MUERTE DE NARCISO
MUERTE DE NARCISO
José Lezama Lima
Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo,
envolviendo los labios que pasaban
entre labios y vuelos desligados.
La mano o el labio o el pájaro nevaban.
Era el círculo en nieve que se abría.
Mano era sin sangre la seda que borraba
la perfección que muere de rodillas
y en su celo se esconde y se divierte.
Vertical desde el mármol no miraba
la frente que se abría en loto húmedo.
En chillido sin fin se abría la floresta
al airado redoble en flecha y muerte.
¿No se apresura tal vez su fría mirada
sobre la garza real y el frío tan débil
del poniente, grito que ayuda la fuga
del dormir, llama fría y lengua alfilereada?
Rostro absoluto, firmeza mentida del espejo.
El espejo se olvida del sonido y de la noche
y su puerta al cambiante pontífice entreabre.
Máscara y río, grifo de los sueños.
Frío muerto y cabellera desterrada del aire
que la crea, del aire que le miente son
de vida arrastrada a la nube y a la abierta
boca negada en sangre que se mueve.
Ascendiendo en el pecho solo blanda,
olvidada por un aliento que olvida y desentraña.
Olvidado papel, fresco agujero al corazón
saltante se apresura y la sonrisa al caracol.
La mano que por el aire líneas impulsaba,
seca, sonrisas caminando por la nieve.
Ahora llevaba el oído al caracol, el caracol
enterrando firme oído en la seda del estanque.
Granizados toronjiles y ríos de velamen congelados,
aguardan la señal de una mustia hoja de oro,
alzada en espiral, sobre el otoño de
aguas tan hirvientes.
Dócil rubí queda suspirando en su fuga ya
ascendiendo.
Ya el otoño recorre las islas no
cuidadas,guarnecidas islas y aislada paloma muda
entre dos hojas enterradas.
El río en la suma de sus ojos anunciaba
lo que pesa la luna en sus espaldas y el aliento
que en halo convertía.
Antorchas como peces, flaco garzón trabaja
noche y cielo,
arco y castillo y sierpes encendidos,
carámbano y lebrel.
Pluma morada, no mojada, pez mirándome,
sepulcro.
Ecuestres faisanes ya no advierten mano sin eco,
pulso desdoblado:
los dedos en inmóvil calendario y el hastío en su
trono cejijunto.
Lenta se forma ola en la marmórea cavidad que
mira
por espaldas que nunca me preguntan, en
veneno
que nunca se pervierte y en su escudo ni
potros ni faisanes.
Como se derrama la ausencia en la flecha que
se aísla
y como la fresa respira hilando su cristal, así el otoño
en que su labio muere, así el granizo en blando
espejo destroza la mirada que le ciñe, que le miente
la pluma por los labios, laberinto y halago
le recorre junto a la fuente que humedece el sueño.
La ausencia, el espejo ya en el cabello que en la playa
extiende y al aislado cabello pregunta y se divierte.
Fronda leve vierte la ascensión que asume.
¿No es la curva corintia traición de confitados
mirabeles,
que el espejo reúne o navega, ciego desterrado?
¿Ya se siente temblar el pájaro en mano terrenal?
Ya sólo cae el pájaro, la mano que la cárcel mueve,
los dioses hundidos entre la piedra, el carbunclo
y la doncella.
Si la ausencia pregunta con la nieve desmayada,
forma en la pluma, no círculos que la pulpa
abandona sumergida.
Triste recorre —curva ceñida en ceniciento airón—
el espacio que manos desalojan, timbre ausente y
avivado azafrán, tiernos redobles sus extremos.
Convocados se agitan los durmientes, fruncen
las olas
batiendo en torno de ajedrez dormido, su
insepulta tiara.
Su insepulta madera blanda el frío pico del
hirviente cisne.
Reluce muelle: falsos diamantes; pluma
cambiante: terso atlas.
Verdes chillidos: juegan las olas, blanda muerte
el relámpago en sus venas.
Ahogadas cintas mudo el labio las ofrece.
Orientales cestillos cuelan agua de luna.
Los más dormidos son los que más se apresuran, se
entierran, pluma en el grito, silbo
enmascarado, entre frentes y garfios.
Estirado mármol como un río que recurva o
aprisiona
los labios destrozados, pero los ciegos no oscilan.
Espirales de heroicos tenores caen en el pecho
de una paloma
y allí se agitan hasta relucir como flechas en su
abrigo de noche.
Una flecha destaca, una espalda se ausenta.
Relámpago es violeta sin alfiler en la nieve y
terco rostro.
Tierra húmeda ascendiendo hasta el rostro,
flecha cerrada.
Polvos de luna y húmeda tierra, el perfil
desgajado en la nube que es espejo.
Frescas las valvas de la noche y límite airado
de las conchas
en su cárcel sin sed se destacan los brazos,
no preguntan corales en estrías de abejas y en
secretos
confusos despiertan recordando curvos brazos
y engaste de la frente.
Desde ayer las preguntas se divierten o se cierran al
impulso de frutos polvorosos o de islas
donde acampan
los tesoros que la rabia esparce, adula o
reconviene.
Los donceles trabajan en las nueces y el surtidor
de frente a su sonido
en la llama fabrica sus raíces y su mansión de
gritos soterrados.
Si se aleja, recta abeja, el espejo destroza el río mudo.
Si se hunde, media sirena al fuego, las hilachas
que surcan el invierno
tejen blanco cuerpo en preguntas de estatua
polvorienta.
Cuerpo del sonido el enjambre que mudos
pinos claman,
despertando el oleaje en lisas llamaradas y
vuelos sosegados,
guiados por la paloma que sin ojos chilla,
que sin clavel la frente espejo es de ondas, no
recuerdos.
Van reuniendo en ojos, hilando en el clavel no
siempre ardido
el abismo de nieve alquitarada o gimiendo en el
cielo apuntalado.
Los corceles si nieve o si cobre guiados por
miradas la súplica
destilan o más firmes recurvan a la madurez
primera ya sin cielo.
La nieve que los sistros no penetra, arguye
en hojas, recta destroza vidrio en el oído,
nidos blancos, en su centro ya encienden tibios
los corales,
huidos los donceles en sus ciervos de hastío, en
sus bosques rosados.
Convierten si coral y doncel rizo las voces, nieve
los caminos,
donde el cuerpo sonoro se mece con los pinos,
delgado cabecea.
Mas esforzado pino, ya columna de humo tan
aguado
que canario es su aguja y surtidor en viento
desrizado.
Narciso, Narciso. Las astas del ciervo asesinado
son peces, son llamas, son flautas; son dedos
mordisqueados.
Narciso, Narciso. Los cabellos guiando
florentinos reptan perfiles,
labios sus rutas, llamas tristes las olas
mordiendo sus caderas.
Pez del frío verde el aire en el espejo sin estrías,
racimo de palomas
ocultas en la garganta muerta: hija de la flecha
y de los cisnes.
Garza divaga, concha en la ola, nube en el desgaire,
espuma colgaba de los ojos, gota marmórea y
dulce plinto no ofreciendo.
Chillidos frutados en la nieve, el secreto en
geranio convertido.
La blancura seda es ascendiendo en labio
derramada,
abre un olvido en las islas, espadas y pestañas vienen
a entregar el sueño, a rendir espejo en litoral de
tierra y roca impura.
Húmedos labios no en la concha que busca
recto hilo,
esclavos del perfil y del velamen secos el aire
muerden
al tornasol que cambia su sonido en rubio
tornasol de cal salada,
busca en lo rubio espejo de la muerte, concha
del sonido.
Si atraviesa el espejo hierven las aguas que
agitan el oído.
Si se sienta en su borde o en su frente el
centurión pulsa en su costado.
Si declama penetran en la mirada y se fruncen
las letras en el sueño.
Ola de aire envuelve secreto albino, piel arponeada,
que coloreado espejo sombra es del
recuerdo y minuto del silencio.
Ya traspasa blancura recto sinfín en llamas secas
y hojas lloviznadas.
Chorro de abejas increadas muerden la estela,
pídenle el costado.
Así el espejo averiguó callado, así Narciso en
pleamar fugó sin alas.
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