La minoridad


La minoridad

Raúl Prada Alcoreza











La ilustración o iluminación, en alemán Aufklärung, está asociada con la crítica, en el sentido kantiano. La crítica se realiza respecto al conocimiento, a los límites del conocimiento y lo que puede el conocimiento, sus posibilidades; se trata de colocar al conocimiento en sus condiciones de posibilidad. La iluminación o ilustración tiene que ver con el uso crítico de la razón, aunque también con las condiciones de posibilidad de la razón; pero, sobre todo, con la posición crítica respecto a la gubernamentalidad. Se trata de no dejarse de gobernar, salvo por uno mismo; se diría un autogobierno. A esto llamaba Emmanuel Kant adquirir la mayoría de edad, cuando la única autoridad que se reconoce es la razón. El no querer ser gobernado por una autoridad que no sea la razón equivale, si se quiere, al ejercicio de la libertad. En el transcurso también puede darse el cuestionar la forma de gobierno, que no se considera el del buen gobierno; el buen gobierno vendría a ser el adecuado a lo que se quiere como voluntad propia. Entonces, la crítica del conocimiento se convierte en crítica de la gubernamentalidad.

Para decirlo radicalmente, el no ser gobernado por otro equivale al ejercicio pleno de la libertad; también al ejercicio de la crítica y de la ilustración, de la mayoría de edad. En otras palabras, no ser dependiente, no estar subordinado, ni sometido ni ser sumiso. Podemos decir que aquí radica el problema de la política, de la genealogía política, pues, en la práctica, la política institucionalizada ha generado formas de gobierno en los términos del gobierno de unos, los representantes, sobre los otros, los representados. En consecuencia, se termina aceptando o forzando la aceptación de que la mayoría acepte el gobierno de unos pocos, por más que sean elegidos por la mayoría. Al hacerlo, efectivamente se pone límites a la libertad, así como a la crítica y a la ilustración.

A pesar de que la modernidad reivindica la ilustración como su alborada, la paradoja es que el ejercicio de la modernidad, por así decirlo, pone límites a la ilustración, a la crítica y a la libertad; es decir, al uso crítico de la razón. En consecuencia, la modernidad, a pesar de que reclama la mayoría de edad, como un gran logro de la educción moderna, lo que en efecto termina haciendo es conformar distintas modalidades de minoridad; es decir, de dependencia. Esta situación se agudiza cuando se dan formas de gubernamentalidad que, de manera descarnada, se oponen a la ilustración y a la crítica, al uso crítico de la razón, es decir, a la mayoría de edad. Esto ocurre cuando postulan formas de gubernamentalidad carismáticas, encarnadas en la convocatoria del mito, el caudillo. Esta forma de gubernamentalidad, elevadamente patriarcal, promueve la dependencia en los gobernados, los constituye como sujetos dependientes, los congela en la minoridad.

Si bien las formas extremas de promoción de la minoridad se dan en formas de gubernamentalidad carismáticas, marcadamente patriarcales, la minoridad no deja de promoverse en las formas de gubernamentalidad no carismáticas, vinculadas, por ejemplo, a la democracia formal, a las formas de gubernamentalidad liberal. Entre estas formas de gubernamentalidad que promueven la minoridad, menos evidentes o explicitas, y las otras formas de gubernamentalidad, que también lo hacen, solo que, de una manera descarnada, hay genealogías que las conectan y articulan. El problema que se comparte en ambas formas de gubernamentalidad es que se promueve la minoridad para conformar y consolidar las formas de gobierno.

Al respecto, quizás sea más ilustrativo considerar las formas de promoción de la minoridad en las formas de gubernamentalidad carismáticas, pues en estos casos sobresale de manera explicita la inclinación y la compulsión a la dependencia de los representados. La minoridad es enaltecida como lealtad, fidelidad, incluso, en sus formas más dramáticas, como la entrega incondicional al caudillo o al líder. Las masas encarnan cuantitativamente la voluntad del caudillo; en la convocatoria del mito, en el caudillo, las masas creen encontrar la realización acabada de sus propias voluntades agregadas, convertidas en la voluntad general o la voluntad del pueblo. En estos escenarios políticos se pierde toda posibilidad al uso crítico de la razón, incluso, haciendo uso de términos clásicos, aunque desgastados, no hay condiciones de posibilidad para la formación de la opinión pública. Lo que se impone es el discurso dominante, el discurso de la razón de Estado, que viene a ser, en las formas de gubernamentalidad carismáticas, el culto a la personalidad, la apología del caudillo, convertido en padre de la patria y del pueblo.  El pueblo masivamente se convierte en el hijo o en los hijos demandantes, pero también dependientes y sumisos.

Este es el extremo de la minoridad, cuando su conformación, constitución y consolidación es un hecho masivo, popular. En estas condiciones de posibilidad o, mas bien, dicho de mejor manera, condiciones de imposibilidad históricas, culturales y políticas se da lugar lo que podemos llamar el círculo perverso de la economía política del chantaje. El caudillo chantajea al pueblo y el pueblo chantaje al caudillo con su lealtad. Ambos se comprometen en un laberinto afectivo alterado, que sustituye al ejercicio de la política. La política, como tal, como ejercicio democrático, desaparece, para ser sustituida por el juego enardecido de chantajes emocionales.

Ahora bien, considerando lo que configura la exposición, el esquematismo implícito, que a la vez ilustra y a la vez explica o interpreta el acontecimiento político y el acontecimiento del conocimiento, conformado por las relaciones de fuerza y por la fenomenología de la percepción convertida en fenomenología conceptual, la intensidad del acontecimiento se encuentra en la emergencia de la experiencia social extrema denominada revolución. En este sentido, la revolución expresa la radicalidad de la crítica y la critica radical, la desmesura de la ilustración como acontecimiento de autogobierno; el uso crítico de la razón se involucra creativamente en la realización de la libertad, que es creación. La mayoría de edad o la responsabilidad plena se constituye en la liberación de la potencia social, convertida en autonomía creativa. Sin embargo, teniendo en cuenta la experiencia social en las historias políticas de la modernidad, los desenlaces paradójicos de las revoluciones derivaron en lo simétricamente opuesto al entusiasmo y liberaciones múltiples y creativas de las revoluciones; derivaron en el totalitarismo, usando un término discutible y harto abusado, empero, que puede permitirnos jugar con los contrastes de lo paradójico.

Como hemos anotado varias veces, cuando era menester hacerlo, no recurrimos a las hipótesis triviales o tesis banales relativas a la “traición a la revolución”, argumentaciones que caen en los efluvios de la consciencia desdichada, desgarrada y culpable, acompañada por el espíritu de venganza. Argumentaciones cuya función es la de la catarsis, de ninguna manera la de la interpretación y la explicación, menos la de la reflexión, que abriría puertas a la investigación esclarecedora. Nuestra tarea ha sido encontrar en las dinámicas de la revolución la inmanencia y la inherencia de lo que contiene como espesor complejo de contradicciones. Bajo este enfoque, en Paradojas de la revolución[1], interpretamos los decursos paradójicos de este acontecimiento intenso. Dijimos que las revoluciones, que expresan, en el imaginario radical, la utopía contenida en los anhelos y la potencia social, no dejan de ser eventos singulares de la modernidad, como acontecimiento cultural de la experiencia social de la vertiginosidad desbocada. En este sentido, realizan la tendencia radical de la modernidad, en tanto suspensión de lo dado, así como transformación estructural, institucional y cultural, además de transvaloración de los valores. Todo se desvanece en el aire. Empero, esta experiencia de la vertiginosidad y la suspensión se asienta, arraiga y emerge de un zócalo conservador de la sociedad; de la cohesión social institucionalizada. La utopía no persigue otra cosa que dar lugar, dar nacimiento, a una conformación institucional armónica; es decir, a un equilibrio utópico, que no puede ser otra cosa que la estructura institucional final, última, plena; en pocas palabras, el fin de la historia.

Este anhelo del fin de la historia es conservador, a pesar de sus pretensiones contrarias, revolucionarias. El fin de la historia realizada es el mismo origen de la historia o, si se quiere su previo, la utopía del origen arcádico. En términos de figura filosófica se puede decir que el fin de la historia es el retorno a la matriz añorada en la nostalgia inmensa del sujeto histórico insatisfecho. En este círculo histórico, expresado de varias maneras por la filosofía de la historia, Nos encontramos con la consecuencia histórica-política-cultural corroborada de que la revolución es también la restauración, el retorno al origen conservado en la memoria imaginaria y mitológica.

En este sentido, paradójico, lo revolucionario, es decir, su realización, se complementa con lo más propiamente conservador, el mito del origen. No hablamos aquí de las formas ideológicas conservadoras, menos de sus expresiones “derechistas”, que son, mas bien, formaciones discursivas inconclusas y fragmentarias, además de banales. Hablamos de la conservación como memoria. También las formas ideológicas revolucionarias, las denominadas “izquierdistas”, son también formaciones discursivas y fragmentarias, aunque un poco más elaboradas que las “derechistas”. En este caso, hablamos de transformación como consecuencia de la repetición misma de la conservación, en el juego dinámico integral y complementario entre azar y necesidad. Lo que parece ocurrir que esta proliferación creativa entre azar y necesidad se circunscribe, en los imaginarios sociales, a tramas y narrativas esquemáticas dualistas, imaginarios sostenidos en estructuras y mallas institucionales cristalizadas como fósiles obstaculizadores, opuestos a la creatividad de la potencia social.      

Sobre todo, en lo que podemos reconocer como civilización moderna, con todas sus diversidades singulares concurrentes, la obsesión por los esquematismos dualistas y la fosilización institucional se convierte no solo en un anclaje sino en un peligro, pues ha inhibido la potencia social y ha embarcado la captura de fuerzas sociales en una competencia compulsiva por la dominación, no-utopía, sino idea imposible del poder absoluto. En otras palabras, por esta obsesión labrada, las sociedades modernas se encaminan hacia su propio suicidio.

Podemos decir, especulativamente, interpretando teóricamente, que este decurso histórico de la humanidad se da por el error de confundir el mundo efectivo con el mundo de las representaciones, por confundir los instrumentos que construye con la realización esencial de la humanidad, con los principios y finalidades de la sociedad, cuando solamente son medios provisionales de la sobrevivencia humana; por lo tanto, cambiables y vencibles.

Volviendo a las paradojas de la modernidad, entre las que se encuentran las paradojas de la revolución, la explicación de que la revolución derive en la restauración, por lo tanto, en la expresión política conservadora, contrastante respecto al entusiasmo transformador de la explosión misma de la revolución, puede encontrarse en que sigue siendo un evento histórico.

La crisis, que enfrentan las sociedades modernas contemporáneas, no se circunscriben, como antes, en el imaginario ideológico, en las crisis políticas, sociales, culturales y económicas, sino que las exceden. Se trata de la crisis ecológica planetaria. Las dinámicas complejas de la sincronización ecología planetaria no son interpretables desde la perspectiva histórica; se trata de la simultaneidad dinámica del tejido complejo del espacio-tiempo. Frente a la crisis ecológica, el concepto de revolución resulta altamente reductivo en lo que respecta a las soluciones y reducciones de la problemática y la complejidad.

La respuesta teórica que hemos dado con relación a la crisis ecológica es que las sociedades humanas, si quieren sobrevivir, tienen la responsabilidad de reinsertarse a los ciclos vitales ecológicos planetarios. Esta reinserción exige otra crítica radical, que va más allá de la crítica del conocimiento, de la ilustración, de la interpelación a las formas de gubernamentalidad. La crítica integral y ecológica exige la crítica de la humanidad misma, en tanto economía política que separa humano de no-humano, valorizando lo humano y desvalorizando lo no-humano.

Hay que salir no solo del círculo vicioso del poder sino de la condición humana, demasiado humana. Es menester integrarse a la condición ecológica planetaria, así como a la condición del tejido del espacio-tiempo del multiverso, en sus distintas escalas. Este planteamiento puede aparecer como místico o como relativo a las configuraciones simbólicas de los mitos indígenas del continente de Abya Yala, pero, aparte de los parecidos, lo que parece crucial es que la experiencia de la crisis ecológica no solo devela nuestra vulnerabilidad expuesta, sino que nos muestra lo que somos y estamos más acá y más allá de nuestros imaginarios sociales. Somos singularidades existenciales de la sincronización compleja del multiverso. Planetariamente participamos de la integración dinámica de los ciclos vitales. Para decirlo literalmente, de una manera teatral, nuestro destino está íntimamente ligado a los destinos de los otros múltiples seres que habitan el planeta.

Ya no se trata pues de crítica, que no deja de ser racional, en el sentido del uso crítico de la razón. Ya no se trata de ilustración, en el sentido del cuestionamiento a las formas de gubernamentalidad, ya no se trata de revolución, que es la utopía racional de la idea radical de liberación, sino se trata de la reincorporación del ser humano a su seno planetario.

Apoyando estas elucubraciones interpretativas y críticas, en pleno desborde la crisis ecológica, contamos con las propias interpretaciones de las ciencias físicas, matemáticas, biológicas y ecológicas, en su condición presente, dadas sus propias transformaciones epistemológicas. La mirada micro-biológica nos coloca en la recurrencia de las dinámicas moleculares; la mirada física nos coloca en la relatividad y en la virtualidad cuántica; la mirada ecológica nos coloca en la complejidad dinámica de los nichos y eco-sistemas. Es cuando nos damos cuenta de que no somos los individuos, que creemos ser, sino los nichos ecológicos singulares, las articulaciones multidimensionales de un asombroso multiverso, hecho en distintas escalas integrales. Ante esta evidencia crucial nuestra dramática historia, sobre todo moderna, resulta un anecdotario de pretensiones de las subjetividades humanas, dadas en múltiples historias de las sociedades humanas.  

Nada que se encuentra en el ser humano que no se halla ya en el multiverso, en distintas manifestaciones, asociaciones y composiciones, en diferentes escalas. Nuestro paso en el multiverso es un trazo posible en la multiplicidad innumerable de trazos posibles de las asociaciones y composiciones de las mónadas, en sus distintas escalas. Somos uno de los rasgos de los tejidos complejos del espacio-tiempo en constante devenir. No es que nadie nos va a recordar en la ingratitud y la inmensidad infinita del multiverso, como decía Friedrich Nietzsche lapidariamente, sino que somos huella e información en la memoria compleja y dinámica del multiverso.

Para concluir, en los términos de esta exposición, la minoridad parece congénita a la condición humana, a la finitud del ser humano, a la consciencia de esta finitud, en tanto el ser “humano” no supere esta condición. Cuando deje de ilusionare que es un ser separado de la naturaleza, de la materialidad y energía del universo, cuando comprenda que es parte íntimamente integrante de la naturaleza, de la materialidad dinámica y energética del universo, abandonará espontáneamente esta minoridad para asumir su responsabilidad en el mundo, en el planeta y en el multiverso.



  

 

 

    


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