Numinosidad

Numinosidad 

 

Sebastiano Mónada

 

 

 




 

 

 

 

 

 

 

 

La luz se abrió camino inventando horizontes,

serpenteante, buscando refugio al atardecer.

Iluminaba la habitación oscurecida por la penumbra.

Afuera, detrás de las ventanas, la luz ígnea,

vestida apenas con tenues cortinas de humo.

La ocupación crepuscular develaba los cuerpos,

adormecidos, extendidos, atrapados en somnolencia,

quizás en sueños inconfesables que perturban el alma.

 

La revelación irradió por dentro, en la intuición sensible,

en la interioridad más íntima, filosofía en poemas inéditos,

en el silencio reflexivo de los huesos, sabios calcinados,

en la cueva acogedora del cerebro, donde se esconden

las sombras de los desaparecidos, exilados y migrantes,

en los recovecos laberínticos de la memoria subterránea.

 

La presencia numinosa de la corporeidad planetaria,

esférica, curvada en su espontánea densidad afectiva.

Hasta entonces escondida, emergida de pronto,

relámpago anticipado, anterior al sonido bravo,

ante el llamado de la convocatoria de los ancestros,

también de los que no han nacido y esperan su turno.

 

Se mostró íntegra y desnuda, niña inocente, viajera,

seductora como diosa antigua, olvidada en el bosque. 

Guerrera y luminosa, armada de flechas cazadoras,

sacerdotisa del fuego, atrapado con la madera seca,

guardada en los aposentos de las tribus nómadas.

 

Señalando los senderos abiertos a machete afilado,

que conducen al paraíso del origen y del fin de los tiempos,

perdido en el camino sin rumbos del desierto móvil, 

al andar sin sentido, ni brujula, ni estrellas orientadoras.

 

Los nudos gordianos se desenredaron de pronto,

ramos primaverales de las festividades cíclicas.

Las encrucijadas se abrieron repentinamente,

mostrando las salidas del laberinto soñado.

Los muros se derrumbaron, barro mojado,

castillos de naipes de los jugadores nocturnos.

Ahora se pude interpretar las cartas del tarot.

 

Ya no hay secretos ni misterios, ni subterfugios.

No hay necesidad de sacerdotes, ni de juristas,

ni de autoridades palaciegas, ni de eunucos melancólicos.

Tampoco de iglesias esmerdas en ceremonias,

que guardan secretos en tablas y en escrituras

e inventan misterios indescifrables postergados,

convirtiéndose en mediadores de la nada.

 

La claridad del agua del manantial fluye donante,

obsequiando su cristalina sabiduria transparente.

resbalando desde las rocas horadadas de la montaña 

hasta las playas doradas que besan los mares,

atravesando valles cultivados y selvas exuberantes,

bañando a su paso los cuerpos sorprendidos,

capturados en la inmediata circunstancia existencial.

 

La luz vibrante ondea navegando al confin de sí misma,

sin encontrar un término pues nuca hubo comienzo, 

tampoco habra fin del los tiempos del universo inconcluso.

La luz responde a la fuga del ensimismamiento plegado

de la incomprensible energía y materia oscura.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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