estructuras de poder hegemónicas y,
sobre todo, de las estructuras del lado oscuro del poder. Prefirieron el
efecto mediático de la propaganda y la publicidad a efectuar cambios efectivos,
aunque sean reformistas. Prefirieron el impacto del espectáculo a actuar consecuentemente, por lo menos con ciertas
reformas de transcendencia institucional.
Si consideramos estas configuraciones de la interpretación crítica, no debería
sorprendernos los desenlaces dramáticos
y de clausura de los “gobiernos progresistas” en Sud América. Empero, no deja
de sorprendernos por la degradación y decadencia alcanzadas. Lo que pasa es que
esperábamos más, un mejor comportamiento de los “gobernantes progresistas”.
Esta es una muestra de debilidad en las disposiciones críticas del análisis
crítico. No podía haber “gobiernos progresistas”, salvo en el nombre, en plena crisis ecológica planetaria, en plena crisis de la civilización moderna. De
ninguna manera se trata de descalificarlos; fueron el resultado histórico-político de la correlación de
fuerzas en un orden mundial en
decadencia; menos disminuirlos ante la otra expresión de la modernidad
decadente, el neoliberalismo. Sino de comprender
y decodificar sus signos, sobre todo interpretar sus síntomas. Se puede decir
que los “gobiernos progresistas” expresan patentemente la crisis múltiple del Estado nación, en la versión de la promesa
incumplible en la modernidad tardía.
Los procesos constituyentes de lo que se denomina la
experiencia del constitucionalismo
latinoamericano, comenzando por el proceso constituyente brasilero y acabando
con el proceso constituyente boliviano, abarcando el proceso constituyente
colombiano, después el venezolano y el ecuatoriano, corresponden a procesos políticos,
desatados en plena crisis del Estado-nación, circunscritos a la ideología
jurídica-política, empero emergidos del substrato
convulso histórico-político-cultural de la rebelión intermitente de las
multitudes. Hay que entenderlos como tales, explosivos en su substrato social, dubitativos en el campo político, empero, desarmados
cuando sus apuestas gubernamentales repiten la decadencia de los gobiernos a los cuales combatieron.
Viendo retrospectivamente, desde el momento presente, los procesos constituyentes de
Sud América son como síntomas dinámicos
de la crisis múltiple del
Estado-nación, en la versión de búsquedas sociales de cambios y salidas, empero,
en las condiciones acotadas por la ideología jurídico-política, es decir,
estatalista. La experiencia social y la memoria
social nos enseñan que no se puede caer en los mitos del vanguardismo y
de la apología populista. Lo que se llama
pueblo no es un sujeto único, sino, más bien, multitudes
de sujetos, empero, todavía condicionados por la violencia cristalizada en sus
huesos, por las dominaciones coaguladas en sus cuerpos. Los pueblos tienen la
responsabilidad de liberarse no solo de las dominaciones inscritas en sus
cuerpos, sino de sus propias representaciones ideológicas, que son
autocomplacientes.
Volviendo al tema, el proceso constituyente boliviano, se puede concluir que logró
expresar, escribir, promulgar una Constitución anticolonial, defensora de los
derechos de los seres de la
naturaleza, anti-extractivista, anti- capitalista y anti-moderna. Sin embargo, desentendiéndonos de sus
contradicciones, debidas a la intervención del ejecutivo, patentes en el régimen
minero, sobre todo, en el régimen relativo al género, donde sigue siendo una
Constitución de la dominación masculina,
a pesar de estos avances jurídicos, la Constitución no pudo realizarse; quedó
en promesa incumplida.
[1] Raúl Prada Alcoreza: Proceso constituyente. Comuna; La Paz,
diciembre de 2005.
[2] Ver Horizontes de la descolonización. También Acontecimiento político;
así como Laberinto generalizado.
[3] Ver Crítica de la ideología ii . https://issuu.com/raulpradaalcoreza/docs/cr__tica_de_la_ideolog__a_ii_de57ea240bb751.
[4] Ver Fuerza social y vacío político. https://issuu.com/raulprada/docs/fuerza_social_y_vac__o_pol__tico_2.
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