¡Qué solos están los pueblos! ¡Qué acompañados pueden estar!


¡Qué solos están los pueblos!
¡Qué acompañados pueden estar!

Raúl Prada Alcoreza







En carrera frenética por conseguir el desarrollo anhelado los Estado-nación subalternos de la inmensa periferia del sistema-mundo capitalista se embarcaron en proyectos económicos delirantes, incluyendo guerras fratricidas. La ilusión del desarrollo caló en la clase política, aunque también en la clase económicamente dominante, incluso en lo que se denomina ambiguamente las clases medias[1]. No deja de estar ajeno a esta ilusión del desarrollo el mismo proletariado joven de estas latitudes de las periferias de la geografía política de un sistema-mundo moderno, configurado por la geopolítica colonial, primero, después, por la geopolítica imperialista, para derivar en la geopolítica de inercia del imperio, el orden mundial. El sueño de un país atravesado por ferrocarriles fue obsesivo en los caudillos latinoamericanos del siglo XIX. En el siglo XX los caudillos soñaban con un país industrial, en tanto que en las primeras décadas del siglo XXI los caudillos sueñan con convertir al país gobernado en “potencia”; las connotaciones pueden adquirir distintas tonalidades, desde “potencia” de la tercera revolución tecnológica-científica-cibernética, hasta “potencias” más circunscritas, más especializadas, como, por ejemplo, “potencia energética”. El problema no es solo evaluar la realización o no de estos sueños desiderativos, sino de todo lo que se hizo para alcanzarlos y lograrlos.

Si hacemos un repunte, podemos comenzar con la guerra contra los pueblos y naciones indígenas por parte de los Estado-nación, de las repúblicas flamantes. Después podemos seguir con lo que podemos llamar, recurriendo al lenguaje militar reciente, la guerra de baja intensidad, no declarada, y diferida, contra los propios pueblos para modernizarlos, para inculcarles comportamientos modernos. Siguiendo la lista podemos citar las guerras fratricidas entre países vecinos; en lo que sobresale la pretensión de convertir al Estado-nación vencedor en una especie de “subimperialismo” o imperialismo de segundo orden, por lo menos, en el ámbito regional[2].  

Estos juegos geopolíticos en la geografía periférica no solamente son dados a una escala restringida y circunscrita, en el mejor de los casos, regional, sino que son como caricaturas de las geopolíticas mundiales de los imperialismos; imitaciones groseras de las “potencias” mundiales, que también juegan a la geopolítica. Geopolítica que de por sí ya es un esquema simple y elemental, tomado de las nociones más generales de la geografía, que es usada como estrategia espacial de dominaciones. Sin embargo, todo este juego no es más que movimiento de fichas en mapas; lo que no corresponde a las máquinas de guerra, puestas en movimiento en escenarios territoriales y marítimos, cuyos espesores y flujos, además de la cobertura de las relaciones sociales nacionales e internacionales, que les otorgan complejidad. Los generales de las “potencias imperialistas” juegan sus geopolíticas en mapas bidimensionales, en tanto los hechos, sucesos, eventos y acontecimientos se suceden en espesores tetra-dimensionales. Los generales de los Estado-nación subalternos, con pretensiones de “potencias” segundonas, juegan de la misma manera en mapas bidimensionales, solo que acotados a la región o a las vecindades; no como aquellos generales de ejércitos imperialistas, que lo hacen a escala mundial.

El alcance de la geopolítica es como el de la teoría de la conspiración; al reducir el mundo efectivo al mundo de una representación harto esquemática, susceptible a la decodificación militar, por lo tanto, a un mundo de caricatura militar, solo toma en cuenta variables controlables, bajo sus propios mandos, dejando fuera las multiplicidades de variables intervinientes en los fenómenos sociales, económicos, políticos, culturales. Si uno de los bandos vence al otro, en la conflagración, no lo hace gracias a la geopolítica, a la estrategia simplona de dominación del espacio, sino a la correlación de fuerzas, cuyas dinámicas escapan al entendimiento militar. Lo mismo sucede en la región circunscrita del conflicto en la periferia de la geografía política del sistema-mundo; solo que en este caso todo se da de una manera más imitativa, sobresaliendo el dramatismo de las caricaturas trágicas. De todas maneras, hay poblaciones de muertos, masas de heridos, pueblos enfrentados y agredidos, aunque uno de ellos corresponda al Estado vencedor y el otro al Estado derrotado. La gloria es para los militares, no para el pueblo, la victoria es para el Estado vencedor, no para el pueblo; en tanto que la derrota no solo es para el Estado derrotado, sino, sobre todo, para el pueblo de ese Estado-nación.

La geopolítica es una disciplina anacrónica de los juegos de poder de las “potencias imperialistas”; cuando la usan “potencias” de menor escala, por ejemplo, Estado-nación subalternos, no hacen otra cosa que usar los disfraces y las armas de los ejércitos de las “potencias imperialistas” en escenarios territoriales acotados, donde estos disfraces y estas armas están demás. A pesar de la ideología chauvinista de los Estado-nación, a pesar de las ceremonialidades del poder, que ensalzan a sus héroes, tanto del país vencedor como del país vencido, los resultados fácticos ponen en entredicho tanto a la ideología chauvinista y a las ceremonialidades apologistas, pues lo que queda es la recurrencia repetitiva de las narrativas nacionalistas, que hacen incomprensible la guerra desatada, la guerra habida, que ambos bandos recuerdan cronológicamente. Los pueblos son los espectadores de estas conmemoraciones, empero, olvidaron que fueron a la guerra por los juegos de poder de los gobiernos de entonces, controlados por clases dominantes, que concurrían por el control de los recursos naturales.

Las guerras en la periferia del sistema-mundo no se explican desde la narrativa nacionalista, pues se trata de Estado-nación dependientes y subalternos.  Estos Estados no disputan el dominio mundial, para lo que sirve la geopolítica, sino el control de sus entornos intrarregionales e interregionales; por lo tanto, conquistan o pierden, dependiendo el caso, territorios que no controlan efectivamente ni soberanamente los Estado-nación subalternos. El control efectivo de estos territorios, sobre todo, de las reservas y yacimientos de recursos naturales, lo hacen las empresas trasnacionales extractivistas. Los Estado-nación subalternos han hecho la guerra para el control de otros Estado-nación, las “potencias imperialistas”.

Es cierto que no solo queda la comedia y las ceremonias, los oropeles de la gloria o la derrota, pues el Estado vencedor se hace de territorios que anexa a su geografía política; al hacerlo incorpora reservas de recursos naturales, que amplifican notoriamente la fuente de ingresos del Estado rentista. El Estado vencido pierde los territorios y con ellos los recursos naturales que albergan, sin que el país sea compensado por esta pérdida atroz. Se le compensa miserablemente, sin sonrojarse por ello, con la descomunal tosquedad que presta la prepotencia criolla, pretendida “superioridad blancoide”, con un ferrocarril que llevara las materias primar a los puertos, para su exportación. Pero, lo que no hay que olvidar, es que el Estado-nación vencedor se convierte en el gendarme que cuida estos recursos naturales, que dejan de pertenecerle en el momento de la exportación y la externalización al Centro industrial del sistema-mundo capitalista. Es incluso gendarme contra su propio pueblo, sobre todo, gendarme contra la clase de los trabajadores, que dejan su sudor, si no son sus huesos, en los campamentos mineros o petroleros. Es cuando el absurdo de estas guerras periféricas se hace patente.

Este absurdo histórico-político no se borra con la estridencia ideológica nacionalista; que solo sirve para preservar el Estado-nación subalterno al servicio de la dominación mundial vigente, que solo sirve para que generales y doctorcitos de toda laya se engolosinen con la remembranza de la victoria o de la derrota; que solo sirve para que los políticos gobernantes de turno azucen a su pueblo para lograr convocatoria y preservarse en el poder, ya sea de una manera o de otra, o a través del continuismo carismático o la alternancia de mandos de partidos que solo son distintos en las siglas. Las guerras periféricas son absurdas, desde la perspectiva propia, la de los países periféricos y de los pueblos de la inmensa periferia, dominada por las estructuras de poder del sistema-mundo capitalista. Solo son explicables porque las disputas geopolíticas de las grandes “potencias” se delegan y transfieren a los actores locales, nacionales y regionales de los países vasallos del imperio.  

Debatir desde el postulado de “soberanía”, que no se la tiene efectivamente, pues la soberanía es trascendentalmente imperialista, sobre las heridas, los problemas y temas pendientes que dejó la guerra, es más retórica de leguleyos, quienes de soberanía solo tienen una imagen simbólica y desgarbada. Los pueblos tienen la tarea imperiosa de enmendar los errores que han cometido sus clases dominantes y los gobernantes de turno, al momento de la conflagración y después. No pueden seguir los ritmos de sus clases políticas y de sus castas militares, entrampadas en las irradiaciones de una guerra que no debería haberse dado. Los pueblos periféricos, herederos de las repercusiones des-constitutivas de la colonia, están convocados a integrarse y mancomunarse en proyecciones descolonizadoras, que fortalezcan sus potencias sociales, dándose la oportunidad de abrir otros horizontes, más allá de la colonia y de la colonialidad, más allá de la actualización contemporánea de ambas en las formas de la civilización moderna.

En los debates sobre los problemas pendientes de la guerra están ausentes los pueblos, salvo como objetos de la manipulación política y mediática. Es menester, entonces, que los pueblos hablen, como se dice, con su palabra, con sus lenguajes, que se reconozcan como tales. Que deliberen y reflexionen colectivamente, que busquen soluciones, que las consensuen. Los pueblos del continente tienen la tarea pendiente de la integración, de cerrar la caja de pandora, abierta con la conquista de Tenochtitlan, que es cuando nace la modernidad vertiginosa que todo lo solido desvanece en el aire.







[1] Ver Anacronismos en el discurso político. Disquisiciones sobre la “clase media”. https://www.bolpress.com/2018/02/27/anacronismos-en-el-discurso-politico-disquisiciones-sobre-la-clase-media/.

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