Apocalípticos, los destructores del planeta

Apocalípticos,

los destructores del planeta

Sebastiano Mónada

 

 




 

 

 

 

 


 

Son los exterminadores de la vida,

odian lo que se mueve sin su consentimiento,

se creen predestinados a mandar

sobre las cosas y los humanos. 

Devenidos desde lo recóndito de sus pesadillas,

sufren la metamorfosis inversa de mariposas a orugas.

Impávidos recorren el panorama apocalíptico de las ruinas,

que dejaron desparramadas después de sus incursiones.


 

La cabellera de Berenice hecha constelación, 

envuelta alrededor de su infinita pena, 

el misterioso e incognoscible agujero negro.

El cuerpo queda en el río turbulento como carnada,

regalando abundancia en bandas de peces.


 

Siembran la muerte en las heridas de sus víctimas, 

en el tumulto de cadáveres dispersos,

en los esqueletos petrificados por sus bombas.

Registro del genocidio inaudito repetido.


 

La serpiente sin ojos, que se desenreda de la cordillera,

merodeando valles nostálgicos, seduciendo selvas copiosas, 

llegando al oceáno inmenso con su boca sedienta,

se transforma en dragón dorado volando en bóveda celeste,

encendida y erotizada por el astro incandesente.


 

Devastan países y pueblos inocentes,

usando el artefacto de los brujos del dinero.

Comienzan primero quitándoles todo lo que tienen,

volviéndolos altamente vulnerables y expuestos, 

quedando desarmados y desnudos.

Humillándolos hasta el cansancio,

quitándoles hasta la sombra de dignidad.

Expandiendo la miseria por toda las ciudades

desmesuradamente violentas e inhóspitas,

empujando a la calle a jóvenes y ancianos.

 

Después de arriconarlos, vender sus pertenencias, 

los bienes comunes, el agua de los ríos y los mares,

los yacimientos minerales y de la energía fósil,

los bosques frondosos y los territorios espesos,

después de dejarlos sin alimentos 

a merced del hambre,

después de dejarlos sin medicinas 

a merced de las enfermedades,

Mandan a sus verdugos a rematarlos.


 

Abandonado en una balsa de totora

Tunupa naufraga en río helado,

se hunde hasta las profundidades candentes,

emergiendo después como volcán magmático,

arañando la piel del cielo con sus dagas de estaño,

lloviendo lágrimas de cenizas entristecidas.


 

Son compulsivamente verdugos e inquisidores.

Se toman los atributos de Dios sobre la vida y la muerte.

Falsos misioneros, apócrifos profetas, en verdad, demagogos.

Prometen la salvación que confunden con el desamparo,

el extenso desierto sin dunas del mercado.

Arlequines políticos y nefastos gobernantes,

confunden la realidad con los números amputados,

confunden las variaciones cuantitativas con los ritmos 

y vaivenes de la producción, la distribución y el consumo,

la profusión artificial de las necesidades,

confunden los indicadores de la catástrofe 

con los síntomas del amortiguamiento edulcorante.

 

Hombres bizarros que vociferan contaminando el aire,

agentes encubiertos de la conspiración mundial,

títeres enloquecidos de los patrones crepusculares,

de los dispositivos secretos de la dominación globalizada.

Avanzan orondos en el desenvolvimiento de la tragedia,

de la trama fúnebre del teatro de la crueldad. 

Atormentados por sus acumuladas frustraciones,

ocultan sus miedos y sus fantasmas delirantes,

con máscaras de suficiencia simulada,

con poses de insolencia desenvuelta,

encubriendo sus profundas debilidades,

sus ateridas inseguridades enquistadas,

sus complejos coagulados en las venas.


 

En la intimidad de la de la selva, el jaguar deambula 

entre las copiosas sombras adormecidas por sus sueños,

colgados de los gigantescos árboles de la proliferante Amazonia.

El jaguar enciende con sus ojos la penumbra vegetal,

vislumbrando las secretas rutas a otros universos. 


 

Los destructores de mundos, desesperados, 

lanzan sus racimos cargados de muerte,

impulsados por el terror que los persigue,

terror de existir, de sentir, de palpar la brisa, 

de escuchar las voces traviesas de niños.

Terror gris ante la polifonía de colores.

Encuentran la salida a su martirio,

a la espontánea alegría de vivir,

que no les apetece por nada,

se sienten atrapados en laberintos de soledades,

en la solución de las masacres perpetradas.

Las puertas tenebrosas del infierno.

 

Estos destructores son en verdad bufones,

son muecas de sorna dibujadas en las pantallas,

buscando burlarse del sufrimiento de las multitudes.

Se muestran despiadados en atmósferas de angustia,

en la inmensa congója embargada de la gente,

Cuidadosamente refugiados en burbujas 

que danzan en el aire enardecido.


 

El bufeo en extinción salta en las aguas en remanso

de las curvaturas interminables del río tropical.

Para salvarlo la magia de la selva lo convierte en paraba,

que eleva su coro sinfónico por los aires encantados.


 

Son los jinetes enigmáticos del Apocalipsis 

que cabalgan en tanques como ángeles desalados,

que vuelan en bombarderos como demonios dementes, 

que lanzan misiles como gritos de titanes agónicos, 

que ametrallan a niños y a mujeres jugando al azar 

con dados de Mallarmé, interpretados por Nietzsche,

que fulminan a ancianos como parricidas de Sófocles,

que tienen en la mira a todo lo que se mueve

y disparan para que no se mueva más.

 

Gobiernan sobre cementerios nativos,

montañas de cadáveres incontables.

Desde estas cumbres tétricas y borrascosas,

emiten sus atronadores discursos amenazantes.

Pretenden la supremacía,  tan sólo muestran patéticamente 

sus infames prejuicios humanos funestos.

Recogiendo en sus contenedores toda la vergüenza de la historia,

todos los innumerables vacíos ateridos del pasado,

toda la inhumanidad descarnada y pestilente.


 

Las mujeres controlaron el fuego y lo guardaron en la aldea,

no dejan que se apague, lo alimentan con leña seca,

en ancestrales ceremonias rituales heredadas.

Son custodias del secreto de la cultura, 

sabiduria que separa lo crudo y lo cocido,

el arte culinario de la mesa y los alimentos. 


 

Asesinos dramáticos del porvenir, 

han descolgado todos los horizontes,

donde las bandas de pájaros volaban,

abriendo las miradas de viajeros románticos, 

embriagados de tramas noveladas.

Han acabado con todo lo que han podido,

arrasando suelos y quemando aldeas,

con dedicación contaminando cuencas,

con rigor depredando territorios,

con afán destruyendo nichos de vida 

y conglomerados de esperanzas.

 

Sin embargo, la vida resiste tercamente,

los pueblos continúan la lucha primordial.

Siembran y cultivan esperanzas,

explosión de mariposas primaverales

que cosecharán después cuando venzan,

cuando derroten a los jinetes del Apocalipsis.


 

Los pájaros regalaron a los humanos el leguaje

para que canten acompañando a sus danzas,

empero, después de cantar y bailar, 

lo usaron para escribir poemas, para narrar,

otorgandole la voz al pensamiento. 


Pensar es lo mismo que actuar,

en devenir el pensamiento se hace cuerpo,

lo sensible pronuncia imágenes

y los sentidos inventan la rebelión.


Ha llegado el momento de parar los relojes,

de detener el tiempo y suspender la historia.

La subversión nace de la memoria 

y destruye a los monstruos de la dominación.


 

 



 

 

 

 

 

 

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