Las pretensiones del amo que tiene consciencia esclava

Las pretensiones del amo 

que tiene consciencia esclava

 

Sebastiano Mónada






 

¿Cuál es el mensaje de la destrucción sistemática del bombardeo atroz sobre ciudades? ¿La sustitución de Dios? La pretensión de supremacía absoluta es un endemoniado prejuicio de la desolación irradiada. Soledad desplegada en el desierto, prejuicio encubierto con la máscara altanera y el disfraz de exterminador. Se trata de una señal de lo que se quiere hacer para ocultar la disolución que embarga el alma. La señal indica no solamente la amenaza a los demás sino un aviso de lo que viene: El Apocalipsis.

 

Humanos, demasiado humanos; tanto que reducen sus actos espantosos a la altura de sus miserias humanas. Esas miserias, que tienen que ver con las pasiones negativas, combinando de una manera convulsa el odio y el miedo, el crimen y el terror. Por eso, se presentan como los más despiadados, los ángeles exterminadores. No saben que esa manera de proceder es precisamente la manera de deshabitarse, vaciarse de todo contenido, desaparecer.

 

Haciendo un balance de las atrocidades de la historia moderna, podemos decir que los gobernantes, los hombres de Estado, los supuestos representantes del pueblo, los políticos y, también, los empresarios, así como los militares, no han aprendido nada. No conocen los secretos del universo, no develan los misterios del cosmos. Para ocultar su ignorancia elevan a verdad indiscutible sus mitos, sus religiones, sus ideologías. No ofrecen nada esperanzador para el porvenir, salvo el goce inmediato, presente, del instante de su vociferación angustiada, que se expresa en guerra despiadada contra los enemigos, que no son otra cosa que sus propios fantasmas.

 

Las víctimas se han convertido en verdugos. Ese es la dialéctica perversa de la modernidad tardía. De manera inconciente repiten lo que les han hecho sus verdugos del pasado. Quieren enseñorear sobre el mundo haciendo desaparecer a las poblaciones de su entorno. Quieren quedar solos en el mundo. Esa es una manera extraña de habitar el planeta, de inventarse una tierra prometida, que no es otra cosa que el desierto metafísico en el desierto real. Responden a la genealogía de la colonización, conquista, destrucción, etnocidio y genocidio.

 

No son nómadas, ni beduinos, ni bereberes, tampoco aventureros que recorren los circuitos que configuran a su paso. Se han convertido en los reiterados sacerdotes inquisidores de una religión anacrónica, que sólo practica una minoría de una de las tantas fraternidades masculinas, que se inventaron el templo, el Estado. Imitando escrituras anteriores a ellos, plagiando tramas y mitologías, que les antecedieron, dando otros nombres y titulando de otra manera antiguas narrativas. Iniciando, de este modo, la genealogía de las religiones del desierto, todas apócrifas, copias de los imaginarios maravillosos de la antigüedad.

 

Ahora, en un ahora incierto, indeterminado, sin horizontes, un ahora que se hunde en sí mismo, en su propia angustia, quieren detener el tiempo. No como Walter Benjamín, para realizar la utopía mística de la revolución, sino para petrificarla en un gigantesco cementerio donde los muertos no hablan.

 

Los pueblos y la sociedades observan, un tanto atónitos y otro tanto indiferentes. Lo que ya es una muestra de su propia defección. Han renunciado a vivir, han renunciado a la vida, han renunciado al porvenir, se han decidido por la esclavitud propia, por la enajenación insólita de ciudadanos, que pretenden ser modernos cuando son una caricatura de lo más mediocre de la antigüedad.



 

 

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