El ángel vencido
El ángel vencido
(En homenaje a un poema de Juan Perelman
Fajardo)
Sebastiano Mónada
Humus evaporado, trepando
las enredaderas del aire,
araña cristalina, tejedora
de ensueños,
tejido invisible, emboscada
de ángeles y demonios,
enfrascados en lucha
despiadada.
En la penumbra del bosque,
atravesado apenas
por los rayos de la luz
celestial,
un diablo descomunal vence
al ángel bello,
se acerca despacio al
serafín tumbado, herido de muerte.
El querubín espera la
estocada final,
el demonio aproxima su
rostro incandescente
al rostro casto del arcángel
vencido,
en vez de estocada le da un
beso en la boca.
El ángel sorprendido no sabe
si muere de pena o de lujuria.
Hay que saltar el abismo que
separa los territorios del alma,
precipicios y barrancos por
donde caen desperdicios del odio.
Más allá de los tótems y
tabús de los sacerdotes,
que prohíben la alegría y
ponen límites al entusiasmo;
se torturan con disciplinas del
castigo inquisidor,
arrancan de sus espaldas
magulladas
el pecado original, que
retorna después del suplicio.
Hay que abandonar la urbe
abrumada por la contaminación,
invasión pestilente que
arrojan las máquinas de la muerte,
laberinto de calles, rutas
cuadriculadas sin salida,
hospitales de enfermos en el
limbo del desfallecimiento.
Hay que dejar los escudos y
las máscaras que encubren
la multiplicidad de crímenes
de los jinetes del apocalipsis.
Problemas no resueltos en larga
historia bélica del hombre,
macho cabrío rodeado de
fraternidades de eunucos ciegos.
Disfrazados de soldados en
anacrónica guerra desvanecida,
las víctimas son testimonio
elocuente de la hecatombe,
donde los muertos se
preguntan sobre el sentido de su sacrificio,
los heridos intuyen, desde la
mirada dolorosa de sus laceraciones,
que la guerra es un invento
para dar sentido al absurdo,
competencia inútil y
atesoramiento de riqueza de abalorios.
Humanos demasiado humanos,
agobio civilizado,
entierran a sus muertos para
sembrar fantasmas;
los riegan de ritos,
ceremonias y pleitesías;
quieren cosechar los frutos
de la ilusión.
Es la nada, cementerio
terrestre.
Los muertos no encuentran
respuestas a sus preguntas,
eternas en la profundidad
sin fondo del instante.
Fugacidad de cuerpos que
anhelan ser dioses,
cuando apenas son sensaciones
provisionales de creación,
que busca insaciable su
comienzo perdido en sinuosidad,
viaje sin retorno de las
constelaciones en estampida.
El
beso del diablo transformó al ángel y al demonio,
ángel
caído y pez alado, complemento y cópula erótica;
simetría
melódica, dualidad de la explosión inaugural.
Dejaron
las armas de la guerra cosmológica,
interminable
desde el comienzo mismo de los tiempos,
caracol
ensimismado, meditación sumergida al fondo,
raíz
fecunda del esqueleto ambulante,
y del
origen de los espacios, red extensa de sensaciones.
Vuelo
del águila, en el día, de la lechuza en la noche,
cuando
el lobo trovador canta a la luna preñada
y el
mundo medita la curvatura del silencio;
extensión
sin límites en tejidos vibrantes de ondas.
La
pareja se aleja a una isla lejana, perdida en el océano,
sin
nombre; volcánica emerge, aposento de la conciliación.
El
amor se hace atmósfera y el afecto prolifera, sudor de plantas.
El
planeta gira en órbita primorosa, rota en su eje musical;
danza
en la pista honda y cambiante, ballet maravilloso,
composición
polifónica de las aves en la tierra
y de
las galaxias fugitivas nadando en la concavidad
de la
materia silenciosa y la energía oscura.
Potencia
estética de la vida artesana,
alfarera
de las vasijas de barro cosido
y
sentimientos labrados largamente.
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