Decadencia y círculo vicioso del poder
Decadencia y círculo vicioso del poder
Raúl Prada Alcoreza
No se encuentra en las ideas el secreto de la
política, las ideas legitiman las acciones, aunque éstas no se correspondan con
las ideas. No es que el secreto se encuentre en las acciones, o en el tipo de
formato que siguen las acciones, sino, por así decirlo, en el consabido
lenguaje estructuralista, en las estructuras
subyacentes que rigen las acciones, aunque las acciones mismas puedan
escapar intermitentemente a las estructuras
estructurantes. Sin embargo, las ideas juegan un papel, fuera del relativo
a la legitimación o de ungir
discursivamente a la política; el papel de las ideas en la política es de hacer
de dispositivo expresivo que acompaña
a las acciones. Las acciones adquieren una tonalidad evocativa, cobrando la
elocuencia de la gramática del lenguaje, habiendo sido parte de la gramática
material de las prácticas.
Lo que hemos venido denominando poder, con las distintas connotaciones y
las denotaciones que le atribuye la teoría critica y la crítica genealógica,
es, como dice Michel Foucault, un ejercicio;
es más, se trata de un conglomerado de efectuaciones, por medio de las cuales
se ejercen las dominaciones polimorfas. El poder
no solo se corresponde con estructuras
subyacentes de dominación, cristalizadas en las subjetividades y en las
instituciones, sino que se expande como campo
de fuerzas, campo que define sus distribuciones, sus cartografías, sus
tendencias y sus conformaciones duraderas. Pero, el poder no solo queda definido en el campo o campos de fuerzas
que configura, sino que se convierte en sociedad
institucionalizada. Este es el nivel de institucionalización del poder,
también el nivel de socialización del poder. Es así como el poder adquiere capacidad de reproducción; el poder se reproduce a través de las mallas institucionales, a través
de las prácticas reiteradas en la sociedad institucionalizada, reconfigurándose
a través del campo de fuerzas que lo
sustentan.
El problema del poder es que no puede reproducirse
indefinidamente, como ocurre con las reproducciones
biológicas, no solo porque requiere de las condiciones
de posibilidad institucionales y sociales, además de las composiciones
subjetivas logradas, sino porque no funciona, como en biología, a través de los
programas genéticos, que tienen su propia autonomía,
por así decirlo, y capacidad creativa. El poder
funciona comunicativamente; se presenta a la sociedad con el esplendor de la formación discursiva y de la formación ideológica; busca, en
principio, convencer y adquirir legitimidad
en la opinión pública. Empero, como el convencimiento exige, como en las
antiguas reglas de la retórica, la empatía, la formación ideológica no perdura. La opinión pública es exigente, es
más, requiere de su propia participación en la construcción del consenso. En
consecuencia, al no poder aceptar este ejercicio democrático, el poder se traslada al ámbito de la
propaganda, es decir, del montaje, de la simulación, del impacto, para lograr
incidir en los comportamientos de la opinión pública, de la población que nace
de sociedad. Cuando esto ocurre, se abandona propiamente el ejercicio
democrático; es sustituido por el engatusamiento del impacto comunicativo, más
tarde, por la economía política del
chantaje.
El poder
adquiere distintas formas histórico-políticas,
conocidas en la experiencia social, descritas por la historia política y las
ciencias sociales. El análisis político se ha perdido y dejado atrapar por
estas formaciones políticas,
olvidando que estas formaciones no son otra cosa que efluvios de las dinámicas inherentes de las máquinas de poder, que responden a estructuras subyacentes. En otras
palabras, en la sencillez de los esquematismos, las formaciones políticas liberales y las formaciones políticas socialistas, aunque se distingan en sus
discursos, en la ideología, incluso en los estilos de gubernamentalidad, no
hacen otra cosa que reproducir las dominaciones polimorfas, que pueden adquirir
recomposiciones, dependiendo de las correspondencias que se dan entre las formaciones sociales y las formaciones políticas. Lo mismo pasa
con las formaciones populistas, en
contraste con las formaciones
neoliberales; son distintas versiones histórico-políticas-ideológicas del ejercicio del poder. Lo que hay que
atender, para comprender el funcionamiento del poder, es precisamente a lo que hemos nombrado estructuras
subyacentes, los campos de fuerzas,
las mallas institucionales que hacen a la sociedad
institucionalizada, los esquemas de comportamiento social y los esquemas
prácticos.
Al parecer se han agotado los recursos de la reproducción del poder, primero, sus actos de convencimiento, después, su acción
de comunicación propagandística, para concluir con el agotamiento de sus formas
de convocatoria institucionales, las cuales se deformaron en formas clientelares, retornando a los
perfiles descarnados del ejercicio del
poder, la recurrencia a la violencia desnuda. Incluso se habría agotado
este recurso intermitente de la violencia descarnada. Entonces, al parecer, el poder se encuentra en plena crisis
estructural, ya no puede reproducirse, salvo virtualmente.
La historia
de las formaciones políticas parece
reiterativa; hay regularidades recurrentes sorprendentes, no atendidas por las
ciencias sociales. Una de estas, mencionada varias veces por nosotros, es que
el decurso romántico de la política en la modernidad, que tiene como epicentro
a la revolución, repite una
fatalidad, por así decirlo; las revoluciones
cambian el mundo, pero, se hunden en sus contradicciones. Las revoluciones, después de los primeros
cambios, restauran lo que derribaron, claro que en otras condiciones y
situaciones[1].
Los revolucionarios están demás una vez que se toma el poder; se requiere de
funcionarios. Por el otro lado, las formas
liberales, que también tienen una revolución
como antecedente, que intentan prolongar como república la institucionalidad de
la democracia formal, logra conformar un Estado de Derecho, incluso una malla
institucional estable, empero, en la medida que el ejercicio democrático exige
consensos sociales y participación, la institucionalidad se va convirtiendo en
un referente, que no se cumple plenamente, y el Estado de Derecho queda
petrificado como ideal jurídico-político,
sin poder realizarse, como corresponde. Los Estado liberales ingresan también a
las contingencias de la crisis; sus mallas institucionales son atravesadas por
las formas paralelas del poder, las
instituciones se corroen y se termina haciendo política de una manera también
demagógica.
En consecuencia, no parece adecuado tomar en
serio las delimitaciones ideológicas, como si las formaciones políticas fuesen irreconciliablemente antagónicas, mas
bien, desde la perspectiva compleja,
se las puede considerar complementarias, en un largo plazo, inclusive mediano,
dependiendo de las circunstancias. Se trata entonces de formaciones políticas complementarias en lo que respecta a la reproducción del poder. Por lo tanto,
los referentes del análisis político no parecen adecuados; por ejemplo, en los
más conocidos y usados trilladamente, como el relativo al esquematismo dualista de “izquierda” y “derecha”. Como dijimos
antes, el liberalismo hace hincapié ideológicamente en el ideal de la libertad, en
tanto que el socialismo lo hace en el ideal
de justicia; empero, no hay que olvidar que el acto inicial ideológico y
político, más bien, expresaba ambos ideales de manera conjunta e integrada;
esto se dice en el conocido slogan de la revolución francesa de libertad, igualdad, fraternidad, también
de solidaridad. Se puede interpretar
que lo que pasa después corresponde a una escisión arbitraria de tales ideales.
En otras palabras, tanto el socialismo como el liberalismo tienen la misma
raigambre en el nacimiento de la política
en la modernidad. En una arqueología de
la ideología podemos encontrar que la oposición y hasta el antagonismo
político entre socialismo y liberalismo se debe a la diferenciación entre los
ideales de libertad y justicia, como si fueran disociables. Desde este punto de
vista, la formación discursiva liberal
y la formación discursiva socialista
se conforman sobre la base de la desintegración de la utopía política moderna inicial. Asombrosamente ocurre como lo que
ocurre con las religiones monoteístas, que tienen como nacimiento enunciativo y
simbólico la abstracción de lo Uno o la Unidad arcaica, que proviene de la
filosofía antigua, aunque también de la narrativa religiosa zoroástrica. La
religión de jehová, la religión judía, se escinde en la religión cristiana y
más tarde en la religión musulmana. Aunque ciertamente, la escritura sagrada va
a transformarse y llegar a plasmarse de manera distinta, estableciendo
diferentes convocatorias religiosas, pasando de la convocatoria al pueblo
escogido por Dios a la convocatoria a todos los pueblos del mundo, universalizando
la salvación y el privilegio de ser hijos de Dios. Lo que se repite entonces,
tanto en la historia de la religión como en la historia de la política, es la
diferenciación de los desplazamientos narrativos y simbólicos, también
imaginarios, respecto de su substrato
religioso cultural, en un caso, político cultural, en el otro caso. Visto el
asunto de esta manera, podemos también conjeturar que el substrato de la ideología se encuentra en el imaginario religioso,
por lo tanto, el substrato de la
política se encuentra en la religión.
Habría que tener una mirada circular y no
lineal para acercarnos a la comprensión de lo que decimos o, si se quiere,
mejor una mirada en espiral. Las formaciones
políticas son recurrentes, se enrollan sobre sí mismas, como repitiéndose,
aunque en cada argolla aparezcan distintas. Es más, reproducen los ejes
vernáculares del poder envolviéndolos con las formas nuevas que adquieren los
ejercicios del poder en la
modernidad. La forma descarnada del poder
como despliegue desnudo de la violencia reaparece en los momentos de crisis de
la institucionalidad del poder o del poder institucionalizado. Desde esta
perspectiva no es sorprendente que en la etapa tardía de la modernidad los
Estados recurran de manera acuciosa, en momentos de emergencia, a la violencia
descarnada, a la represión desnuda, incluso, de manera secreta, a la
proliferación de la tortura. En esto comparten las distintas formaciones políticas, tanto liberales,
socialistas, neoliberales, progresistas. No se distinguen en el recurso de la
violencia desnuda en momentos de emergencia y de crisis.
En la perspectiva histórica, que no deja de
ser lineal, aparecen secuencias que muestran una sustitución de distintas
formas de gobierno, que, a la larga, la narrativa de la historia las presenta
de una manera “evolutiva” o progresiva. Sin embargo, recientemente, en la historia reciente, no parece
corroborarse la hipótesis evolutiva, pues asistimos a la decadencia política, en todas sus formas de gubernamentalidad desplegadas. La historia política narra
las contingencias y los conflictos políticos como oposiciones y antagonismos
ideológicos; la versión marxista, como lucha de clases. Sin embargo, cuando los
enemigos comienzan a parecerse en sus acciones, incluso en sus comportamientos
respecto del poder, se hacen notorias
sus aproximaciones, relativizándose sus diferencias. Uno de los temas presentes
compartidos es el relativo a la perdurabilidad. Las estrategias de poder
apuntan a prolongar la perdurabilidad de la forma de gobierno. Para lograr este
objetivo recurren a los más antiguos métodos del chantaje, de la coerción, del
engaño, de la simulación. Su propia ideología es desvalorizada o convertida en
mero recurso retórico; ya no interesa que se cumpla el ideal, sino que lo primordial se vuelve el permanecer en el poder o
preservar la forma de dominación estatal. Es cuando el Estado se propone
controlar a la sociedad por medio de la saturación comunicativa; ya no es la
ideología, que era el instrumento de convocatoria y convencimiento político, el
mecanismo primordial de la movilización, de la convocatoria y de la legitimización, sino son los medios de
comunicación, informáticos y cibernéticos, los mecanismos fundamentales del
espectáculo político.
Se puede decir que asistimos a la
generalización de la decadencia en
todos los campos de los espesores
sociales. Particularmente, ahora, en este ensayo, queremos hacer hincapié
en la decadencia política. La
competencia política en la actualidad se caracteriza por el despliegue
espectacular de los montajes mediáticos; el debate ideológico prácticamente ha
desaparecido. Lo que importa ya no es convencer, ya no exactamente convocar,
sino hacer creer, impactar, inhibiendo la capacidad de respuesta de la gente,
sobre todo inhibiendo su facultad de raciocinio.
Los gobiernos no se llegan a distinguir por los programas diferenciados, pues
no hay tal diferencia, pues en el fondo responden a la continuidad variada del
modo de producción capitalista y de la geopolítica del sistema-mundo moderno.
En todo caso se diferencian por las siglas que componen al gobierno de turno.
Más parece una competencia de grupos de poder, de clanes, que de proyectos de
poder.
La decadencia
política se hace patente en la recurrente repetición de lo mismo, de las
mismas prácticas, aunque vengan acompañadas por distintos discursos y
diferentes personajes. La imaginación política brilla por su ausencia. Es más, recientemente, han aparecido y
proliferado personajes inclinados a la apoteosis de la extravagancia exaltada
de la provocación verbal. El teatro
político se ha convertido en comedia banal, pero que usa grandes escenarios
y difunde su trivialidad mundialmente a través de los medios de comunicación
masivos. Estos personajes pueden emitir un discurso conservador o, en
contraste, un discurso progresista; lo que menos importa es esto, lo que
destaca es el estilo grandilocuente y la encarnación carismática de la
política. Cuando los partidos políticos, cuando las ideologías, ya nada tienen
que decir, pues están vacíos, el sistema político recurre a estrafalarios
personajes, por lo menos para llamar la atención o para sacar de quicio al
adormecido trámite político. El sistema político se ha topado con sus propios
límites, entonces retrocede hasta la comedia e incorpora comediantes para
mantener en vilo a los votantes.
El círculo
vicioso del poder es la figura que expresa ilustrativamente esta reproducción recurrente de las
dominaciones, que se realizan a través de las distintas formaciones políticas, adquiriendo, cada una de éstas, un perfil diferente
del mismo substrato histórico-social-político-cultural. La
configuración del círculo vicioso
dibuja el fenómeno de la reiteración y el dilatado desgaste del ejercicio poder; también otorga imagen a
la rotación de formas de
gubernamentalidad que, a pesar de sus contrastes, repiten las regularidades
de las dominaciones. Sobre todo, reproducen la economía política del poder, que separa poder de potencia,
valorizando la expropiación abstracta de las fuerzas por parte del poder, respecto de la dinámica concreta de las fuerzas
sociales, inventivas y creativas, valorizando lo abstracto, desvalorizando lo
concreto, como en toda economía política.
Reproduce la economía política del
Estado, que separa Estado de sociedad, valorizando la síntesis política abstracta de la pluralidad social, desvalorizando
las dinámicas moleculares sociales. Que
reproduce la economía política de la
representación, separando representación
del referente concreto de lo representado,
valorizando la delegación y representación, desvalorizando la praxis
democrática. El círculo vicioso del poder
funciona a través de estas economías
políticas, que enajenan las formas de
la potencia social, capturando parte de sus fuerzas, para reutilizarlas
institucionalmente contra la potencia
creativa de la vida.
Enfocando cartografías nacionales, se
encuentran recorridos singulares de los círculos
viciosos del poder particulares. En Bolivia el círculo vicioso del poder arranca con las oleadas de conquistas y
las oleadas de colonización en los territorios del Collasuyo, parte
constitutiva del Tawantinsuyo. El substrato
del círculo vicioso de poder es colonial,
como en el resto del continente. El poder que se instaura es colonial, es
decir, que se basa en el derecho de conquista, derivado de la guerra de
conquista; por lo tanto, en la diferenciación de conquistadores y conquistados;
en los términos del lenguaje institucional del virreinato, en la diferenciación
entre españoles e indios. El poder
colonial adquiere institucionalidad en las administraciones que se
implantan; la legalidad del poder colonial se basa en la delegación soberana
del rey al virrey y, después, en la delegación de éste a sus subalternos. En un
momento de crisis, sobre todo por la desbordante disminución de la población
nativa, por presión de parte de la iglesia, se promulgan los “derechos de los
indígenas”, considerados vasallos de la corona. Estos derechos se hallan
inmersos en las Leyes de Indias o Derecho Indiano. Se
trata de un derecho esencialmente evangelizador, un derecho
asistemático, un derecho casuístico, un derecho en que tiende a predominar el
derecho público por sobre el derecho privado, una tendencia asimiladora y uniformista, un derecho
que tendía a la protección del aborigen, un derecho fundamentado en el Principio
de Personalidad del Derecho, un derecho íntimamente ligado a la moral cristiana
y al Derecho natural. Sin embargo, a pesar de las
Leyes de Indias, lo que preponderó fue la facticidad de las prácticas de los
conquistadores, de la burocracia colonial, de los propietarios de minas y de
haciendas. En pocas palabras, el derecho indiano no se cumplió a cabalidad,
distorsionado por el ejercicio efectivo de las dominaciones concretas.
Nacimiento
político con carencias estructurales
El nacimiento de la república patentiza las carencias estructurales de su
conformación. Se derrumba, más temprano que tarde, el proyecto, primero de
Tupac Amaru, después de Simón Bolívar; en un caso, de la gran patria que se
extiende desde el Pacífico hasta el Paititi, pasando por la región andina; en
otro caso, el proyecto de la Gran Colombia. Conspiran contra este proyecto de
lo que se conoce como la Patria Grande las oligarquías regionales, las cuales
se circunscriben a los límites de sus haciendas y sus minas, renunciando, de
entrada, a las condiciones de posibilidad históricas de la organización,
estructuración e institucionalidad política de largo aliento. Estas
limitaciones y mezquindades de casta van a repercutir en las historias singulares
de los Estado-nación conformados, calificadas como “republiquetas”. Los primeros periodos de la república van a
manifestar los dramas políticos de una gran inestabilidad.
Después de la guerra de la independencia, el
derecho colonial fue sustituido por el derecho liberal, que fue armándose de a
poco, a partir de la promulgación de la Constitución. Sin embargo, el régimen
liberal se conformó de manera restringida, manteniéndose fuera los derechos de las naciones y pueblos
indígenas. En pocas palabras, en un principio, más o menos prolongado, los
pueblos indígenas se mantuvieron fuera de la república, como si no existieran.
El régimen liberal solo se conformó en las poblaciones criollas y mestizas. En
comparación, las Leyes de Indias fueron más inclusivas que las leyes liberales
criollas. Pero, compartieron la diferenciación colonial inicial, entre “blancos”
y “mestizos”, por un lado, e “indios”, por otro lado. Lo que muestra la
evidente herencia colonial del liberalismo criollo. Este liberalismo, sin
sostén institucional, deriva rápidamente en la crisis temprana de la república.
Como contrastando la propia declaración de la
independencia, la república flamante se sume en una crisis política crónica; el
motín se convierte en la expresión facciosa de la crisis. Los primeros cincuenta
años de la República se caracterizaron por la inestabilidad política, por
constantes amenazas externas, que ponían en riesgo su independencia, soberanía
e integridad territorial. Simón Bolívar abandona la presidencia en 1826,
cumpliendo como tal un lapso corto en ejercicio. Nombra al Mariscal Antonio
José de Sucre presidente de la República. El Estado-nación de Bolivia
estuvo sometida a amenazas desde un principio; en 1825, el Imperio
del Brasil invadió el oriente del país, ocupando la provincia de Chiquitos.
En respuesta, el Mariscal Sucre envió una carta al Emperador
del Brasil pidiendo que dejen la ocupación; el ejército invasor
vuelve a su país. Antonio José de Sucre gobernó hasta 1828, año
aciago, cuando una secuencia de revueltas y conspiraciones le hicieron
renunciar al mando presidencial. Como condena, perfilando el destino del
Estado-nación de Bolivia, declarada “hija del libertador”, las invasiones continuaron
su decurso anexionista; se produce la invasión de tropas peruanas de 1828,
lideradas por Agustín Gamarra, cuyo objetivo principal era forzar la
salida de las tropas de la Gran Colombia. El conflicto bélico terminó con
el Tratado de Piquiza; dándose lugar a la retirada peruana de territorio
boliviano, empujando a la renuncia del presidente Sucre; buscando la
instauración de un gobierno opaco, alejado de la irradiación del libertador.
Ante este
panorama turbulento, amenazante, dibujado por facciones en pugna, se busca una
solución, salir de la dramática crisis inicial de la república; en 1829
fue nombrado presidente el Mariscal Andrés de Santa Cruz y Calahumana por la
Asamblea Nacional. Andrés de Santa Cruz se destaca por lograr una relativa
estabilidad política, además de demostrar su destreza como estadista, convirtiéndose
en un constructor de aquella institucionalidad en ciernes. En la
historiografía, se lo califica como forjador, también como artífice de la inicial
organización del Estado-nación; entre sus gestiones se puede señalar la reforma
y reorganización del ejército, incorporando una concepción militar napoleónica. El
país vecino, el Perú, también sufre las contingencias y avatares del nacimiento
vulnerable de la república; el presidente Luis José de Orbegoso y Moncada Galindo solicita
ayuda al Mariscal Santa Cruz, buscando restablecer el orden en su país. El
ejército boliviano ingresa a territorio peruano, derrota a las tropas del
sublevado Felipe Salaverry. En estas condiciones histórico-políticas críticas
se conforma la Confederación Perú-boliviana, que inicia su breve vida
en 1837, nombrando al Mariscal Santa Cruz como su Protector. La
Confederación Perú-boliviana se constituyó con los estados Nor peruano,
Sur peruano y Bolivia.
Como se sabe, la Confederación Perú-boliviana no logra consolidarse, pues tiene
que enfrentar el desacuerdo de otros Estado-nación en concurrencia. El Estado
de Chile y la Confederación Argentina, además de peruanos contrarios a la
Confederación Perú-boliviana, se levantan en contra. Entre 1837 y 1839, se
da lugar la guerra contra la Confederación Perú-boliviana. A pesar de que
se comienza con victorias del ejército confederado peruano y boliviano, frente a
la invasión argentina y chilena, ocasionando la retirada de estas fuerzas,
ratificando su derrota con la firma del Tratado de Paucarpata, las consecuencias
de la victoria no duran mucho. La guerra vuelve a darse, el Ejército Unido
Restaurador, compuesto por chilenos y peruanos contrarios a la
Confederación Perú-boliviana, reinicia la conflagración; en la Batalla de
Yungay el ejército confederado es derrotado, con lo que se deriva en la
disolución de la Confederación Perú-boliviana, disolución acaecida en 1839,
conllevando, además, el derrocamiento del Mariscal Andrés de Santa Cruz y
Calahumana.
Haciendo el
recuento de esta guerra contra la Confederación Perú-boliviana, las tropas del
gobernador de Buenos Aires Juan Manuel de Rosas también intervinieron
contra la Confederación; la consideraba refugio de sus enemigos políticos,
los unitarios, así como de los caudillos de la guerra gaucha contra la
oligarquía del puerto de Buenos Aires. El general boliviano, de origen alemán, Otto
Philipp Braun concentró tropas en Tupiza; a fines de agosto de 1837 ingresó
en la Provincia de Jujuy. El ejército confederado logra varias victorias,
llegando a ocupar sectores fronterizos de las provincias de Jujuy y Salta;
mediante contraataques argentinos, estos invaden territorio de la Confederación.
El ejército argentino fue derrotado en la Batalla de Montenegro. El 22 de
agosto de 1838, las tropas argentinas se retiran, después de los eventos dados
en Yungay; con esta victoria se pone fin a la guerra[2].
Con la
desaparición de la Confederación Perú-boliviana, el Estado-nación de
Bolivia ingresa al derrotero de una continua crisis política, particularmente expuesta
a enfrentamientos políticos entre partidarios y contrarios de la unión con
el Perú. El presidente peruano Agustín Gamarra, partidario de la
anexión de Bolivia al Perú, promueve la invasión de territorio boliviano,
llegando a ocupar varias zonas del Departamento de La Paz. Ante esta emergencia,
se convoca a la unidad para enfrentar la guerra; se otorgan los poderes del
Estado a José Ballivián
y Segurola.
El 18 de noviembre de 1841 se dio lugar la Batalla de Ingavi, en
la pampa altiplánica, en las proximidades de la población de Viacha, el ejército
boliviano derrota a las tropas peruanas de Gamarra, que muere en plena
batalla. Una vez terminada la batalla de Ingavi, tropas de la Segunda División
boliviana, al mando del general José Ballivián, ocupan el Perú,
desde Monquegua hasta Tarapacá. Estallan diversos frentes de lucha en el
sur peruano. En ese contexto, el Ejército boliviano, no concontaba con tropas
suficientes para mantener la ocupación. En la batalla de Tarapacá,
montoneros peruanos formados por el mayor Juan Buendía, derrotaron el 7 de
enero de 1842 al destacamento dirigido por el coronel José María García, que
muere en el enfrentamiento. Las tropas bolivianas desocupan Tacna, Arica y
Tarapacá en febrero de 1842, replegándose hacia Monquegua y Puno.
Los combates de Motoni y Orurillo expulsan a las tropas bolivianas,
que inician posteriormente la retirada, dejando la amenaza de una invasión. Como
consecuencia de estos eventos se firma el Tratado de Puno[3].
Luego de la disolución de la Confederación, el
general José Ballivián reunió a todos los contingentes rebeldes, logrando
hacerse proclamar presidente de la República. En 1841 había tres
Gobiernos; uno legítimo, en la ciudad Sucre, presidido por José
Mariano Serrado, que suplía al Mayor General José Miguel de Velasco
(1839-1840), oriundo de Santa Cruz de la Sierra, quién estuvo varios años
exiliado en Argentina. Los otros dos gobiernos resultaban ilegitimos, el de la
Regeneración en Cochabamba, y el del general José Ballivián en La
Paz. Ante el peligro de la invasión de Agustín Gamarra, el pueblo
boliviano se unifica, reuniéndose alrededor del general José Ballivián; los
bolivianos se alistaron en el ejército, situándose la tropa en las llanuras de
la altiplanicie de Ingavi. Antes de la batalla, en comparación, era más
numerosa la tropa peruana, empero, la inferioridad numérica de la
infantería boliviana fue compensada por un nuevo tipo de fusil, adquirido
recientemente de Europa, conocido popularmente como "hannoveriano";
este fusil poseía un proyectil ajustadamente calibrado, pudiendo disparar al
mismo tiempo pequeñas balas esféricas. Las tropas de José Ballivián se
encontraban en el frente, en condiciones de inferioridad numérica, además de
adolecer de poca experiencia militar, enfrentándose a las tropas veteranas de
guerra al mando de Agustín Gamarra; en ese momento ingresó un ejército numeroso,
comandadas por el veterano de guerra Mayor General José Miguel de Velasco,
quién, sin embargo, había concurrido a La Paz para efectuar un golpe de Estado,
buscando retomar de esta manera la presidencia. En las circunstancias del
eminente conflicto bélico, depuso sus pretensiones políticas, en cambio,
condujo a los veteranos de guerra al campo de batalla; con lo que el ejército
boliviano se vio fortalecido[4]. El 18
de noviembre de 1841, en los campos de Ingavi, cerca de la población de Viacha, en
el Departamento de La Paz, se inició la batalla en un día totalmente
nublado, en un paisaje colorido por un arco iris, en un campo
completamente lleno de lodo, abrumado por charcos de barro. Cuando estalló
la batalla fracasó el envolvimiento efectuado por las tropas peruanas, el general José
Ballivián lanzó su ataque, haciendo sentir los efectos de los nuevos
fusiles. En la refriega muere Agustín Gamarra; la noticia se esparce, cunde la
confusión, el desconcierto y la desmoralización en las tropas peruanas; la
batalla concluye con la victoria boliviana[5].
En el decurso de la sinuosa historia política
boliviana de aquél entonces, José Miguel de Velasco Franco asumió por cuarta vez el gobierno; le sucedieron
una secuencia de gobiernos militares. El más connotado es el gobierno populista
de Manuel Isidoro Belzu, que gobierna entre 1848 y 1855. En
septiembre de 1857 una revolución otorga el mando presidencial a un
civil, José María Linares Lizarazu; en cuyo gobierno se redujo el poder
del ejército para que no urdiesen nuevas revueltas. Linares introdujo reformas
en la organización judicial y administrativa del Estado; por ejemplo, gracias a
gestiones gubernamentales se publicó el primer mapa de Bolivia el año 1859,
diseñado por Lucio Camacho, con base en datos aportados por los
generales Mariano Mejia y Juan Ondarza. En 1861 fue derrocado Linares
por un golpe de Estado; le sucedió José María Achá, uno de los miembros
del triunvirato que encabezó el golpe de cabeza. Este presidente dictó la Ley
de Imprenta, implantó el servicio de correos con el uso de estampillas; en
el ámbito administrativo de la geografía política fundó la población de Rurrenabaque.
En el año 1864 un nuevo golpe militar interrumpió el inestable campo
político; tomó el poder el controvertido e impulsivo Mariano Melgarejo. Su
gobierno, si es que se puede decir que lo hubo, ocasionó grandes pérdidas
territoriales para el Bolivia. Disposiciones arbitrarias e irrazonables derivaron
en inconvenientes acuerdos con el Estado de Brasil y Estado de Chile, perdiendo
Bolivia grandes extensiones de territoriales[6].
Como se puede
ver, en esta brevísima descripción de un acontecer político a la deriva,
asistimos a la dramática historia política, que nace prematura, con una
república expuesta y vulnerable, que no logra asentarse ni erigirse como tal.
Faltan las condiciones de posibilidad histórico-políticas para su edificación.
En estas circunstancias estamos ante ejercicios de poder contingentes e
improvisados; en el mejor de los casos, apropiados y estratégicos, pero que son
interrumpidos por la sedición de caudillos locales y “bárbaros”. Se puede decir
que lo que se patentiza es un vacío político, que trata de ser llenado por
incursiones punitivas de motines y facciones. Si bien este vacío político se
prolonga hasta la Guerra Federal (1899), pareciendo resolverse con el régimen
liberal que se implanta, mediante elecciones circunscritas, lo que se trasluce
después, en toda la periodización liberal, hasta la revolución nacional de
1952, es que el vacío político subsiste, de manera latente, manifestándose en las
turbulencias de las crisis políticas intermitentes del régimen liberal.
Desde esta
descripción sucinta de la eventualidad política en una formación social-política singular podemos sugerir un modelo
esquemático de lo que podemos llamar la carencia
política, entendiendo carencia en el sentido de ausencia de legitimidad, aunque también falta de
institucionalidad estructurada y materializada. Como acabamos de decir la carencia política se patentiza por la
ausencia de legitimidad, así como por
la falta de institucionalidad estructurada y por la inhibición de su
realización material. La ausencia de legitimidad
se evidencia en la disminuida convocatoria, también en la escasez absoluta de
consensos. En otras palabras, en la oquedad ideológica; no hay ningún esfuerzo
por el convencimiento masivo, salvo los prejuicios de casta, que cohesionan a
los grupos y clanes en disputa de la oligarquía regional. La falta de
institucionalidad se manifiesta en la desmesura de la pretensión jurídica, la
Constitución, respecto a la escaza edificación institucional, la que, mas bien,
brilla por su ausencia o es endémica. En estas condiciones de imposibilidad histórica-políticas la crisis inicial del
Estado-nación en gestación se manifiesta en la constante turbulencia política
en la cúspide de la pirámide social, en los estratos de la oligarquía regional,
conformada por perfiles particulares de las oligarquías locales.
Como dijimos,
esta carencia política se va a
mantener a lo largo de los distintos periodos y de las diferentes fases y
épocas de las formaciones políticas
nacionales, incluso cuando se logra construir legitimidad e ideología de cohesión, acompañada de la
materialización institucional, como ocurre a partir de la revolución nacional
de 1952. En este caso, la carencia política
se sumerge y se eclipsa, manteniéndose de forma latente, por lo menos durante
los doce años de la revolución.
Después, desde el golpe militar de 1964, la carencia
política vuelve a emerger durante el periodo de las dictaduras militares, a
pesar de algunos vaivenes en busca de legitimidad,
como cuando se dan los gobiernos del general Alfredo Ovando Candia y del
general Juan José Torrez Gonzáles. Durante el periodo democrático, que dura
hasta ahora (1982-2019), la carencia
política concurre y convive con la acumulación
política, que adquiere legitimidad,
mediante el voto, a pesar de las contingencias propias de disputa
política-ideológica-económica. Durante el llamado lapso de los gobiernos
neoliberales (1984-2005), de la coalición neoliberal, esta predisposición
política se circunscribe a una provisional
legitimidad, a un fraccionado consenso, además de a una institucionalidad
en construcción. Durante el periodo de las gestiones de gobierno neopopulista
(2006-2019) la legitimidad alcanza
niveles de aceptación, comparables a la revolución nacional de 1952, incluso se
puede decir que la legitimidad es
mayor, por lo menos en la primera gestión del gobierno de Evo Morales Ayma
(2006-2009). Empero, el problema sigue radicando en la vulnerable materialidad
institucional. En otras palabras, la carencia política vuelve a sumergirse en
una primera etapa del periodo neopopulista, para volver a emerger lentamente en
las subsiguientes gestiones de gobierno. Se puede decir que la crisis política
del neopopulismo, manifestada en las últimas gestiones de gobierno de Evo
Morales Ayma, muestra la reemergencia nuevamente de la carencia política.
Abundancia
política
Ahora vamos a
esquematizar un modelo opuesto, por así decirlo, al de la carencia política; llamaremos a este modelo el de la abundancia política. A diferencia del
anterior modelo, el de la carencia
política, el modelo de la abundancia
política se caracteriza por una alta legitimidad,
por lo menos en los comienzos de sus periodizaciones y temporalidades propias.
Como referente concreto tomaremos el de la revolución socialista, efectivamente
dada en el antiguo imperio zarista. Como en el caso, anterior, cuyo referente
es el del improvisado nacimiento de la República de Bolivia, en contra del
proyecto de Bolívar de la Patria grande, y los turbulentos periodos que le
siguieron, de escaza legitimidad, de
estrechísimo consenso de casta, de carente institucionalidad, podemos encontrar
otros referentes concretos. En el caso del modelo de la carencia política, tomamos como referente la dramática historia de
Bolivia; lo hicimos por la proximidad de la experiencia propia. En el caso del
modelo de la abundancia política,
tomamos como referente concreto a la Revolución Rusa, lo hacemos pues se
convirtió en el ejemplo de las revoluciones socialistas que le siguieron, que
se efectuaron a nombre del proletariado.
La crisis múltiple
del imperio zarista, estancado en los frentes de la primera guerra mundial,
agregando derrotas flagrantes, que derrumbaron al gigantesco ejército que llevó
a la guerra, derivó en la desmoralización generalizada, pero también en la
interpelación popular al régimen de la aristocracia centenaria. Se puede decir
que la revolución socialista rusa se
gestó un siglo antes, con el despliegue de las luchas encaradas por el
populismo ruso, que arraigaron en una concepción campesinista anticapitalista.
La socialdemocracia rusa, imbuida por la concepción marxista de la historia y
por la crítica de la economía política, se opuso ideológicamente al populismo
ruso. La primera gran asonada proletaria y popular contra el régimen zarista se
dio lugar en la revolución de 1905. Aunque esta revolución fue derrotada, dejó
una profunda huella en la experiencia y en la memoria social, incidiendo en la
configuración de la revolución que se
va a dar doce años después. Las tradiciones de lucha del pueblo ruso se
distribuyen entre el populismo ruso, cuyas vertientes radicales evolucionan al
anarquismo, también al socialismo revolucionario; las formaciones partidarias
marxistas, principalmente la socialdemocracia, cuya ala radical va a
evolucionar en la conformación del Partido Comunista, cuya matriz fue la
tendencia bolchevique de la socialdemocracia, en competencia con la llamada
tendencia menchevique. Anarquistas y socialistas revolucionarios también van a
estar influenciados por otra lectura marxista, distinta a la de los
bolcheviques, así como los mencheviques elaboraron también una interpretación
marxista diferente, aunque más cercana a la de los bolcheviques y más distante
a la de los anarquistas y socialistas revolucionarios.
No vamos a
hacer una descripción exhaustiva, tampoco larga y pormenorizada de la
revolución rusa, nos remitimos a los escritos publicados, donde se maneja un
poco más detenidamente esta temática y problemática[7]. Lo que nos interesa es señalar el referente
de lo que llamamos el modelo de la abundancia
política para dibujar su configuración esquemática. Nombramos modelo de la abundancia o la acumulación política, primero, como dijimos, por su entusiasmo
revolucionario, entonces por la alta legitimidad
popular del que goza la revolución, en un principio. Acudiendo a lo que
escribimos en Paradojas de la revolución,
podemos volver anotar que la revolución proletaria y campesina, además de
soldados, ya se dio en febrero de 1917; lo que ocurrió en octubre del mismo año
se parece más a un golpe de Estado contra la Asamblea Constituyente, por parte
de los bolcheviques, la tendencia más organizada como partido de profesionales
militantes. Esta alta legitimidad
mantiene su magnitud en los primeros años de la revolución, incluso en lo que
dura la guerra civil contra los “rusos blancos” (1917-1923), respaldados por la
intervención de los imperialismos de entonces, europeos, norteamericano y
japonés, además de Turquía. Empero, cuando termina la guerra civil con la
victoria del Ejército Rojo, los soviets de obreros, soldados y campesinos piden
el retorno de la democracia obrera y sindical, es decir, el retorno del poder a
los soviets; el Partido Comunista, ya conformado, se niega a hacerlo. En
respuesta a la demanda de los soviets el Partido Comunista opta por la
represión; el caso más dramático ocurre cuando el Ejército Rojo reprime y masacra
a la vanguardia de la revolución, los marineros de Kronstadt (1921). Esta represión y masacre marca un hito
y un punto de inflexión en la revolución;
ésta comienza su lenta regresión, institucionalizando la revolución en el Estado Socialista, la Unión de Republicas
Socialistas Soviéticas, que de soviéticas no tienen paradójicamente nada, pues
el poder no retorna a los soviets. Los soviets, al comienzo de la guerra civil
contra los “rusos blancos y la intervención de los imperialismos, deciden
delegar y concentrar el poder en el comité central del Partido Comunista, congregando
el mando, con el objeto de unificar la dirección y efectivizar las decisiones
militares, organizando la logística y la movilización de la guerra. Esta
delegación era provisional, hasta que culmine la guerra civil; sin embargo,
después de la victoria del ejército rojo no se devuelve el poder a los soviets.
Un segundo
momento de regresión de la revolución
acontece con la represión y masacre de los kulaks, los campesinos ricos, aunque
también del resto de los estratos campesinos. Se renuncia a la Nueva Política
Económica (NEP), de transición y convivencia con los campesinos, implantándose
la colectivización forzada en el campo. La nombrada revolución obrera y
campesina, simbolizada en el logo de la hoz y el martillo, deja de ser
campesina, también, antes, obrera, para convertirse en una revolución
burocrática. El tercer hito y punto de regresión lo marcan los apócrifos
juicios de la década de los treinta, llevando al banquillo de los acusados a
los propios miembros y jerarcas “sospechosos” del Partido Comunista. Con
antelada anticipación, el “hombre de acero”, Josef Stalin, acaba con todo el
comité central del Partido Comunista histórico, quedando sin competencia; el
último que quedaba, Lev
Davídovich Bronstein, conocido con el seudónimo de León Trotsky,
será asesinado en México en 1940. En lo
que sigue se asiste a dilatada regresión, cayendo en la decadencia misma de la revolución,
hasta el derrumbe de la URSS en 1991. En el transcurso se suceden represiones
de la nomenclatura a levantamientos y movilizaciones obreras, que resisten a la
burocracia del régimen del socialismo
real, buscando recuperar el sentido utópico de la revolución socialista. Esto suceden en la República Democrática
Alemana (1953) y en la República Popular de Hungría (1956), durante la década
de los cincuenta; en 1977 se repitió el drama en la República Socialista de
Checoslovaquia.
Desde la
perspectiva del esquemático modelo de la abundancia
política, podemos anotar que la acumulación
política de la revolución socialista es mermada por la casta burocrática
del Partido Comunista, que se apropia institucionalmente de la revolución, convirtiéndola en un Estado
absoluto en tiempos del capitalismo tardío. Nosotros, incluso, anotamos, que se
trata de una forma de gubernamentalidad barroca que más se parece a un raro
perfil de monarquía socialista[8].
El modelo de
la abundancia política implosiona, se
hunde su propia estructura, se derrumba la institucionalidad construida, sobre
la base de la mitificación y estatalización de la revolución. El Estado adquiere dimensiones monstruosamente
hipertrofiadas; ocurre como si el Estado se tragara a la sociedad misma, su
substrato de constitución, inhibiéndola a tal punto, que el Estado ya no
encuentra fuerzas sociales para reproducirse, pues están capturadas y
congeladas. La legitimidad
espontanea, de un principio, se reduce a la compulsiva propaganda ideológica,
difundida por un Estado donde la imaginación brilla por su ausencia. Propaganda
acompañada por una sistemática represión y control de la sociedad, cada vez más
extensa. Si bien, en el transcurso, se dan como aperturas, dentro de la misma nomenclatura,
salió a la luz lo que llamaron un día, en la difusión de la revista Socialismo o Barbarie, Cornelius
Castoriadis y Claude Lefort, pugna entre clanes del partido, estas aperturas no
detienen la dilatada caída del socialismo
real.
El modelo de la
abundancia política hace hincapié en
la desmesura del plano de intensidad
política en el espesor social,
subsumiendo al resto de los planos de
intensidad que hacen al espesor
social. Recordemos la tesis de Louis Althusser que interpreta el
materialismo histórico desde la lectura de la predominancia de uno de los planos de intensidad; se habría pasado
de la predominancia del plano de
intensidad religioso, en el medioevo, a la hegemonía del plano de intensidad económica, en la
modernidad capitalista, y de aquí se iría a la preminencia del plano de intensidad político, en la
modernidad socialista. Sin discutir, ya lo hicimos antes, esta tesis de
Althusser, anotando la misma para ilustrar sobre el modelo que proponemos de la
abundancia política, lo que nos
interesa es señalar que la crisis del poder, crisis estructural, orgánica y
genealógica, emerge tanto en la condición de la carencia política, así como en la condición de la abundancia política.
Desde las
perspectivas del modelo de la carencia
política o de la acumulación política
no se alcanza el equilibrio político,
demandado por las fuerzas concurrentes de la política. Se experimenta la
debacle institucional del ejercicio de la democracia. Tanto el modelo de la carencia política como el modelo de la abundancia política evidencian la crisis
política del Estado-nación. La crisis política emerge tanto de la carencia o la abundancia política; la crisis tiene que ver con las pretensiones
del plano de intensidad política. No
es la política lo que ciega los ojos, sino el arte, la amistad o la esgrima, el
amor, como recita el poema de Federico García Lorca, en Oda a Salvador Dalí.
Desde esta perspectiva o lectura poética, la política es la entrega al derroche
afectivo sin retorno, al derroche del al acto heroico. Sin embargo, tanto por
la carencia o la abundancia políticas la efectuación política no se realiza sino a
través de la perpetración de la crisis. La crisis de legitimación por carencia o por abundancia, que deriva en la ausencia o la saturación de la
convocatoria. En cambio, desde la perspectiva romántica, lo que importa es la
irradiación de la interpelación estética de la rebelión social.
Ni la carencia ni la abundancia política pueden resolver la crisis congénita y
estructural del poder, que adquiere la forma del círculo vicioso del poder, de la crisis múltiple del Estado. Ambos
modelos son modelos de la crisis política.
Tampoco se puede resolver esta crisis genealógica, como se ha visto en la historia
política de la modernidad, en lo que podemos llamar el modelo del equilibrio político aparente del paradigma
político liberal. El modelo del equilibrio
aparente liberal recurre al la sumatoria del voto en el campo cuantitativo
de la concurrencia masiva. Esto no es más que tratar exasperadamente recuperar
en la distribución de los votos la legitimidad
perdida. Lo que es evidente imposible, pues la legitimidad es cualitativa.
El
modelo del equilibrio aparente, el de legitimidad cuantitativa
En lo que respecta
a la exposición de lo que llamaremos el modelo
del equilibrio político aparente, no vamos a usar un referente singular, como en los otros casos,
el modelo de la carencia política y el modelo
de la abundancia política, sino vamos a considerar la experiencia social de los pueblos, que han vivido en sus propios
cuerpos, conformando memorias sociales políticas, durante la historia política
de la modernidad, la manifestación proliferante del paradigma liberal, que se implantó en los países en sus formas
singulares. Si bien no podemos hablar exactamente como modelo, como en los anteriores casos, sino en tanto y en
cuanto nos permite dibujar un perfil ilustrativo y ciertos rasgos
característicos del paradigma liberal,
podemos referirnos al esquema de la legitimación por medio del voto. El
liberalismo legitima su régimen político mediante la corroboración del voto,
que es un sustituto empírico, sobre todo estadístico, de la verificación de
consensos. Se puede entonces hablar de un modelo intermedio, entre el modelo de
la carencia política y el modelo de
la abundancia política. Se trata del
modelo del equilibrio político aparente,
que se corrobora mediante el voto. Un modelo cuantitativista, que pretende
resolver los problemas cualitativos en términos numéricos. En este caso no hay
ni carencia ni abundancia políticas,
sino formas proliferantes de la especie de la inercia política. Los problemas de legitimidad se resuelven en términos de las formas numéricas; se
trata de verificaciones estadísticas. La legitimidad
entonces se evalúa aritméticamente.
Sin embargo,
los problemas de legitimidad del capitalismo tardío no se resuelven
estadísticamente. Se trata principalmente de una problemática ideológica; como
dice Jürgen Habermas, la ideología no
convence, no se realiza ni es aceptada como retórica y argumentación del
convencimiento[9].
El modelo liberal pretende resolver los
problemas fundamentales de la democracia en el sentido de la delegación y
representación. Si bien logra verificaciones cuantitativas a través de la
elección, no puede lograr el consenso, que solo puede ser el resultado de un
debate colectivo y de la participación social. El modelo del equilibrio político aparente solo puede
sustituir la necesidad de consensos colectivos por la sumatoria electoral. Esquemáticamente
se puede decir que se trata de un modelo intermedio, entre el modelo de la carencia política y el de la abundancia política. Pero, por eso
mismo, peca, por así decirlo, de la misma fatalidad que conllevan ambos modelos
contrapuestos, la crisis de la legitimidad
en el largo plazo. El modelo liberal logra resolver, por un tiempo, el problema
de legitimidad, mediante la
verificación estadística del voto, aritmética mediante la cual evalúa la
magnitud cuantitativa de la inclinación electoral. Sin embargo, esta
estadística no puede sustituir a la cualidad de la legitimidad otorgada por el entusiasmo popular.
Este modelo
liberal logra diferir la vigencia institucional de lo que se llama el Estado de
Derecho, también, la legitimidad aparente del régimen liberal, que se prolonga
en sus distintas expresiones políticas. A diferencia del referente de la carencia política y del referente de la abundancia política, el modelo del equilibrio político aparente logra transferir en el imaginario
social la imagen de una “legitimidad” cuantificada. Sin embargo, la legitimidad es un acontecimiento subjetivo y político, además de ideológico y
cultural, emergidos del entusiasmo popular. Lo que logra el modelo liberal es
la simulación mediática del consenso nunca dado; logra presentarse, en las
primeras etapas, como corroboración cuantitativa de las fuerzas concurrentes.
En el largo plazo, esta corroboración estadística se desgasta, pues devela su
vulnerabilidad unidimensional. Se trata de una “legitimidad” cuantitativa y no
cualitativa, por lo tanto, una simulación de la legitimación, entonces, debilitada en una representación
aritmética. En este caso, el del modelo
del equilibrio político aparente,
la legitimidad prolongada tampoco es
lograda, sino que es simulada institucionalmente[10].
En
consecuencia, se trata, en este ensayo de interpretación esquemática, de un
tercer modelo relativo a los problemas de legitimación en el capitalismo
tardío; un modelo que fracasa porque se malogra el decurso del raciocinio, que se hace imposible ante
la desmesura y la incidencia de los medios de comunicación de masa. Un modelo,
que paradójicamente se remite a la opinión
pública, pero la hace desaparecer, interviniendo en la invención del
sentido común enlatado. En el largo
plazo, esta aparente legitimación se
pronuncia en las crisis de la forma de
gubernamentalidad liberal, que se expresa no solo en la distribución del
voto fragmentado, sino sobre todo en los hechos manifiestos de la
ingobernabilidad develada; en principio, imperceptiblemente, después, de manera
notoria, así como también en la caída de la forma
de gubernamentalidad liberal en la
corrosión institucional y la corruptibilidad de las prácticas políticas, de la
misma manera como ocurre en las prácticas
paralelas de la forma de
gubernamentalidad clientelar, aunque lo haga de manera menos extensiva e
intensiva.
En otras
palabras, el modelo liberal del equilibrio
político aparente logra diferir la crisis de legitimidad congénita en la estructura
estructurante de la formación
política, en la estructura subyacente
de las formas de poder, sin embargo, no logra resolverla, pues la legitimidad prolongada requiere de participación
social, en pleno sentido de la palabra, lo que no puede aceptar el formato de
la democracia representativa y delegativa. En algún momento el diferimiento no
puede prolongarse, el modelo liberar del equilibrio político aparente también
ingresa enteramente a la crisis, mantenida en los umbrales. La crisis comienza
a aparecer con mermadas asistencias a las elecciones, haciéndose patente la
indiferencia relativa de gran parte de los ciudadanos. Otros síntomas de la
crisis se muestran en la letanía aburrida de las convocatorias rutinarias a la
concurrencia política, que parece ser siempre la misma, salvo alguna que otra
turbulencia política que se da de vez en cuando. Sin embargo, la crisis desenvuelta aparece después,
mostrando los síntomas de la degradación del modelo del equilibrio político aparente, conllevando el
desmoronamiento del sistema de partidos políticos, que puede darse en dos
formas, la del bipartidismo rotativo o el de la diseminación fragmentada de
partidos; es anecdótico cuando aparecen personajes carismáticos que cambian la
rutina por la demagogia o la provocación, otorgándole cierta motivación a la
concurrencia política liberal. Sin embargo, cuando ocurre esto no es
precisamente el esquema y el procedimiento liberal, ni sus propias reglas, las
que entran en juego, sino se introducen prácticas de otras formas de gubernamentalidad y de convocatoria política. Recientemente,
en el juego electoral liberal han cobrado vigencia fuerzas políticas que no se
las puede calificar de liberales, mas bien todo lo contrario; no hablamos de
las fuerzas de izquierda, cuando éstas participan en el modelo del equilibrio político aparente, sino de
fuerzas más bien ultraconservadoras, identificadas como de ultraderecha. Es
cuando se constata la debacle del modelo
del equilibrio político aparente, cuya ideología, institucionalidad,
constitucionalidad, es liberal, es decir, que colocan como presupuesto las
garantías de las libertades civiles, políticas, de las generaciones de los
derechos logrados, que suponen la igualdad jurídica entre los individuos.
Valores que desestima precisamente el ultra-conservadurismo, la ultraderecha.
Si bien se
puede decir que algo parecido ocurre con los partidos socialistas, incluso los
partidos comunistas, que participan en la concurrencia electoral, codificada en
el modelo liberal, no es lo mismo, pues, en todo caso, estas participaciones en
las prácticas liberales lo hacen a nombre de la justicia, también de la libertad,
aunque la entiendan a su manera, suponiendo el presupuesto de la igualdad. Los partidos socialistas se
moverían en los límites del paradigma
liberal, si es que no fueron ya asimilados por el habitus liberal. Lo que no ocurre con la participación electoral de
la ultraderecha. Así mismo, se puede decir también que ocurre algo parecido con
las versiones populistas; sin embargo, también, en este caso, se presupone la igualdad y se persigue la justicia y la libertad, por más acotadas ideológicamente que se interpreten estos
valores y principios. Lo sugerente en estos casos es que se participa en el
modelo liberal, buscando llevarlo más allá de sus propios límites. En cambio,
la participación de la ultraderecha lo hace para abolir las libertades, revisar
los alcances de la justicia,
desvalorizándola, desconociendo de entrada el presupuesto de igualdad. Por eso, reafirmamos que
cuando la participación ultraconservadora alcanza niveles significativos de
convocatoria electoral, se puede decir que el modelo liberal ha incubado a la serpiente – recordando la
película El huevo de la serpiente de
Ingmar Bergman – que se comerá al régimen liberal, imponiendo un régimen
declaradamente de las desigualdades cualitativas y raciales.
[1] Ver Paradojas
de la revolución, también
Fetichismo ideológico.
[2]
Otto
Philipp Braun adquiere la nacionalidad boliviana,
sirve al gobierno boliviano en varios proyectos. Braun fue prefecto de La
Paz, también es nombrado ministro de Guerra y Marina de Bolivia.
En 1835 recibe el cargo de comandante en jefe de las provincias del
sur, encarggado de proteger el país de una posible invasión peruana. Braun
dirige varias batallas contra los enemigos de la Confederación
Perú-boliviana. En 1838 obtiene la victoria contra el ejército
argentino invasor en la batalla de Montenegro; por lo que es nombrado Mariscal de Montenegro. En el mismo
año es nombrado ministro de Guerra y Marina, así como ministro del interior de
la Confederación. Ver Otto Philipp Braun; https://es.wikipedia.org/wiki/Otto_Philipp_Braun.
[3] Bibliografía: Arguedas, Alcides (1922). Historia General de Bolivia. De Mesa,
José; Gisbert,
Teresa; Mesa, Carlos (1998 [5ª Ed. 2003]). Historia
de Bolivia. La Paz: Gisbert.
Referencias: Teresa Gisbert por encargo del Instituto Nacional de Estadística
(2010). «Período
Prehispánico Bolivia». Archivado
desde el original el 5 de marzo de 2010. Consultado
el 6 de abril de 2010. Arqueobolivia.com : Actualidad de
la arqueología en Bolivia. [Tras las Huellas de los Chané, El Deber, 1 de junio de
2003 ]. «UNESCO World Heritage Centre - Official Site». Consultado el 2009. [Al Margen de Mis Lecturas, Marcelo Terceros B.,
septiembre de 1998]. Historia de España
en sus documentos: siglo XIX, Volumen 5, pág. 80. Historia. Serie Mayo Series.
Historia (Cátedra).: Serie mayor. Autor: Fernando Díaz-Plaja. Editor: Fernando Díaz-Plaja. Compilado por Fernando
Díaz-Plaja. Editor: Cátedra, 1983. Documentos
para la historia argentina, Volúmenes 39-41, pág. 182. Autor: Universidad de
Buenos Aires. Instituto de Investigaciones Históricas. Publicado en 1965. Valdivieso,
Patricio (Junio de 2004). «Relaciones Internacionales.
Relaciones Chile-Bolivia-Perú: La Guerra del Pacífico». Archivado desde el original el 28 de noviembre de 2006. Consultado el 31 Ene 2007. El Mercurio (8 de febrero de 2009). «Evo Morales promulga la nueva
Constitución y proclama el "socialismo comunitario"». Consultado el 12 de febrero de 2009. (enlace roto disponible enInternet
Archive; véase el historial y la última versión). BBC Mundo (7 de febrero de 2009). «Bolivia promulga nueva Constitución». Consultado el 12 de febrero de 2009. Corte Nacional Electoral. «Referéndum Nacional Constituyente
2009». Archivado desde el original el
3 de febrero de 2009. Consultado el 9
de febrero de 2009. «Bolivia, entre los países con mayor
desarrollo en 2015 - La Razón». www.la-razon.com. Consultado el 12 de marzo de 2017. Infobae. «Malas noticias para América Latina:
el FMI anticipó un crecimiento de sólo 1% en 2015 | América Latina,
Latinoamérica, FMI, crecimiento económico, Fondo Monetario Internacional,
Argentina, Bolivia, Brasil - América». Consultado el 12 de marzo de 2017. «Pobreza en Bolivia disminuyó 20 por
ciento en la última década». Prensa
Latina - Agencia Latinoamericana de Noticias. Consultado el 7 de enero de 2017. Enciclopedia Libre: Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Historia_de_Bolivia.
[4]
El Mayor General José Miguel de Velasco 25 de julio de
1835 fue declarado héroe el por el Senado Nacional de Bolivia, declarándolo
Eminente Republicano.
[5] Notas: Flores,
Zoilo (1869). Efemérides americanas: precedidas de un bosquejo
histórico sobre el descubrimiento, la conquista y la guerra de la independencia
de la América Española. Tacna: Impr. de "El Progreso", pp. 138. Urquidi,
José Macedonio (1921). Nuevo compendio de la historia de Bolivia.
La Paz: Arno Hermanos, pp. 143. Moscoso, Octavio (1896). Geografía
política, descriptiva é histórica de Bolivia. Imrp. "La
Glorieta", pp. 46. Kieffer Guzmán, Fernando (1991). Ingavi:
batalla triunfal por la soberanía boliviana. EDVIL, pp. 498. «Nombrarán patrimonio a los campos de Ingavi». fmbolivia.net. 31 de marzo de 2010. Archivado
desde el original el
2 de diciembre de 2013. Consultado el 25 de noviembre de 2013. Ver Batalla de
Ingavi: Enciclopedia Libre: Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Batalla_de_Ingavi.
[6] Ver Historia de Bolivia. Ob. Cit.
[7] Ver Paradojas de la revolución.
https://issuu.com/raulpradaalcoreza/docs/paradojas_de_la_revoluci__n.
[8] Ver La pantomima
del Gran Timonel. https://pradaraul.wordpress.com/2018/08/03/la-pantomima-del-gran-timonel/.
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