La punta del Iceberg


La punta del Iceberg
Raúl Prada Alcoreza







Una buena metáfora de lo que ocurre en política, sobre todo, en lo que podemos denominar perturbaciones políticas, mejor dicho, deformaciones políticas, así como también deformaciones económicas, de lo que se hace visible, en lo que respecta a las proliferación y preponderancia de las prácticas de poder, referidas principalmente al lado oscuro del poder, puede nombrarse como la punta del iceberg. Lo que se ve, si se quiere desde el barco, es la punta del iceberg, que es apenas una sexta, séptima u octava parte de la masa de la montaña de hielo, cuya mayor parte se encuentra debajo de la superficie del agua. La palabra iceberg proviene del idioma inglés, aunque su origen se remonta al concepto germánico ijsberg. Se trata de una gran masa de hielo flotante, desprendida de un glaciar o de una plataforma de hielo, cuya parte superior sobresale de la superficie del mar. Como dijimos, la palabra proviene del inglés iceberg, a su vez del neerlandés medio ijsberg, quiere decir literalmente “montaña de hielo”. Otras lenguas germánicas emplean palabras similares para referirse al mismo concepto; así, en alemán se dice eisberg, en bajo sajón iesbargy, en sueco isberg.

Los escándalos de narcotráfico, vinculados no solo a la policía boliviana, sino incluso a las instituciones del Estado, al gobierno mismo, han venido apareciendo intermitentemente en la prensa y en los medios de comunicación, sobre todo televisivos. La pregunta al respecto es: ¿lo que aparece, lo que es visible, a qué proporción de la magnitud corresponde del tamaño mismo del problema y de la problemática del involucramiento o el atravesamiento de la malla institucional estatal por parte del lado oscuro del poder? La hipótesis interpretativa que usamos para medir esta proporción de la magnitud de las prácticas paralelas del poder, no institucionales, es la punta del iceberg. La corroboración o pertinencia de esta hipótesis puede sostenerse comparando las cantidades que se encuentran de cocaína incautada al narcotráfico, que viene cifrada en kilos, cuando sabemos, por estimaciones consistentes, que en Bolivia se producen entre 144 a 245 o más toneladas de cocaína al año. Los cientos de kilos de cocaínas son pues una bicoca ante los cientos de miles de kilos de cocaína que se produce. De la misma manera, sin trasladar las mismas proporciones, pues pueden ser otras, se puede suponer lo que sucede en lo que respecta a la extensión y atravesamiento de la economía política de la cocaína en las mallas institucionales del Estado.

Al respecto, de lo que podemos llamar el ocultamiento, debajo de la superficie, del fenómeno perverso aludido, no solo las instituciones del Estado, que deberían cuidar de la sociedad, como se dice, sino también los medios de comunicación son responsables; una concomitancia sorda, quizás no intencional, se sucede, cuando solo se muestra, porque tampoco lo ven, la punta del iceberg. No hay transparencia en las instituciones del Estado y el periodismo de investigación brilla por su ausencia. Ni que decir de los partidos políticos, tanto del oficialismo como de la “oposición”; pues prefieren inclinarse al ocultamiento, encubrimiento o relativización del problema, minimizando los alcances, en el caso del oficialismo; también inclinarse al sensacionalismo, para aprovechar la ocasión para acusar al gobierno de ser parte del problema o de complicidad, así como de decidía, en el caso de la “oposición”.  Por lo tanto, también los partidos políticos, por preferir caer en la pugna política electoralista, terminan ocultando los verdaderos alcances del problema en cuestión.

La que paga los costos de semejante visión estrecha, por decirlo suavemente, es la sociedad, en otras palabras, el pueblo. No se trata de colocarse en el enfoque moral fosilizado y señalar escandalizados al mal que queja a la sociedad; enfoque que no es útil, salvo para desgarrarse las vestiduras y golpearse el pecho. Sino de comprender el funcionamiento de lo que hemos llamado la economía política del chantaje y la economía política de la cocaína, que forma parte de las economías políticas específicas del narcotráfico, que, a su vez, forman parte de la economía política generalizada[1]. Tampoco se trata de buscar culpables, para descargar en ellos la furia implacable de la justicia; esto es demonizar a unas personas o grupos de personas, llámense como se llamen, entre los nombres usados, mafias; lo que significa efectuar la catarsis, es decir el castigo, sin solucionar el problema, que es lo que ha venido ocurriendo con el tema en cuestión en la historia reciente. Lo que importa es resolver el problema; para tal efecto, se requiere conocer el funcionamiento de estas máquinas del lado oscuro del poder, que ya atraviesan y controlan el lado luminoso del poder; estas máquinas de poder del lado no institucional, que ya atraviesan y controlan el lado institucional del poder.

Para comenzar o, mejor dicho, rememorar lo que escribimos[2], la corrosión institucional es como un fenómeno inherente al funcionamiento mismo de las instituciones. Ocurre, si se quiere, como un desgaste, que se viene acrecentando en la medida que pasa el tiempo. Esta corrosión puede incrementarse y marchar más aceleradamente cuando las instituciones se anquilosan y se duermen en sus laureles, como si ya estuvieran ungidas por la inmaculada verdad institucional que no se contamina. Peor aún, cuando las instituciones, sobre todo del Estado, son usada para otros fines, que no sean los estatales mismos, como, por ejemplo, para favorecer intereses particulares y no garantizar el bien común, para decirlo en un lenguaje tradicional y hasta conservador. La pregunta es: ¿desde cuándo, desde qué momento ha venido ocurriendo esto? Puede decirse, introduciendo una interpretación radical, que esto es inherente a la misma heurística institucional, a la misma fundación y consolidación de las instituciones, que es cuestión de tiempo para que esto, el fenómeno de la corrosión, se haga patente. Puede decirse, manejando interpretaciones históricas, que esto ocurre cuando las instituciones se vuelven anacrónicas, se anquilosan y optan por preservarse como trans-históricas ante las contingencias del acontecer histórico. Pueden también usarse interpretaciones económicas y políticas; decir, por ejemplo, que la determinación económica deriva en la compulsión por la acumulación, peor aún, más prosaicamente, en la compulsión por el enriquecimiento. Otro ejemplo, puede conjeturarse que el ejercicio del poder lleva indefectiblemente a este tipo de prácticas, vinculadas a la economía política del chantaje. Que la forma de gubernamentalidad clientelar termina inclinándose por el lado oscuro del poder. Sin discutir la pertinencia de estas interpretaciones, que pueden ser más o menos plausibles, lo que hay que destacar es el reconocimiento de formas perversas del funcionamiento de las máquinas del poder, inherentes a las mismas estructuras de poder.

Por otra parte, el problema y la problemática de la que hablamos no solamente es local o nacional, sino regional y mundial. Con lo que no se quiere, de ninguna manera, exculpar a los responsables nacionales. Sino de lo que se trata es entender lo que llamaremos, provisionalmente, la geopolítica del lado oscuro del poder. Para decirlo en lenguaje sistémico, resolver el problema es reducir su complejidad, comprender sus dinámicas, y conformar una complejidad sistémica, capaz de interpretar la complejidad del problema y de resolverla, construyendo funcionamientos sistémicos que salgan de la recurrente problemática. Claro que siendo mundial el problema, tiene que resolverse mundialmente; sin embargo, esto no evita la responsabilidad de la iniciativa local y nacional. Para hacerlo fácil, por razones ilustrativas, por ejemplo, comenzar con no cultivar coca excedentaria; así de simple. Este es un buen comienzo, aunque, de ninguna manera una solución al problema. Esta medida, si es que se diera, como consenso social, tiene que venir acompañada por transformaciones estructurales e institucionales. No pueden las instituciones, sobre todo del Estado, ser un botín de la casta política, no pueden convertirse en instrumentos del ejercicio singular del poder del gobierno de turno. Las instituciones estatales son instrumentos para garantizar el bien común, usando todavía un lenguaje tradicional y hasta conservador, recurriendo a conceptos aristotélicos y platónicos. Por lo tanto, las personas que administren y manejen estas instituciones tienen que ser idóneas y preparadas para tal administración y manejo, independientemente de las contingencias de las formas de gobierno.  Hablamos, en palabras jurídico-políticas, de una separación, por así decirlo, del Estado respecto del gobierno. El funcionamiento, incluso, la reproducción del Estado debe guiarse por el bien común, no por los intereses particulares, incluso si se trata de intereses gubernamentales. Sabemos que lo que decimos suena a abstracción; sin embargo, ilustra sobre lo que no puede confundirse cuando se habla de Estado y cuando se habla de gobierno. A propósito, no nos interesa pretender una verdad, sino establecer parámetros para orientar una reflexión. 

Lo que decimos, como se podrá notar, no se refiere a la revolución, tampoco, en menor envergadura, a las reformas, sino a cómo, teóricamente, de acuerdo con la misma ciencia política, deberían funcionar las instituciones estatales. El problema es que, en la realidad efectiva, las instituciones, los agenciamientos concretos de poder, así no funcionan; más bien funcionan alterando este orden supuesto, si se quiere, esta utopía jurídica-política. Funcionan desviándose de sus funciones establecidas, adulterando sus funcionamientos, redirigiéndolos a cumplir con los intereses particulares. ¿A dónde apuntamos, entre otras cosas, con esta exposición? Primero, a decir que no se trata de personas culpables, por más responsabilidad que tengan en el asunto; si se castiga a las personas que se hacen evidentes en estas prácticas perversas, aparecerán otras que ocupen el vacío que dejan. El tema es abolir las estructuras de poder que reproducen esta convivencia entre lado luminoso del poder y lado oscuro del poder.

Así como no hay demonios, tampoco hay santos. No es la recurrencia a la trama religiosa, que se oculta en la trama política moderna, la que explica el problema en cuestión. Como dijimos, se trata de prácticas discursivas de la catarsis. Estamos ante estructuras de poder, ante el ejercicio de dominaciones, que no solo reproducen el círculo vicioso del poder, en distintas órbitas y versiones, sino que derivan en las formas dramáticas de estos ejercicios, donde no se encuentra otra cosa para proseguir adelante que satisfacer la angustia humana en la adoración de fetiches, en la compulsión por la multiplicidad de fetichismos, que tratan de sustituir las insatisfacciones humanas.  En lo que respecta a las transformaciones institucionales y estructurales, esto equivale, hablando en lenguaje gramsciano, que tampoco deja de ser acostumbrado, a una reforma intelectual y moral, si se quiere, también a una reforma cultural.

Lo poco que hemos dicho al respecto, de comenzar a resolver el problema que agobia a las sociedades contemporáneas, pues, se requiere, en todo caso, de elaborar una lista larga de acciones de emergencia, no parece que puedan ser asumidas por los actores y protagonistas de la política institucionalizada, tampoco por los actores y protagonistas de la economía hegemónica. Así como tampoco por las cofradías moralistas, tradicionales o recientes, que hacen gala de elocuentes dramatismos orales. Todos estos personajes en boga, por lo menos, visibles en los escenarios espectaculares que proyectan y difunden los medios de comunicación, son parte del problema.

¿De donde puede emerger la voluntad para cambiar el estado lamentable de cosas y de sujetos? De las sociedades mismas, de los pueblos mismos, que hoy por hoy, se encuentran inhibidos y sometidos al teatro político y a la marcha destructiva de la economía de la acumulación.  Esto puede sonar no solamente a una convocatoria abstracta y hasta romántica, por las alusiones generales; sin embargo, debemos tener en cuenta que las sociedades y los pueblos también son composiciones múltiples. En un ensayo anterior, distinguimos sociedad alterativa de la sociedad institucionalizada[3]; dijimos que el substrato de la sociedad institucionalizada es la sociedad alterativa, que no solo tiene que ser comprendida como un magma de resistencias, sino como potencia social creativa. De lo que se trata, lo que también dijimos, es de liberar la potencia social, liberarla de las ataduras, no solo de las mallas institucionales del Estado, vale decir, concretamente, de las mallas institucionales estatales cooptadas por la forma de gobierno, sino de las mallas institucionales de la sociedad institucionalizada.

Para no seguir con este tono, que parece el de la exposición de otra utopía, volviendo al tono pragmático que usamos, para ilustrar, de lo que se trata es de dar la posibilidad a los pueblos de efectuar transiciones consensuadas.  El desenvolvimiento de la pedagogía política, donde los pueblos aprendan de su propia experiencia social, de su propia memoria social, parece ser la praxis necesaria en momentos de crisis múltiple política, económica y cultural. Ahora bien, ¿en qué consiste esta pedagogía política? Aprender de la experiencia y la memoria sociales implica la posibilidad efectiva de reflexionar sobre ambos substratos existenciales de la sociedad. Llama la atención que poderosos instrumentos de comunicación, de tecnologías de la información y la difusión, sirvan para la conformación del sistema-mundo cultural de la banalidad. Están muy lejos de un uso liberador y formativo de los colectivos, de las multitudes, de los individuos. Entonces, como que sugerimos una apropiación social de estos medios; que dejen de servir al espectáculo de la banalidad, al espectáculo del sensacionalismo, a la espuria práctica de la desinformación.  Estos medios tienen que servir de instrumentos masivos de las reflexiones colectivas e individuales.

Quizás lo más importante, en estos quehaceres sociales, tenga que ver con la democratización de las ciencias y las tecnologías. Más que nunca las ciencias y tecnologías están en condiciones del alcance de sus socializaciones. Sin embargo, este alcance se reduce al comercio y al mercado de productos tecnológicamente de moda. Tecnologías controladas por monopolios, por lo tanto, tecnologías y ciencias inhibidas a las finalidades banales de la acumulación. Se requiere liberar la potencialidad de la ciencia y la tecnología.  Esto implica salir de los horizontes acotados y fetichistas de la civilización moderna.

Volviendo, al asunto, como quien dice, es indispensable no seguir manejando la problemática en cuestión como tabú o secreto. Las sociedades institucionalizadas están altamente comprometidas con las formas de la economía política del chantaje, por lo tan tanto, están comprometidos los países; hay que hablar abiertamente sobre los alcances e irradiación del problema. Esto significa no caer en el gesto hipócrita de la culpabilización. En sentido pragmático, las mas adecuadas propuestas que se han hecho, respecto a los tráficos de productos fetiches de la ilusión artificial de las drogas, es su legalización, que no puede ser sino mundial. La mejor manera de acabar con el monopolio de los cárteles es pues la legalización de lo que venden especulativamente estos monopolios del lado oscuro de la economía.

Todo esto no quiere insinuar, de ninguna manera, que se detengan o no se hagan las “investigaciones” en marcha, respecto al último escandalo de involucramiento policial con el narcotráfico; que sigan adelante estas “investigaciones”. Solo que hay que hacer notar que deberían ser exhaustivas e imparciales, lo que no ocurre, por costumbre o incumbencia institucional. En todo caso, las investigaciones, en beneficio de la sociedad, del conocimiento del pueblo, no deben restringirse a las investigaciones policiales y jurídicas, sino tienen que abrirse a las investigaciones económicas, sociales y políticas. Es menester, a estas alturas del problema desbordado, investigaciones integrales de la problemática de la economía política de la cocaína.  Por cierto, no con el fin de castigar, es decir, de efectuar catarsis, sino por conocer el funcionamiento del lado oscuro del poder. Conocimiento que es indispensable al momento de resolver el problema aludido.  






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