Al remontar la cordillera el devenir
Al remontar la cordillera el devenir
Sebastiano Mónada
He cruzado la cordillera para ver el océano,
para percibir sus horizontes mutables,
su curvada marea de oleajes lunares,
vital liquido amniótico del planeta azul,
escondido al borde la Vía Láctea,
donde remonta un viaje marino
la isla paradisiaca extraviada
en sueños.
En el camino inventado al caminar
he llegado a una ciudad de piedra,
afincada en un valle poblado
de fragancias,
cuenca desprendida de cadenas montañosas,
entre los Andes de monumentales nevados
y el océano perturbado por corrientes
de peces.
La urbe tiene a la cordillera de fondo
un paisaje expuesto a su disolución,
asentada a orillas del río Mapocho.
Una escala en la ruta a la isla deseada,
mito de los argonautas modernos,
utopía jovial de estudiantes románticos,
convertida en consigna de la nomenclatura,
la temprana burocracia de la revolución
perdida en su laberinto kafkiano.
La metrópoli me atrapó en sus redes urbanas,
circundada por alargadas calles nostálgicas,
avenidas abrumadas de automoviles inquietos,
poblada de manzanas de casas solariegas,
refrescada en plazas de árboles copiosos
y somnolientos, meditando su estadía,
su antigua residencia en la tierra,
reflexionando en la lluvia de semillas
que caen obsequiadas por la atmósfera.
Era el tiempo jóven de la rebeldía
contra la realidad y la historia,
el periodo de la esperanza,
cuando allende de la cordillera
un pueblo desafió a la oligarquía,
al museo de momias petrificadas,
que, sin embargo, dan órdenes
y planean despojos, desposesiones,
secuestros, asesinatos y crímenes,
para irrigar sus añejas venas secas
con la sangre caliente de sus víctimas.
Después de ver la fiesta popular,
la llegada de multitudes a las plazas,
de los trenes a las estaciones,
cargados de afectos solidarios,
de ver a la gente abrazarse
tejiendo la unidad con los latidos,
pintando los muros con consignas,
retorné desandando el camino.
Claves que abren las compuertas
del porvenir inventado por el deseo,
dibujado y coloreado por pasiones.
Portones cerrados hasta entonces,
imaginando horizontes nómadas,
que recorren la esfera conmovida
por sus repetidos climas mutantes.
Volví a casa, a la tribu, a mi gente,
donde mis padres me esperaban,
cubiertos por la sombra tenue
de la preocupación acumulada,
mis hermanos guardaron el secreto
de mi partida a la ilusión pictorica
de pinceles mágicos
y cuadros de acuarela.
Cruce la cordillera de los Andes
para encontrarme en el camino
con las comunidades ancestrales,
dejando la ciudad fundada en la hoyada,
cobijada en los brazos robustos
de montañas rocosas, imperturbables,
de cumbres intrépidas, audaces,
que arañan las nubes con dedos nevados.
Recorrí la plenitud metafísica del Altiplano,
inmensidad curvada en su silencio sabio,
donde merodea el viento de la puna,
las esbeltas llamas con ojos encendidos
por lunas que orbitan núcleo afectivo
del cosmos diseminado en la nada
desde la olvidada explosión inicial.
Quedan las huellas de ejércitos rendidos
ante el intrépido asedio de los Ayllus,
durante la cruenta guerra federal,
que enfrentó la ciudad de cuatro nombres
con la urbe de los tambos
y las ferias barrocas.
Retorné a la ciudad de los tambos,
donde en sus cerros se sembraba papa,
Chuqui-Apu, encrucijada de rutas sanguíneas.
Urbe dual hundida en la concavidad terrestre,
hace de tupida confluencia turbulenta.
Nacimientos de ríos profundos,
nacen en manantiales cristalinos
que oradan esculpiendo la roca,
brotando de las cumbres
dadoras de aliento vital.
Donde comienza el viaje de los valles,
que guardan el secreto del maíz,
de las zanahorias y de las avas.
Graneros de verduras y de tubérculos,
depósitos de chicha fermentada,
oro licuado por las ilusiones.
Al retornar llegué al hogar añorado,
mis padres me recibieron con abrazos;
el patio y las habitaciones de la casa
me arrullaron en cariñosa residencia,
con edificada intimidad familiar.
Memoria plasmada en su decorado
modesto, acogedor y melodioso.
Este retorno fue un nuevo nacimiento.
Nací del recorrido inscrito en la apacheta
y de la escalada a las cumbres Achachilas.
Búsqueda del ciclo del tiempo perdido
en los recovecos de la memoria ancestral,
resguardada en los tejidos simétricos
y en los jeroglíficos tallados en piedra.
Nací de nuevo después del obsequio salado
de la inmensa mirada marina prófuga,
de haber paseado por las calles de Santiago,
de haber conocido el acto heroico del pueblo,
de las multitudes rebeldes en resistencia
permanente, abolición del cronograma
de los relojes palaciegos oxidados,
de haber observado de lejos con ojos
de viajero curioso, mirada cómplice,
al presidente que será inmolado.
Recorrí esa distancia
donde el tiempo se estanca,
viajé en el tiempo hacia el olvido
para recuperar la memoria,
encontrar lo perdido,
recuperar lo extraviado.
La aproximación a uno mismo
es también un extrañamiento,
un alejamiento que acerca,
dejándome llevar por la aventura,
la apuesta por lo desconocido.
Descubriendo territorios
no explorados
de la otredad interior,
de la exterioridad íntima.
Desenvolví los pliegues recónditos
develando el ajeno adentro,
transformado en el afuera.
Aboliendo la extraña diferencia
entre interioridad enajenada
y exterioridad recuperada.
Ha desaparecido la clausura,
dando lugar a la apertura.
Al retornar no soy el mismo,
al remontar la cordillera el devenir.
No es el mismo lugar donde retorno.
Otra ciudad es la que me recibe.
Mi casa no es mi casa sino otro hogar,
el mismo y distinto de siempre.
Del fuego conservado por sacerdotisas,
Del fuego guardado en la casa,
en la chimenea que enciende la noche,
haciéndo estallar el firmamento
en múltiples pedazos de constelaciones.
Al recorrer viajero esas distancias
he descubierto la inmensidad territorial,
la desmesura curvada del planeta,
el oleaje petrificado de la cordillera,
el rumor incontenible de los ríos,
la soledad desconocida de las urbes,
la solidaridad antigua de la gente.
Éramos una brigada que trepó la cordillera.
El entrañable amigo de la huida repentina
y dos jóvenes campesinos de Todos Santos.
Caminamos protegidos por el Sajama,
Jacha Achachila de la infinita puna,
que bordea la explosión detenida
de oleajes petrificados de la cordillera.
Allí desde las cumbres majestuosas
vimos todo, absorviendo el paisaje
con lo más profundo de la piel sensible.
Vimos, al oeste, el desierto de sed
que se ahoga en el mar deicida.
Vimos, al este, el Altiplano reflexivo,
la proliferación de valles fértiles
y el espesor exuberante de la Amazonia,
habitada por bósques y selvas tropicales,
atravesada por la persecución interminable
de afluentes musicales
de la serpiente sin ojos.
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