La condena del Leviatán

La condena del Leviatán

 

Sebastiano Mónada 

 

 


 


 

 

 

 

El monstruo vocifera atrozmente, 

abriendo boquetes en la atmósfera saturada,

Una niebla gris oscurece el paisaje de ruinas 

y escombros, tenebrosas figuras del crepúsculo.

 

El fuego consume las entrañas convulsas de la urbe.

Herida se bambolea en las calles destrozadas,

agitando multitudes enardecidas que se rebelan

contra el oprobio del despotismo anacrónico.

 

Huestes de verdugos persiguen a sus víctimas,

disparan su veneno asfixiante a quema ropa.

Iracundos golpean las puertas del infierno;

se abren destrozadas por la furia desbocada.

 

El castigo se desparrama en la ciudad invadida.

Se defiende con todas las fuerzas convocadas

en la emergencia del ataque sanguinario 

de los retornados jinetes del Apocalipsis.

 

Arden los edificios como antorchas del Averno,

iluminando en la oscuridad ciega, amenazante 

de muerte encubada en las heridas del pueblo.

Arden como soles en el desierto de dunas, 

hecho de polvo dinerario que simula el oro.

 

Los gritos de  angustia se esparcen en el aire embriagado.

Saturado de contaminaciones acumuladas en décadas.

Bandas de pájaros heridos mortalmente, buscando 

trepar más allá de las nubes siniestras de la tormenta,

para mirar por última vez el horizonte que agoniza.

 

Los niños lloran asustados detrás de las ventanas enmohecidas,

ven caer degollados a los que deambulan en las calles.

Sombras dilatadas en las paredes de las casas indefensas 

y en el asfalto de las avenidas calentadas como río de lava.

Mientras los demonios desatados se solazan en el martirio.

 

En las pantallas se evidencia la crónica de la muerte anunciada. 

Hablan los grotescos jueces corroídos por el odio galopante, 

fluyendo raudamente por sus venas enloquecidas y enfermas.

La estridencia sonora rompe los tímpanos ensordeciendo.


Los citadinos escuchan atónitos la profusión de condenas,

alaridos que cortan las brisas cenicientas como sables

ensangrentados por la matanza perpetrada en la incursión

mercenaria de los guardianes del caudillo déspota.

 

La guerra declarada por los funcionarios del saqueo

ha estallado, demoliendo todo porvenir que germina.

El tiempo se detiene, suspendido en torbellino bélico,

se hunde en el fragor delirante de los asesinatos.


Los cadáveres se amontonan como  pesadillas 

Mientras sus deudos esperan agobiados enterrarlos

durante la tregua lograda por el cansancio.

No habrá paz mientras viva el Leviatán senil.

 

Una tenue y timorata esperanza aparece anunciada

en las lágrimas de las mujeres que se vuelven armas.

Símbolo encarnado del entramado comunitario,

de los bienes comunes y de la vida proliferante.


Se prepara el combate contra el Leviatán delirante.

Condenado a morir después de su ciclo perverso.

Dominio patriarcal de sacerdotes estériles, 

seguidos por eunucos que entregaron sus órganos,

y de anacrónicos ideólogos del oscurantismo moderno.

 

 

 

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